La Virgen al pie de la Cruz, toda vestido de negro está. Los
dolorosísimos espasmos de la agonía de su Hijo, repercuten en su Inmaculado Corazón
y por eso no es solo el Hijo quien muere crucificado en la cruz, sino que es la
Madre quien, sin morir, muere de pie, junto a la cruz. Al morir su Hijo en la
cruz, la Virgen, que sigue viva, se siente morir, aún sin morir, porque su Hijo
es la vida de su Corazón, es la razón de su existir, es la Vida de su alma, es
el hálito de su ser, porque ese Hijo suyo que muere en la cruz es, al mismo
tiempo, su Dios, su Creador, su Amor, su Todo, y sin Él, la Virgen siente que
Ella es nada y menos que nada; su Hijo, que muere en la cruz, es el Dios que le
dio el ser, la vida, la gracia, la luz, la santidad, la alegría, y si su Hijo que
es Dios muere, como está muriendo en la cruz, para la Virgen ya no hay vida, ni
luz, ni alegría, ni razón de ser ni de existir, sino llanto, tristeza, pena,
dolor y muerte, y por eso, la Virgen, de pie junto a la Cruz, aun sin morir,
siente que muere, no una, sino mil veces y siente que muere sin morir a cada
respiro que da.
Puesto
que el Corazón de la Virgen está unido al Corazón de su Hijo por un invisible
hilo de amor, al ver a su Hijo agonizar y morir en la cruz, es Ella misma la
que agoniza y muere, sin morir, de pie junto a la cruz, y es por eso que cada
espasmo de dolor lancinante que sufre su Hijo, en el avanzar de su dolorosísima
agonía, lo sufre la Virgen, en silencio, en lo más profundo de su Inmaculado
Corazón. Y así como Jesús en la Cruz se ofrece al Padre como Víctima Santa y
Pura para aplacar la Justa Ira Divina, encendida en forma inaudita por la
malicia desmedida de los corazones humanos que no se detienen en sus ofensas ni
siquiera ante la majestad divina, sino que la profanan con sus ultrajes,
sacrilegios e indiferencias, con una insolencia que deja atónitos a los mismos
ángeles, así la Virgen, en silencio, y en unión de voluntad y amor, ofrece a su
Hijo como Víctima Pura y Santa al Padre, por la salvación de los hombres
pecadores, para que Dios aplaque su Justa Ira y se apiade de sus almas, para
que viendo a su Hijo así crucificado y todo cubierto de llagas, se estremezca
de misericordia y les conceda a los hombres pecadores la gracia de la
contrición del corazón, de manera que puedan salvar sus almas.
Santa
María, junto a la Cruz, con su Corazón oprimido por un dolor que es el dolor
del mundo entero, ve de esta manera cumplida la profecía del anciano Simeón, de
que “una espada de dolor le atravesaría el Corazón”, porque ver agonizar y
morir a su Hijo Jesús, en medio de dolorosísimos espasmos, es para la Virgen
una espada espiritual que atraviesa y lacera su Corazón una y mil veces,
quitándole la vida una y mil veces, cumpliendo con creces la profecía de
Simeón.
¡Santa
María, que estás de pie junto a la Cruz, déjame que yo, arrodillado ante tu
Hijo Jesús, bese sus pies ensangrentados; concédeme la gracia de llorar mis
pecados, y que la Sangre de tu Hijo, cayendo sobre mi corazón, lo convierta, de
piedra dura y fría, en imagen viviente de su Sagrado Corazón!
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