jueves, 18 de diciembre de 2014

María, ideal y fundamento de nuestra fe en Cristo Eucaristía



Por haber sido la Única entre las creaturas humanas en recibir en su seno virginal a la Palabra de Dios Encarnada, por haber acogido en su interior y haber revestido de su carne al Verbo de Dios, por haber abierto su corazón y su alma y haberlos transformado en sede y tabernáculo para el Unigénito del Padre, para que este tomase forma humana de su forma humana, María es el ideal más hermoso y elevado y a la vez el fundamento de nuestra fe en la Encarnación y en Cristo Eucaristía, prolongación y continuación de la Encarnación.
María es el ideal más precioso y elevado tanto de la alianza de la naturaleza humana con la gracia divina, como de la razón con la fe[1]. Por eso se puede hacer una comparación entre la recepción de la Palabra Encarnada en el seno de María y la recepción de la divina Revelación y la fe en la Eucaristía, en la razón humana.
María, esposada con el Espíritu Santo, concibió por obra de este Espíritu Santo a la Persona del Verbo Eterno y dio al Verbo de su misma substancia para formar el cuerpo y la carne del Verbo para que fuera el “Verbo Encarnado” y fuese presentado al mundo en manera visible; del mismo modo, la razón humana, esposada en la fe con el Espíritu Santo, recibe en su seno a la sabiduría divina contenida en la Palabra de Dios y comunicada por el Espíritu Santo, la reviste con sus palabras humanas y la expresa con sus representaciones humanas[2].
Sin embargo, en nuestra consideración de tomar a María como modelo de nuestra fe debido a que nuestra razón recibe, como María, a la Sabiduría divina, y la expresa –como María- con un revestimiento humano –las palabras-, podríamos ser tentados a pensar que nuestra fe en Dios, pensada y expresada en términos humanos, agote la realidad creída, es decir, exprese en su totalidad el ser divino en quien se cree. No sucede así, debido a la grandeza y a la insondabilidad del ser divino. Del mismo modo a como María dio a luz al Verbo Encarnado, es decir, al Unigénito de Dios revestido con forma humana y por lo tanto no era un simple hombre y todo aquel que lo contemplaba no contemplaba un simple hombre sino el misterio del Hombre-Dios, un hombre que, aunque se expresaba en modo humano tenía en sí una naturaleza distinta a la humana porque subsistía en una persona no humana sino divina, la Persona del Verbo del Padre, así nuestros pensamientos y nuestras palabras humanas, al pensar y expresar la sabiduría divina con términos humanos, no agotan ni expresan toda la realidad del ser divino al cual pretenden expresar.
Aún recibiendo la razón humana esta Sabiduría divina y expresándola con su máxima capacidad de expresión, aún iluminada por el Espíritu Santo, no puede la razón humana reflejar el misterio de la Verdad divina con la misma grandeza y majestad que le pertenecen a esta Verdad. Sólo en la luz de la gloria podrá la razón humana, ya sin el obstáculo de las limitaciones terrenas, informada por la naturaleza divina, podrá expresar toda la grandeza del misterio divino –en realidad, ni siquiera allí podrá hacer esto la razón humana, porque el misterio del ser divino permanece y permancerá oculto para siempre aún a las mentes angélicas, pero al menos lo hará con más claridad que en la vida presente. Por eso, aún expresado en términos humanos, iluminados y sugeridos por el Espíritu Santo, el misterio de Dios permanecerá por siempre inaccesible a la razón humana y a la inteligencia angélica.
María es entonces nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra fe en Dios, al servirnos como modelo para nuestra recepción del Verbo en nuestros corazones y en nuestras mentes, en nuestro ser. Pero María es también nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra realeza: imitando a María en la recepción de la Palabra de Dios, nuestro ser y nuestra razón se ven, como María, elevados a una dignidad infinitamente superior a la dignidad humana.
Así como a María el hecho de ser la Madre de Dios le significó el pasar de humilde sierva a Reina de todo el universo, visible e invisible, y poseer la dignidad más excelsa, así para la razón humana, no hay una distinción más alta que el hecho de ser llamada a aceptar la fe en el Hombre-Dios Jesús. La razón humana, iluminada por la fe en Jesús, se ve elevada a una dignidad infinitamente superior a la dignidad que pueda conceder cualquier otra cosa.
Como María, que aún siendo elevada a la dignidad de Madre de Dios, conserva la humildad de la esclava del Señor, así la razón humana, dignificada por el conocimiento de la fe, debe conservar su humildad, reconociendo siempre la superioridad de la Sabiduría divina sobre la humana.
Así como María recibió en su seno virginal la Palabra de Dios Encarnada, así nosotros debemos recibir a Cristo, Resucitado y Glorioso, que prolonga su encarnación en las especies del pan.




[1] Cfr. Matthias Josep Scheeben, Los misterios del cristianismo, ...
[2] cfr. Scheeben, ...

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