El
día Miércoles 24 de febrero la Virgen dice: “¡Penitencia! ¡Penitencia!
¡Penitencia! ¡Ruega a Dios por los pecadores!”. Acto seguido, le da un ejemplo
de cómo hacer la penitencia que con tanta insistencia pide: “¡Besa la tierra en
penitencia por los pecadores!”.
¿Qué
es la Penitencia? ¿Por qué tanta insistencia de la Virgen, al punto de repetir
por tres veces la misma palabra?
La
Penitencia –que deriva del latín paenitentia;
en griego, metánoia), significa la
conversión del pecador; con esta palabra se abarcan los actos interiores y
exteriores dirigidos a la reparación del pecado cometido. Aunque la penitencia
es también un sacramento, el cuarto, instituido por Cristo para devolver al
cristiano pecador la gracia perdida con el pecado, pero en el sentido en el que
lo pide la Virgen, es ante todo el primero, es decir, actos con los cuales se
busca reparar el pecado.
La
penitencia es necesaria para la conversión, que es a su vez un “cambio de
orientación” del corazón, que debe dejar de mirar a la tierra y las cosas
bajas, para elevar la vista del alma a Jesús, Sol de justicia, y así desear no
los bienes terrenos, sino los bienes eternos.
La
penitencia es necesaria para la conversión, porque se reconoce la presencia del
pecado, esto es, de todo lo malo que, surgiendo del corazón del hombre, lo
aparta de Dios; por otro lado, la penitencia es, ante todo, un profundo acto
interior, por el que se reconoce que en estado de pecado el hombre no agrada a
Dios y que, si quiere serle agradable, debe cambiar el corazón. Del modo en el
que lo pide la Virgen, podemos decir que, en este caso, se trata de una “penitencia
vicaria”, es decir, una penitencia hecha en nombre de y a favor de un pecador,
que por sí mismo no lo hace, y el objetivo es implorar, por la penitencia, la
conversión del corazón a Jesucristo, Sol de justicia.
La
importancia de la conversión, por medio de la penitencia, se constata al
comprobar que la conversión (metanoia) es el tema central de la predicación,
tanto del Bautista, así como de los otros profetas anteriores a él. Pero
incluso toda la predicación de Cristo se centró en la proclamación de la
penitencia y de la conversión como condición para poder entrar en el Reino (Mt 4,17; Lc 5,32: 13, 3-5).
Todo
el Evangelio nos revela que el mensaje de Cristo es una llamada a la conversión
profunda del corazón, a tal punto que la palabra corazón aparece en ellos 159
veces.
Sin
penitencia no hay conversión y sin conversión no es posible el ingreso en el
Reino de los cielos. La metánoia consiste en una conversión profunda, total,
definitiva, en un cambio de la vida del hombre, en un distanciamiento absoluto
del pecado y del mal para volverse a Dios y a Cristo en la fe. Ahora bien, el
arrepentimiento en realidad sigue siendo una iniciativa divina, va que tiene su
fuente en el don de Jesucristo y proviene de la misericordia del Padre, aunque es
también y sobre todo respuesta del hombre que, iluminado por Dios, toma
conciencia de estar en situación de pecado y decide un cambio en su existencia.
La
conversión consiste en una inversión en el movimiento interior del corazón, que
deja de estar orientado hacia la tierra, la oscuridad y el propio “yo”, para
elevar la mirada del alma a Jesucristo, Dios Hijo encarnado, y la señal de que
este cambio se está produciendo en el alma, es la disposición a negarse a sí
mismo y a cargar la cruz de cada día en pos de Jesús, para morir al hombre
viejo y nacer al hombre nuevo, el hombre que vive con la vida de la gracia. El
valor de la penitencia está en que nos lleva a la conversión. No solo nos
convertirnos del pecado sino que nos movemos hacia Dios y su vida. No hay
conversión profunda sin penitencia. En nuestros días, el mundo se ha alejado
radicalmente de Dios, puesto que sus Mandamientos no cuentan ya para nada para
la sociedad humana. Se ha cumplido lo que un filósofo decía, que había que
vivir “Etsi Deus non daretur”, es decir, “Como si Dios no existiera”. Pero un
mundo así, un mundo sin Dios y su Cristo, es un mundo no converso, inmerso en
las siniestras tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia, acechado y
dominado por las tinieblas vivientes, los Demonios, y lo peor de todo es que,
humanamente, el mundo sin Dios no puede revertir, por sí mismo, el camino que
él mismo ha elegido, el camino de la eterna perdición. Es por esto que la
Virgen nos pide, por medio de Santa Bernardita, y con tanta insistencia, la
penitencia, tanto por nosotros mismos, como la penitencia vicaria, por nuestros
hermanos, los hombres, para que convirtamos nuestros corazones al Amor de Dios.
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