El episodio de la zarza que arde sin ser consumida no es sólo un milagro realizado por Yahvéh para indicar su Presencia ante Moisés. El episodio todo, el milagro en sí, simboliza realidades suprahumanas y sobrenaturales, como la Concepción Inmaculada de María Santísima.
La zarza ardiente representa la humanidad de María Santísima: así como lo zarza no se consume ni queda reducida a cenizas por el fuego, así la humanidad de María Santísima no se consume ni se aniquila por la presencia del Espíritu Santo en Ella, fuego divino que arde sin consumir.
Y así como la zarza con el fuego no sólo da calor a quien se acerca a ella, sino que alumbra con la luz de su llama, así quien se acerca a María se ve cobijado por el fuego del Amor de su Corazón Inmaculado y por la luz que irradia su ser entero inhabitado por el Espíritu de Dios.
La zarza arde en el desierto y da luz y calor; María, llena del Espíritu Santo, arde en el desierto de la vida humana, y da la luz y el calor que provienen de su seno virgen, la naturaleza divina de su Hijo Jesús, Unígénito de Dios.
De la misma manera, así como en la zarza que arde en las llamas, se escucha, desde esas mismas llamas, la voz del Dios Único, Yahvéh, revelando su Palabra: “Yo Soy”, así, desde la humanidad de María, ardiente en el fuego del Espíritu, se escucha la voz de Dios Hijo, que la ilumina y le comunica de su fuego, diciendo: “Yo Soy”.
El fuego de la zarza, siendo fuego real y no imaginario, deja intacta a la zarza, sin consumirla ni reducirla a cenizas; el fuego del Espíritu, siendo fuego divino, real, y no imaginario, metafórico o simbólico, deja intacta a la Virgen María, sin consumirla ni reducirla a cenizas.
Así como la luz y el calor se irradiaban de la zarza sin dañarla y sin alterarla en su substancia, permaneciendo la zarza en su integridad, así la luz y el calor del Espíritu se irradian desde la Virgen sin dañarla y sin alterarla en su substancia, permaneciendo la Virgen en su integridad antes, durante y después de dar al mundo a la Luz inaccesible, Jesús encarnado.
La zarza con su luz ilumina el desierto, como un prodigio celestial que permanece a lo largo de los siglos; la Virgen María con su luz, la luz de su Hijo Jesucristo, el Cordero que es la lámpara de la Jerusalén celestial, la luz que se irradia desde el sacramento del altar, como un prodigio celestial, permanece a lo largo de la historia humana, iluminándola con el esplendor divino.
La zarza ardiente representa la humanidad de María Santísima: así como lo zarza no se consume ni queda reducida a cenizas por el fuego, así la humanidad de María Santísima no se consume ni se aniquila por la presencia del Espíritu Santo en Ella, fuego divino que arde sin consumir.
Y así como la zarza con el fuego no sólo da calor a quien se acerca a ella, sino que alumbra con la luz de su llama, así quien se acerca a María se ve cobijado por el fuego del Amor de su Corazón Inmaculado y por la luz que irradia su ser entero inhabitado por el Espíritu de Dios.
La zarza arde en el desierto y da luz y calor; María, llena del Espíritu Santo, arde en el desierto de la vida humana, y da la luz y el calor que provienen de su seno virgen, la naturaleza divina de su Hijo Jesús, Unígénito de Dios.
De la misma manera, así como en la zarza que arde en las llamas, se escucha, desde esas mismas llamas, la voz del Dios Único, Yahvéh, revelando su Palabra: “Yo Soy”, así, desde la humanidad de María, ardiente en el fuego del Espíritu, se escucha la voz de Dios Hijo, que la ilumina y le comunica de su fuego, diciendo: “Yo Soy”.
El fuego de la zarza, siendo fuego real y no imaginario, deja intacta a la zarza, sin consumirla ni reducirla a cenizas; el fuego del Espíritu, siendo fuego divino, real, y no imaginario, metafórico o simbólico, deja intacta a la Virgen María, sin consumirla ni reducirla a cenizas.
Así como la luz y el calor se irradiaban de la zarza sin dañarla y sin alterarla en su substancia, permaneciendo la zarza en su integridad, así la luz y el calor del Espíritu se irradian desde la Virgen sin dañarla y sin alterarla en su substancia, permaneciendo la Virgen en su integridad antes, durante y después de dar al mundo a la Luz inaccesible, Jesús encarnado.
La zarza con su luz ilumina el desierto, como un prodigio celestial que permanece a lo largo de los siglos; la Virgen María con su luz, la luz de su Hijo Jesucristo, el Cordero que es la lámpara de la Jerusalén celestial, la luz que se irradia desde el sacramento del altar, como un prodigio celestial, permanece a lo largo de la historia humana, iluminándola con el esplendor divino.
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