sábado, 24 de marzo de 2018

Santa Misa en reparación por destrucción sacrílega de imagen de Nuestra Señora de Luján




(Nota: el sacrílego acto, la incineración de una imagen de Nuestra Señora de Luján, sucedió a comienzos del mes de marzo en la localidad de Escaba, provincia de Tucumán, Argentina).


         Cuando se produce un hecho sacrílego, como es el atentar contra la imagen de la Madre de Dios –en este caso, la Virgen de Luján-, es necesario hacer una serie de consideraciones y reflexiones, a fin de reparar el horrible hecho.
         Ante todo, conviene recordar la Escritura en el pasaje que dice: “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef, 6, 13). La Escritura nos advierte, desde el inicio, que nuestros verdaderos enemigos contra los cuales debemos luchar, no son nuestros prójimos, seres humanos de carne y hueso, sino contra los ángeles caídos, los ángeles rebeldes y apóstatas que buscan, de todas las formas posibles, nuestra condenación. Esto es necesario tenerlo en cuenta porque nuestra actitud de cristianos para con aquellos hermanos nuestros que hayan cometido el acto sacrílego, debe estar guiada por el mandato de Cristo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por quienes os persiguen” (Mt 5, 44). No significa que debemos condescender con su pecado de sacrilegio y hacer como si nada hubiera pasado: lejos de eso, y valorando la gravedad inmensa del daño realizado y por lo tanto del estado de su alma, debemos rechazar todo sentimiento de venganza e implorar la misericordia divina pidiendo por su conversión y contrición perfecta. Nuestro prójimo, a su vez, arreglará sus cuentas con Dios, porque “de Dios nadie se burla” (Gál 6, 7) y nada se escapa a su Justicia Divina. Precisamente, para que esa Justicia Divina sea benigna y para que sobre nuestro prójimo se descargue la Divina Misericordia y no la Justicia Divina, es que debemos rezar e implorar su perdón y su conversión.
         Por otro lado, debemos tener en cuenta la gravedad del acto en sí mismo y saber que, si bien no estamos al tanto de las intenciones últimas de quien realizó un acto de esta gravedad, lo que sí podemos afirmar es que un atentado contra Jesucristo, la Virgen, los Santos, la Iglesia Católica, implica siempre algo más que un delito que deba ser resuelto por la justicia humana: implica la acción del odio preternatural del Ángel caído que, aprovechándose de nuestra humana debilidad, incita a nuestros hermanos que andan “en tinieblas y en sombras de muerte” a cometer estos actos vandálicos. No sabemos si quien perpetró el hecho lo hizo movido por el deseo de un pacto satánico, porque bien puede suceder que sea totalmente inconsciente y ajeno a esto. Pero lo que sí sabemos es que siempre, detrás de este tipo de acciones, está la instigación demoníaca, es decir, detrás de estos hechos, si bien el ejecutor material es el hombre, el ejecutor formal y el autor intelectual es, siempre y en todo caso, el demonio. Que sea una acción concertada por una secta satánica; que sea parte de un pacto satánico aislado de la persona, no lo sabemos, pero siempre está el Demonio, la Serpiente Antigua, detrás del ataque a las imágenes religiosas, sobre todo, las de la Virgen.
         Otro hecho a considerar es que, cuando sucede algo así, el cristiano tiene un deber de justicia y de caridad que lo obliga a reparar la ofensa sufrida por la Virgen, como en este caso, según la sentencia de Santo Tomás de Aquino: “Callar las injurias contra la propia persona es virtud; callar las injurias contra Dios, es suma impiedad”.
         En esta Santa Misa de reparación, pediremos por lo tanto la gracia de la contrición perfecta del corazón para quien perpetró este horrible sacrilegio, además de reparar y pedir perdón, no solo por este hecho, sino también por nuestras propias faltas, cometidas casi siempre de manera inconsciente –“el justo peca siete veces al día” dice la Escritura[1]- o no, pero que también necesitan reparación.
         En esta Santa Misa ofrecida en reparación, unámonos, en espíritu y en verdad, al Cordero de Dios, Cristo Jesús, que desciende sobre el altar con su cruz en la consagración para entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar su Sangre en el Cáliz y hagámoslo con el mismo amor con el que la Virgen Santísima, al pie de la cruz, ofreció a su Hijo y se ofreció a sí misma por nuestra salvación y la de todo el mundo.


[1] Proverbios 24, 16.

miércoles, 21 de marzo de 2018

La finalidad de la Legión de María y cómo obtenerla de la mejor manera



         
         Dice el Manual del Legionario que la finalidad de la Legión de María es “la gloria de Dios por medio de la santificación personal de sus propios miembros mediante la oración y la colaboración activa –bajo la dirección de la jerarquía- a la obra de la Iglesia y de María: aplastar la cabeza de la serpiente infernal y ensanchar las fronteras del reinado de Cristo”[1].
         Ahora bien, el mismo Manual especifica cuál es la mejor manera por la que la Legión obtendrá su finalidad y es mediante la consagración a María según el Método de San Luis María Grignon de Montfor: “Sería de desear que los legionarios perfeccionasen su devoción a la Madre de Dios” mediante las obras de San Luis María Grignon de Montfort, “La verdadera devoción a la Santísima Virgen” y “El secreto de María”.
         No se trata simplemente de leer y meditar en dichas obras
–que sí hay que hacerlo-, sino ante todo, de consagrarnos al Inmaculado Corazón de María por medio de estas obras de San Luis María. Así dice el Manual: “Esta devoción exige que hagamos con María un pacto formal por el que nos entreguemos a Ella con todo nuestro ser: nuestros pensamientos, obras, posesiones y bienes temporales, pasados, presentes y futuros, sin reservarnos la menor cosa, ni la más mínima parte de ellos”[2]. El Manual nos propone, entonces, que para alcanzar el fin propio de la Legión de María, no basta con ser devoto de María, ni con meramente meditar sus virtudes: es necesario, dice el Manual, “hacer un pacto formal con María”, pacto mediante el cual le entregamos todo lo que somos y tenemos, con nuestros bienes tanto temporales como espirituales, y esto según la espiritualidad de San Luis María Grignon de Montfort, que implica la consagración a María según el método de este propio santo. El pacto es un pacto de amor y no de amor humano, sino sobrenatural, es decir, es un pacto de amor sobrenatural, celestial, por el cual nuestra vida y nuestro ser todo, queda ligado e íntimamente unido a la vida y al ser de María. La imagen que usa el Manual y también San Luis María para ejemplificar este pacto entre el legionario y María es la del esclavo, aunque es una imagen imperfecta, porque no solo quedamos entregados al servicio total de María, sino que, interiormente, nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestro ser, quedan indisolublemente unidos a María por el amor, lo cual no sucede entre el esclavo y el amo terrenos, de donde se toma la imagen.
         Consagrarnos a María según el Método de San Luis María Grignon de Montfort debería ser el objetivo de toda la Legión y de cada legionario, para así mejor cumplir la finalidad de la Legión: bajo las órdenes de María, aplastar la cabeza de la serpiente infernal.


[1] Cfr. Manual del Legionario, II.
[2] Cfr. ibidem.

sábado, 17 de marzo de 2018

María Santísima es la Madre de la Legión y de todo legionario



         El legionario tiene su honra en ser llamado “hijo de María”, por lo que la meditación y profundización en esta verdad de la maternidad mariana es elemento esencial en la devoción de la Legión[1]. En otras palabras, la devoción mariana del legionario es esencialmente filial, por cuanto la relación con María Santísima es vivida como la relación de una madre con su hijo.
         La Virgen fue elegida desde la eternidad para ser la Madre de Dios y quedó constituida como tal en el momento del Anuncio del Ángel, que es cuando se produce la Encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo en su seno virginal. Hasta el Anuncio del Ángel, María Santísima era solo Virgen; luego de su “Sí” a la voluntad del Padre –“He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según has dicho”[2]-, María Santísima se convierte en Madre de Dios, sin dejar de ser Virgen. Pero el designio de Dios Trino era que María Santísima no solo fuera Madre de Dios Hijo, sino que fuera también Madre adoptiva de los hijos adoptivos de Dios, es decir, los bautizados en la Iglesia Católica. Este designio divino se cumplió el Viernes Santo, en la cima del Monte Calvario, antes de la muerte del Redentor. Antes de morir, Jesús nos dejó aquello que más amaba en esta tierra, su Madre amantísima y el don de María como Madre nuestra ocurrió luego de que Jesús dijera a María: “Mujer, éste es tu hijo”, y a Juan: “Ésta es tu madre” (Jn 19, 26-27). Si bien las palabras fueron dichas a la persona del Evangelista Juan, puesto que en él estábamos representados todos los hombres nacidos a la vida de la gracia, debemos considerar esas palabras de Jesús como dichas a todos y cada uno de nosotros, de modo personal. En otras palabras, el don de Jesús de María como Madre, no es hecho solo a Juan Evangelista: en él, todos y cada uno de nosotros, hemos recibido el más grande regalo del Amor de Dios después de la Eucaristía, y es a María como Madre nuestra.
         Porque “somos verdaderamente hijos de María” –dice el Manual del Legionario- es que “hemos de portarnos como tales”, es decir, debemos comportarnos como hijos de la Madre de Dios, que es lo mismo que decir “hijos de la luz”. Es necesaria esta consideración, porque no hay términos intermedios: quien no se comporta como hijo de la luz, es decir, como hijo de María, se comporta como hijo de las tinieblas, es decir, como hijo del Demonio. No hay término medio posible, de ahí la importancia de meditar y reflexionar, una y otra vez, en nuestra condición de hijos de María.
         Para tener una idea de qué es lo que significa “comportarnos como hijos de María”[3], podemos acudir a la imagen de un niño pequeño, muy pequeño, casi recién nacido, con relación a su madre: así como el niño se dirige en todo a su madre y depende de ella para literalmente vivir, así el legionario debe considerarse a sí mismo como “hijo pequeño, dependiente de la Virgen en todo”.
         Esto significa que, así como el niño pequeño acude a su madre para recibir de ella el alimento, la guía, el cuidado, la instrucción, el consuelo en sus angustias, así el legionario debe acudir a María para recibir de Ella el alimento del alma, la Eucaristía; la guía de la mente y el corazón, la gracia de su Hijo Jesús; la instrucción en las cosas de Dios, porque solo María es la verdadera y única Maestra que nos enseña con la sabiduría divina; el consuelo de su Corazón Inmaculado en todo momento. Y así también como un hijo pequeño, cuando se extravía en el sendero del bosque, llama a su madre para que venga en su auxilio para que lo proteja de las bestias feroces y lo conduzca por el camino seguro, así el legionario acude a María si, por algún infortunio, ha perdido el camino y se encuentra envuelto en las tinieblas del pecado y acechado por las sombras vivientes, los ángeles caídos, para que María lo tome entre sus brazos y lo conduzca por el Único Camino que conduce a Dios –porque ese Camino es Dios en sí mismo-, Cristo Jesús. Solo como hijos de nuestra Madre celestial, María Santísima, los legionarios podremos, unidos a nuestro Hermano Mayor, Jesús, llevar a cabo la meta de esta vida terrena: combatir y vencer el pecado y vivir en gracia santificante hasta el último suspiro.


[1] Cfr. Manual del Legionario, V, 4.
[2] Cfr. Lc 1, 38.
[3] Cfr. Manual del Legionario, V, 4.

martes, 6 de marzo de 2018

La Legión contempla a María en su Inmaculada Concepción y de Ella obtiene toda su fuerza



         La primera característica de la devoción legionaria es una gran confianza en Dios Uno y Trino y en su infinito, eterno, inagotable e incomprensible Amor que Él nos tiene a todos y cada uno de los seres humanos[1]. Ese Amor se demuestra en el deseo que Dios tiene de que “todos los seres humanos seamos salvados” (cfr.1 Tim 2, 4). La Legión tiene, por lo tanto, en el Amor de Dios, su primer objeto de devoción.
         Ahora bien, ese Amor de Dios se “materializa” en Jesús, Dios Hijo encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que se ofrece, en el altar del Calvario y en el Nuevo Calvario, que es la Santa Misa, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, para que uniéndonos a Él en la Eucaristía, se cumpla el divino designio de salvación para nosotros. Y puesto que el Hijo de Dios, encarnación de la Divina Misericordia, viene a nosotros por medio de María Santísima, dice el Manual del Legionario que, en segundo término –inmediatamente luego del Amor de Dios-, la devoción del legionario se dirige a María Santísima, la Mujer del Génesis, del Calvario y del Apocalipsis, por cuyo intermedio nos viene la salvación, Cristo Jesús. Dice así el Manual del Legionario: “La Legión vuelve sus ojos, en segundo término, a la Inmaculada Concepción de María”[2]. Es decir, la Legión contempla a María no de cualquier modo, sino en su condición de ser María la “Inmaculada Concepción”.
Es decir, es verdad que María Santísima posee innumerables virtudes, dones y gracias, que superan en santidad, inimaginablemente, a los ángeles y santos más santos entre todos, pero la Legión presta atención en aquella condición de María Santísima que es la condición por la cual Ella recibe todos sus dones, gracias y privilegios de parte de la Trinidad, y es la condición de María de ser la Inmaculada Concepción. A esto se refiere el Manual cuando refiriéndose al segundo término de la devoción del legionario, afirma que la Legión “vuelve los ojos a la Inmaculada Concepción”, porque es el don primigenio que hará que María sea luego Madre de Dios, y luego Corredentora, Mediadora de todas las gracias, etc.
Los iniciadores de la Legión comprendieron que el Amor de Dios encarnado, Cristo Jesús, venía a través de la Inmaculada Concepción de María y es la razón por la cual “los primeros socios se reunieron alrededor de un altarcito de la Inmaculada”[3]. Es por este motivo que, desde el punto de vista espiritual, la primera jaculatoria de la Legión fue en honor y en acción de gracias al privilegio de la Virgen de ser la Inmaculada Concepción, porque fue el privilegio por el cual la Virgen recibió luego todos los otros dones, privilegios, gracias y mercedes inenarrables con las cuales la Santísima Trinidad adornó su ya preciosísima e inmaculada alma. Entre esos privilegios –además del privilegio incomparable de ser Virgen y Madre de Dios- la Virgen fue concebida sin la mancha del pecado original para que, por su pureza y humildad, fuera la que “aplastara la cabeza del Dragón”, ya que Dios la hacía ser partícipe de su omnipotencia divina.
         En las Sagradas Escrituras se narra que, luego de la caída de Adán y Eva en el pecado de soberbia –pecado en el que cayeron por escuchar la voz de la Serpiente Antigua y no la voz de Dios-, Dios envía a la Mujer y a su descendencia para vencer a la Serpiente. Esa Mujer es María Santísima, la Inmaculada Concepción la cual, al ser concebida sin pecado original y también inhabitada por el Espíritu Santo, habría de participar de la omnipotencia divina y con ese divino poder, habría de “aplastar la cabeza de la Serpiente infernal”. Es decir, desde el inicio de los tiempos, Dios anuncia que, frente a la impureza y malicia del Ángel caído y a la desobediencia del primer hombre y de la primera mujer, Él habría de contraponer la Pureza Inmaculada de la Virgen y Madre de Dios y a su descendencia, Dios Hijo encarnado y todos los que recibieran la divina filiación por el bautismo. Y aunque los respectivos linajes habrían de luchar hasta el fin del mundo, Dios en Persona asegura el triunfo definitivo y total de los hijos de la Inmaculada.
Desde la caída de Adán y Eva y hasta el regreso definitivo en la gloria de Dios Hijo, se desarrollaría una lucha entre los hijos de la Inmaculada y los hijos de la Serpiente, pero a pesar del aparente triunfo de los hijos de las tinieblas, Dios en Persona, cuyo Espíritu Santo inhabita en el Inmaculado Corazón de María, obtendría a través de la Virgen un completo y total triunfo sobre el Príncipe de las tinieblas y los hombres perversos con él confabulados: “Pongo hostilidad entre ti y la Mujer, entre tu linaje y el suyo. Él pisará tu cabeza –triunfo definitivo de los hijos de la Virgen- cuando tú hieras su talón –triunfo parcial y aparente de los hijos de las tinieblas-” (cfr. Gén 3, 15).
         La Legión acude a estas palabras de Dios dichas a Satanás, dice el Manual, “a fin de beber en ellas como en la fuente de su confianza y fortaleza en su lucha contra el pecado”[4]. Es decir, la Legión tiene, en la Inmaculada Concepción de María, la certeza total y absoluta de que por Ella recibirá la fortaleza divina necesaria para vencer a la tentación y al pecado. Para reforzar esta idea el Manual del Legionario -citando al Concilio Vaticano II[5]- afirma que  “en la Escritura se presenta la figura de una Mujer, Madre del Redentor, por quien está prevista la promesa, dada a nuestros primeros padres, de una victoria sobre la Serpiente” (cfr. Gén 3, 15)[6].
         Ahora bien, no basta con el solo hecho de ser bautizados, para formar parte del Ejército de María –Ejército victorioso porque ha recibido la promesa de victoria de parte del mismo Dios-, sino que el pertenecer a este victorioso Ejército es una tarea a la que todo legionario debe aspirar: “La Legión aspira a ser linaje de María, su Descendencia en el pleno sentido de la palabra, porque en esto radica la promesa de la victoria”[7]. El Manual dice que la Legión aspira a ser linaje de María, y no aspiraría si es que ya formara parte. Forma parte del linaje de María quien, desde la Legión, se esfuerza por vivir según los Mandamientos de Dios y según los Estatutos de la Legión. Por ejemplo, un legionario que no rece, que no se mortifique, que no sea misericordioso con su prójimo, no forma parte del Ejército de María y las promesas de victoria final sobre el Demonio, el pecado y la muerte no se aplican a dicho legionario. De ahí que el legionario que se precie de serlo, debe luchar, auxiliado por la gracia, contra la pereza espiritual.
        


[1] Cfr. Manual del Legionario, V.
[2] Cfr. Manual, V, 3.
[3] Cfr. Manual, V, 3.
[4] Cfr. Manual, V, 3.
[5] La Constitución Lumen Gentium, en su número 55.
[6] Cfr. Manual, V, 3.
[7] Cfr. Manual, V, 3.