domingo, 3 de febrero de 2019

La Presentación del Señor



(Ciclo C - 2019)

         El origen de la fiesta litúrgica se remonta a los inicios del pueblo hebreo, cuando Dios les reveló a su Pueblo Elegido que no debían hacer como los paganos, que ofrendaban sus hijos al Demonio. El Dueño de los niños de las familias –no solo hebreas, sino de todo el mundo- es Dios, por lo que Él les enseñó a los hebreos que no debían ofrendar sus niños al Demonio, sino a Él. De esta manera, Dios purificó y santificó esta fiesta pagana, convirtiéndola en una fiesta dedicada a Él. Siguiendo esta normativa de la Ley, que mandaba ofrendar al primogénito –y en él, a toda la prole-, es que la Virgen y San José llevan al Niño al Templo, al cumplirse cuarenta días de su Nacimiento y hacer una ofrenda por Él. Las familias ricas ofrendaban un cordero, pero como ellos eran pobres, ofrendaron solo dos pichones de palomas. En realidad, la ofrenda de la Sagrada Familia sí era la de un cordero, pero era la ofrenda del Cordero de Dios, porque el Niño que llevaba la Virgen no era un niño más entre tantos, sino el Hijo de Dios, que venía a salvar al mundo con su sacrificio en cruz.
Esta fiesta se conocía entre las iglesias orientales con el nombre de “La fiesta del Encuentro” (en griego, Hypapante), nombre que destaca un aspecto fundamental de la misma y es el encuentro del Ungido de Dios con su pueblo[1]. En efecto, como se en Lucas (1, 1-4; 4, 14-21), Jesús es el Ungido del Señor, por un lado y es Él quien va al encuentro del Pueblo Elegido; por otro lado, este Pueblo Elegido estaba representado por los ancianos Simeón y Ana, quienes por su edad y santidad de vida, representan a los hombres y mujeres piadosos y devotos de la Antigua Alianza, que esperaban al Mesías. El Evangelio destaca que Simeón es “llevado por el Espíritu Santo” y es así como ingresa en el templo, en donde, al tomar entre sus brazos al Niño, iluminado por el mismo Espíritu Santo, lo nombra como el “Mesías que debía venir al mundo”. Así, el Mesías se encuentra con su pueblo, representado en el santo Simeón y también en Santa Ana, quien vivía dedicada al servicio de las funciones del templo.
La costumbre de ingresar con velas desde el atrio tiene el siguiente significado: así el Nuevo Pueblo de Dios, los miembros de la Iglesia Católica, imitan a la Virgen, que ingresó en el templo portando a su Hijo Jesucristo, Luz del mundo. De la misma manera a como la candela encendida aporta luz, calor y vida, así Jesús, Presentado en el templo, es luz de Dios, calor del Amor Divino y Vida divina. Otro significado es que, llevados por el Espíritu Santo al templo, también nosotros acudimos al encuentro  con nuestro Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, que está Presente en la Eucaristía, para ser iluminados por su luz divina[2]. Quien adora a Jesús Eucaristía, es iluminado por Él, y no vive en tinieblas, sino que tiene en sí la luz que da la Vida eterna.


[2] Es éste y no otro el sentido del Misal Romano cuando, en la oración de la Fiesta de la Presentación del Señor, dice así: “Unidos por el Espíritu, vayamos ahora a la casa de Dios a dar la bienvenida a Cristo, el Señor. Le reconoceremos allí en la fracción del pan hasta que venga de nuevo en gloria”.

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