Después de morir crucificado, Jesús es bajado de la cruz; lo recibe en brazos su Madre, la Virgen María; luego, María acompaña la procesión fúnebre, que lleva el cuerpo muerto de Jesús, hasta el sepulcro, prestado por José de Arimatea, y se queda de pie en el sepulcro, llorando la muerte de su Hijo y esperando su resurrección.
Días más tarde, el Domingo de resurrección, cuando Jesús se levante del sepulcro, radiante de la gloria divina, se aparecerá a muchos discípulos, pero es a María a quien primero ve y se le aparece Jesús resucitado.
Pero María no es solo la primera en ver a Jesús resucitado; es también la primera en seguirlo en su paso de esta vida a la otra, a la resurrección, porque es la primera en recibir el torrente de gracia divina que fluye de Jesús. María es la primera en ser glorificada, porque su cuerpo no sufrió el destino de todo cuerpo humano, sino que fue glorificado con la gloria del Espíritu Santo que procedía de su Hijo Jesús y que inhabitaba en Ella desde su concepción.
Luego de la resurrección de Jesucristo, María fue glorificada y transfigurada en su cuerpo y en su alma, con la gloria que le dio su Hijo Jesús resucitado, y así, llena de la gloria de Dios, resplandeciente y brillante, subió a los cielos.
María se transfiguró en la gloria de su Hijo, y esta Transfiguración de María, la glorificación de su cuerpo y de su alma, fue posible por ser Ella la Madre de Dios, la Llena de gracia.
María es glorificada y es llevada al cielo, junto a su Hijo Jesús, y nosotros, como hijos de María, y como miembros del Cuerpo Místico de Jesús, estamos destinados a ese mismo destino de gloria: la Resurrección consiste en la comunicación de la gloria divina al alma y al cuerpo, que comienzan así a participar de la vida de Dios, y es el destino de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo , de todos los bautizados en la Iglesia Católica.
La gloria de Jesucristo, que da la vida de resurrección, se transmite desde Él, que es la Cabeza de la Iglesia, a María, y desde María, pasa a todos sus hijos, que somos nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica.
María, nuestra Madre por designio divino, Asunta a los cielos y glorificada, es la garantía de que también nosotros estamos llamados a ese destino de gloria, porque adonde va la Madre, ahí deben ir los hijos. María quiere que todos sus hijos alcancen su mismo destino de gloria, y por eso, quien vive unido a María, tiene la seguridad de que cuando muera, será glorificado como su Madre, María.
Pero si bien estamos llamados a ser glorificados, como María, en la resurrección que nos dio Jesús, los hijos de María no seremos glorificados de cualquier manera, sino que seremos glorificados solo si seguimos el mismo camino de María: la cruz y la gracia.
Seremos glorificados por la cruz, porque María fue glorificada luego de estar al pie de la cruz de Jesús: para compartir la gloria de María, su asunción gloriosa a los cielos, debemos compartir primero los dolores y las amarguras de su Corazón Inmaculado.
María fue asunta en la gloria de su Hijo, pero antes de pasar a la gloria, tuvo que sufrir muchísimo, al pie de la cruz; sólo una vez que se cumplió la profecía de Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el corazón”, María subió a los cielos; sólo después del cumplimiento de la profecía, en el Monte Calvario, fue María llevada a la gloria.
De la misma manera, los hijos de la Virgen, los hijos de María, nosotros, los bautizados, no habremos de ser glorificados, no habremos de resucitar, sino pasamos por la Tribulación de la cruz, y no de cualquier manera, sino unidos al Corazón Inmaculado de María Santísima, en el mar de dolor en el que se vio sumergida María al pie de la cruz. Esto significa no solo unirse a Ella con los dolores y tribulaciones de la vida, sino unirse a Ella en los dolores de su Corazón, inundado de dolor y de tristeza por la muerte de Jesús.
María subió al cielo, fue glorificada, porque Ella era la Llena de gracia; María subió al cielo sólo por este motivo, por estar inhabitada por el Espíritu Santo, que procedía del Padre y del Hijo; del mismo modo, ninguno de sus hijos resucitaremos ni seremos glorificados, sino vivimos en gracia, la gracia que nos viene del Corazón de Jesús y que se nos comunica por medio de María.
Si María subió al cielo por la cruz y por la gracia, no hay otro camino para los hijos de María, que la cruz y la gracia.
Y María quiere que seamos glorificados por la cruz y por la gracia, y nos da ambas cosas en la Santa Misa: en la Misa, que es la renovación sacramental del sacrificio de Jesús, nos da la cruz de Jesús y a Jesús en la cruz; en la comunión sacramental, María nos da, ya en esta tierra, el germen de la resurrección, al darnos el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo resucitado de su Hijo Jesús.
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