Existen versiones del icono mariano llamado “De las siete espadas” que muestran a
Si tenemos en cuenta las versiones de esta imagen en las que el Niño Dios aparece muerto en el regazo de
Para poder rezar con el icono y para compartir el dolor de
Dice así
El segundo dolor, o la segunda espada, es provocado por los insultos que recibe Jesús en la cruz, y por la sangre que sale de sus heridas: “Al tiempo, pude oír a algunos diciendo que mi Hijo era un ladrón, otros que era un mentiroso, y aún otros diciendo que nadie merecía la muerte más que El. Al oír todo esto se renovaba mi dolor. Como dije antes, cuando le hincaron el primer clavo, esa primera sangre me impresionó tanto, que caí como muerta, mis ojos cegados en la oscuridad, mis manos temblando, mis pies inestables. En el impacto de tanto dolor no pude mirarlo hasta que lo terminaron de clavar”.
El tercer dolor o tercera espada es causado por el dolor y la amargura que experimenta Jesús en la cruz, por el abandono de sus amigos: “Viéndome a mí y a sus amigos llorando desconsoladamente, mi Hijo gritó en voz alta y desgarrada diciendo: ‘¿Padre, por qué me has abandonado?’ Era como decir: ‘Nadie se compadece de mí sino tú, Padre’. Entonces sus ojos parecían medio muertos, sus mejillas estaban hundidas, su rostro lúgubre, su boca abierta y su lengua ensangrentada. Su vientre se había absorbido hacia la espalda, todos sus fluidos quedaron consumidos como si no tuviera órganos. Todo su cuerpo estaba pálido y lánguido debido a la pérdida de sangre. Sus manos y pies estaban muy rígidos y estirados al haber sido forzados para adaptarlos a la cruz. Su barba y su cabello estaban completamente empapados en sangre”.
El cuarto dolor del Corazón de María lo causan el tremendo padecer que su Hijo experimenta en la cruz, estando ya crucificado: “En ciertos momentos, el dolor en las extremidades y fibras de su lacerado cuerpo le subía hasta el corazón, aún vigoroso y entero, y esto le suponía un sufrimiento increíble. En otros momentos, el dolor bajaba desde su corazón hasta sus miembros heridos y, al suceder esto, se prolongaba la amargura de su muerte”.
El quinto dolor se debe a la agonía de Jesús crucificado: “Sumergido en la agonía […] su dolor por el dolor de sus amigos excedía toda la amargura y tribulaciones que había soportado en su cuerpo y en su corazón, por el amor que les tenía. Entonces, en la excesiva angustia corporal de su naturaleza humana, clamó a su Padre: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu’. Cuando yo, Madre suya y triste, oí esas palabras, todo mi cuerpo se conmovió con el dolor amargo de mi corazón, y todas las veces que las recuerdo lloro desde entonces, pues han permanecido presentes y recientes en mis oídos”.
El sexto dolor es provocado por la agonía de Jesús: “Cuando se le acercaba la muerte, y su corazón se reventó con la violencia de los dolores, todo su cuerpo se convulsionó y su cabeza se levantó un poco para después caérsele otra vez. Su boca quedó abierta y su lengua podía ser vista toda sangrante. Sus manos se retrajeron un poco del lugar de la perforación y sus pies cargaron más con el peso de su cuerpo. Sus dedos y brazos parecieron extenderse y su espalda quedó rígida contra la cruz. Entonces, algunos me decían: ‘María, tu Hijo ha muerto’. A medida que todos se iban marchando, vino un hombre, y le clavó una lanza en el costado con tanta fuerza que casi se le salió por el otro lado. Cuando le sacaron la espada, su punta estaba teñida de sangre roja y me pareció como si me hubieran perforado mi propio corazón cuando vi a mi querido hijo traspasado”.
El séptimo Dolor es provocado por la visión de su Hijo ya muerto: “Después lo descolgaron de la cruz y yo tomé su cuerpo sobre mi regazo. Parecía un leproso, completamente lívido. Sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca tan fría como el hielo, su barba erizada y su cara contraída.
Sus manos estaban tan descoyuntadas que no se sostenían siquiera encima de su vientre. Lo tuve sobre mis rodillas como había estado en la cruz, como un hombre contraído en todos sus miembros. Tras esto lo tendieron sobre una sábana limpia y, con mi pañuelo, le sequé las heridas y sus miembros y cerré sus ojos y su boca, que había estado abierta cuando murió. Así lo colocaron en el sepulcro. ¡De buena gana me hubiera colocado allí, viva con mi Hijo, si esa hubiera sido su voluntad! […] ¡Mira, hija mía, cuánto ha soportado mi Hijo por ti!”.
De la descripción de
Por esto, podemos decir que los dolores de
Al contemplar el icono de Las siete espadas, hagamos el firme propósito de no solo no cometer jamás un pecado mortal, y ni tan siquiera uno venial, sino de amar, con todas las fuerzas de nuestro ser a Cristo crucificado, que por nosotros muere en la cruz.
Es imposible comentar nada, quedamos sin palabras... solo sentir un amargo dolor compartido en el alma. Benditos los dos.
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