La
Iglesia Católica celebra la Asunción de María Santísima, queriendo significar
con esto que la Madre de Dios no murió, sino que, en el momento en que debía
partir de este mundo al otro, la Virgen se durmió -por esta razón en las
iglesias orientales esta solemnidad se llama “Dormición de la Virgen”- y fue
ascendida, en cuerpo y alma, al cielo. En su asunción, la gracia que colmaba su
alma -la Virgen es llamada “Llena de gracia”- se comunicó a su cuerpo,
convirtiéndolo de un cuerpo mortal y terrestre en un cuerpo celestial,
glorioso, lleno de la gloria de Dios. En otras palabras, la Virgen no murió, es
decir, su alma nunca se separó de su cuerpo y como su alma estaba colmada de la
gracia divina, esta gracia se convirtió en gloria divina al ser asunta al cielo.
Fueron
los ángeles quienes, por orden del Rey de los ángeles, Nuestro Señor
Jesucristo, llevaron al cielo a la Virgen en cuerpo y alma y al llegar al
cielo, la Virgen ya estaba glorificada en cuerpo y alma. Esto sucedió porque
Jesucristo no solo preservó a su Madre de la mancha original -la Virgen es la
Inmaculada Concepción-, sino que también quiso preservarla de la corrupción de
la muerte, de manera que la Virgen no murió, su alma no se separó de su cuerpo
y la gracia de su alma se derramó sobre el cuerpo, glorificándolo. De esta
manera, la Virgen se durmió con un cuerpo terreno y al despertar, despertó en
el cielo, con su cuerpo y alma glorificados, siendo transportada por los
ángeles y recibida por su Hijo Jesucristo en Persona.
La
Asunción de la Virgen María es un signo de esperanza para quienes somos sus
hijos, los bautizados en la Iglesia Católica, de que, si perseveramos en la fe,
en las buenas obras y en la gracia hasta el momento de nuestra muerte, también
seremos glorificados en el cielo y esto es un deseo de la Virgen, porque la
Madre quiere que donde esté Ella, allí estén sus hijos. Al recordarla en el día
en que la Virgen su Asunta en cuerpo y alma a los cielos, le pidamos a la
Virgen que, siendo nosotros sus hijos, interceda ante su Hijo Jesús para que
obtengamos la gracia invalorable de ser llevados al cielo en el momento de
nuestra muerte, para adorar junto con Ella a Nuestro Señor Jesucristo, el
Cordero de Dios, por toda la eternidad.
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