Siguiendo
una piadosa y antigua tradición, la Iglesia celebra hoy la Presentación en el
Templo de la niña Santa María. El origen de esta fiesta mariana se encuentra en
el escrito apócrifo llamado “Protoevangelio de Santiago”[1]. En
él se relata que, siendo la Virgen una niña todavía muy pequeña, fue llevada al
templo de Jerusalén por sus padres San Joaquín y Santa Ana, en donde la dejaron
por un tiempo, junto con otro grupo de niñas, para ser instruida muy
cuidadosamente respecto a la religión y a todos los deberes para con Dios[2]. En
este día se recuerda también la dedicación, en el año 543, de la iglesia de
Santa María la Nueva, construida cerca del templo de Jerusalén. En realidad, al
ser presentada por sus padres, la Virgen sabía ya –debido a que estaba
iluminada por el Espíritu Santo, de cuya gracia estaba llena desde su Concepción
Inmaculada-, aun cuando fuera una niña muy pequeña, que había sido creada para “dedicarse”
solamente a Dios, por lo que, además de ser llevada por sus padres, Ella misma
hizo la ofrenda o “dedicación” o “consagración” de sí misma a Dios[3].
Según
los apócrifos, la Virgen María se nutría con un alimento especial que le
llevaban los ángeles, y que ella no vivía con las otras niñas sino en el
“Sancta Sanctorum”, al cual tenía acceso el Sumo Sacerdote sólo una vez al año[4].
Por
medio de esta consagración y servicio a Dios en el templo, María preparó su
cuerpo, y sobre todo su alma, para recibir al Hijo de Dios, viviendo en sí
misma la palabra de Cristo: “Bienaventurados más bien los que escuchan la
palabra de Dios y la practican[5].
Ahora
bien, en la Presentación de la Virgen debemos ver no solo a María Niña siendo
presentada ante Dios para servir de morada del Verbo y de templo del Espíritu
Santo: es un anticipo y un modelo de lo que sucedió con nuestras almas en el
momento del bautismo y de lo que debe suceder en nosotros por la gracia y por
la fe en cada comunión eucarística: así como la Virgen fue llevada al templo
para cumplir el designio divino, que desde toda la eternidad la había consagrado
y elegido para ser custodia del Verbo Encarnado y templo del Espíritu Santo,
así también nuestras almas, en el bautismo, fueron consagradas y elegidas para
ser convertidas por la gracia en templos del Espíritu Santo, y al igual que la
Virgen, que por la revelación del Arcángel recibió al Verbo Eterno de Dios en su mente
sapientísima, para luego recibirlo en su cuerpo purísimo, así también nosotros,
purificados por la gracia santificante, debemos recibir al Verbo Eterno de
Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, primero por la Fe, en la
mente, y luego por la comunión eucarística, en el cuerpo, esto es, en la
lengua. Al meditar en la Presentación de la Virgen, meditemos entonces cómo
debemos nosotros imitar a María en su amor a Dios Trino, pues desde toda la
eternidad fuimos elegidos y consagrados por el bautismo para ser, por la
gracia, templos vivientes del Altísimo.
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