La Virgen
es Reina porque participa en grado inefable, infinitamente más alto que los
bienaventurados del cielo, de la reyecía de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. El
hecho de que María sea Reina está íntimamente ligado al hecho de que Nuestro
Señor Jesucristo es Rey y por eso todas las características de Cristo Rey se
aplican a María Reina: Él es Rey de reyes y Señor de señores, como dice el
Apocalipsis; es el Rey que reina desde el madero y desde la Eucaristía; es el
Rey de los ángeles y es el Rey de los hombres. No hubo, no hay ni habrá Rey más
grande, majestuoso, humilde y poderoso que el Rey Jesucristo. De la misma
manera, la Virgen es Reina, así como su Hijo es Rey: Ella es Reina de ángeles y
hombres y no hay, no hubo ni habrá reina más majestuosa, humilde y grandiosa
que la Virgen María.
En los
cielos, la Virgen ostenta la corona de gloria que su Hijo Jesús le colocó en su
cabeza apenas la Virgen ingresó en los cielos, en la Asunción y desde entonces
y para siempre, la Virgen es Reina y Emperatriz de cielos y tierra. Pero hay
algo que se debe tener en cuenta en el hecho de que María es Reina y es que su
corona de gloria que ahora ostenta en los cielos y por la eternidad, no le fue
dada sin antes haberle sido concedido participar, de manera mística,
sobrenatural, misteriosa, de la corona de espinas de su Hijo Jesús. Sólo después
de recibir místicamente –no físicamente, pero no quiere decir menos real- aquí
en esta tierra la corona de espinas de Nuestro Señor y sólo después de
participar de su Pasión, la Virgen fue merecedora de la corona de gloria que
ahora ostenta por toda la eternidad.
De la
misma manera nosotros, como hijos de la Virgen, estamos llamados también a participar
de la corona de gloria de María Virgen, porque estamos llamados a reinar en los
cielos, con los bienaventurados. Pero, al igual que Nuestra Madre del cielo,
que llevó mística y espiritualmente la corona de espinas aquí en la tierra para
recibir la corona de gloria en los cielos, también nosotros debemos, de la
misma manera, pedir la gracia de llevar la corona de espinas de Nuestro Señor
Jesucristo en nuestra vida terrena, para luego ser coronados de gloria en el cielo.
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