La Santísima Virgen María, encinta por obra y gracia del
Espíritu Santo, al enterarse de que su prima Santa Isabel está también encinta,
se dirige, en un viaje largo y no exento de peligros, a visitarla para ayudarla
en su embarazo. Al llegar, sucede algo que va más allá de lo humano, ya que con
María viene Jesús y, con Jesús, el Espíritu Santo. La presencia del Espíritu
Santo es narrada por el Evangelio: “Así que Isabel oyó el saludo de María, su
criatura saltó de gozo en su seno y ella
quedó llena del Espíritu Santo”. Pero aun antes de “quedar llena del
Espíritu Santo”, es el mismo Espíritu Santo el que inspira a Santa Isabel para
que la salude a la Virgen, no al modo humano, como es de esperar, tanto más
siendo ambas parientes entre sí: en efecto, Santa Isabel no llama a la Virgen
según el parentesco, ni le da un saludo tal como lo hacemos los humanos como
cuando nos reencontramos luego de un largo tiempo en el que no vemos a nuestros
consanguíneos; Santa Isabel saluda a la Virgen con el título de “Madre de mi
Señor”, lo cual es equivalente a decir “Madre de Dios”, porque el Señor de
Santa Isabel es el Único Dios verdadero. La Virgen saluda a Santa Isabel e
Isabel queda “llena del Espíritu Santo”, pero también su hijo no-nato, Juan el
Bautista, puesto que “salta de alegría” en el seno de su madre, y esto no se
debe a causa natural alguna, puesto que se alegra porque el Espíritu Santo es
el que le hace saber, al niño Bautista que está en el seno de Isabel, que el
Niño que viene en el seno virgen de María, más que su primo, es el “Cordero de
Dios que quita los pecados del mundo”. La alegría que experimentan, tanto Santa
Isabel como Juan el Bautista, es una alegría sobrenatural, en cuyo origen se
encuentra Dios Espíritu Santo, que en cuanto Dios, es “Alegría infinita”. La alegría
de Isabel y el Bautista no es por causas humanas, es decir, no se debe al
reencuentro de dos parientes que no se ven desde hace tiempo, y al saber el
niño Bautista que quien venía en María Virgen era su primo: es una alegría sobrenatural,
celestial, divina, desconocida para el hombre, la alegría que el Dios que es “Alegría
infinita” les hace participar y esta alegría se debe a que Santa Isabel
reconoce, en la Virgen, no a su parienta, sino a la Madre de Dios, y hace que
el Bautista reconozca en Jesús, no a su primo, sino al “Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo”, tal como lo anunciará tiempo más tarde, en la edad
adulta, en el desierto. La Visitación de María Virgen, por lo tanto, a un alma,
es el hecho más grandioso que pueda acontecerle a un hombre en esta vida, porque,
como hemos visto, con María viene Jesús y, con Jesús, el Espíritu Santo, que Él
sopla sobre las almas junto al Padre, desde la eternidad.
Ahora bien, puesto que María Virgen es Madre y Modelo de la
Iglesia, y en Santa Isabel y el Bautista estamos representados los que hemos
recibido el bautismo sacramental, podemos parafrasear a Santa Isabel y
dedicarle a nuestra Santa Madre Iglesia el mismo saludo de Isabel a la Virgen,
diciendo así: “Bendita entre todas las iglesias, y bendito el fruto de tu seno
virginal, el altar eucarístico, el Hijo de Dios que prolonga su Encarnación en
la Eucaristía”. Y, como el Bautista, deberíamos saltar de alegría porque por la
Iglesia, a través del sacerdocio ministerial, por el poder del Espíritu Santo
que obra la transubstanciación –la conversión del pan en el Cuerpo y el vino en
la Sangre del Señor-, nos concede al Dios que es la Alegría en sí misma, Jesús
Eucaristía.
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