martes, 24 de enero de 2012

Los misterios de la Virgen María (IV)



La Presentación del Señor
         En esta fecha, la Iglesia nos propone la siguiente escena: una joven mujer hebrea, con su hijo recién nacido en sus frágiles brazos, ingresa al Templo, acompañada a una respetuosa distancia por su esposo. El matrimonio ha ido a cumplir con el precepto legal de hacer la ofrenda del primogénito a Yahvéh. Una vez en el Templo, se acerca a la madre con su hijo, primero una anciana, y luego otro anciano, que la felicitan por el niño recién nacido.
         La escena de la Presentación del Señor, vista con los ojos del cuerpo, y a la luz de la razón natural, no pasa de ser esto: un joven matrimonio que cumple con el precepto legal, es saludado por unos ancianos y es felicitado por su hijo, como sucede en muchas ocasiones.
         Sin embargo, a la luz de la fe, la escena posee otros matices: la joven madre es la Virgen María, la Madre de Dios, que lleva en sus brazos a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, por lo que sus brazos no son frágiles, sino más fuertes que el acero, pues sostienen al Creador del universo; el esposo es sólo esposo legal, pues la joven madre era Virgen antes del parto, permaneció Virgen durante el parto, y continúa Virgen por toda la eternidad; la anciana es en realidad una mujer llena del Espíritu Santo, que profetiza acerca del Niño; el anciano no es un anciano más, sino un hombre lleno del Espíritu Santo, que iluminado por el mismo profetiza acerca del Niño pero también sobre la Madre, y es por esta profecía que los saludos y felicitaciones por el Niño recién nacido, que suelen darse a las jóvenes madres, se convierten en augurios de dolor y pesar, porque ese Niño, cuando adulto, será traspasado por los clavos en la Cruz, y ya muerto, será traspasado en su Corazón por una lanza, la cual herirá sin herir también al Corazón de la Madre: “Una espada de dolor te atravesará el corazón”.
         Por último, el Niño que es llevado por su Madre, no es un niño más: es Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, para que los hombres se hagan Dios. El Niño, llevado por la Madre Virgen, es el Salvador de los hombres, por medio de su sacrificio en cruz.
         Cuando se trata de los misterios de la Virgen María, nada es lo que parece, y lo que es, viene de Dios Uno y Trino.

lunes, 23 de enero de 2012

María, Reina de la paz


          
          María es Reina de la paz porque Ella nos trae a Jesús, Dador de paz, y por eso, la paz que da María como Reina es la misma paz de Jesús, que es la paz de Dios y no la del mundo: “Mi paz os dejo, mi paz os doy; no como la da el mundo” (Jn 14, 27). La paz de Jesús –y la paz de la Virgen- no es la paz del mundo: esta es una mera no beligerancia, una simple ausencia de conflictos, lograda siempre a costa de sangre y fuego; la paz del mundo es una paz meramente exterior, conseguida por la violencia, por la supresión violenta de los que se oponen al orden mundano establecido.
         Como la del mundo, la paz de Cristo se consigue también a sangre y fuego, pero la Sangre de su Corazón y el Fuego de su Amor; a diferencia de la paz del mundo, la paz de Cristo es una paz interior, profunda, que radica en lo más hondo del ser y del alma, y es concedida por Él desde la Cruz antes de morir, al perdonarnos el pecado de deicidio, como dice Luisa Piccarretta: “Os perdono y os doy la paz”.
         María es Reina de la paz porque nos trae a Cristo, paz de Dios, que nos reconcilia con Dios, y si Cristo nos reconcilia con Dios, Ella nos reconcilia con Cristo, como dice San Luis María Grignon de Montfort: “A Cristo por María”. Según este santo, si María no nos da su paz, si María no nos reconcilia con Cristo, difícilmente podremos ser recibidos favorablemente por Él.
         María es entonces Reina de la paz, por traernos a Cristo, Rey de paz, y por pacificar nuestros corazones, rebelados contra Dios, con la misma paz de Cristo.

miércoles, 18 de enero de 2012

Los misterios de la Virgen María (III)



“Y entrando ante ella, el ángel dijo: ‘Alégrate, Llena de gracia’” (Lc 1, 28). Mientras los hombres dan un nombre a la Madre de Jesús –“El nombre de la Virgen era María” (Lc 1, 27)-, el ángel saluda a la Virgen con otro nombre, dado por Dios: “Alégrate, Llena de gracia”. Para el Pueblo Elegido, el nombre era muy importante, puesto que era sinónimo de la persona[1]. En el caso de la Virgen María, es doblemente importante, desde el momento en que es un nombre puesto por el mismo Dios, y porque cuando Dios pone un nombre, realiza al mismo tiempo lo que significa[2]. ¿Qué quiere decir entonces este nombre, “llena de gracia”?
Para el evangelista Lucas, “gracia” quiere decir tanto hermosura y belleza física, externa, como también la hermosura y la belleza interior, concedidas por el favor y la benevolencia divina. En el caso de la Virgen María, “gracia” significa ambas cosas, puesto que María es la creatura más hermosa jamás creada por Dios, es Aquella que por su belleza deslumbra no solo a los ángeles sino al mismo Dios. María es la “llena de gracia” porque todo en Ella es amor, bondad, donaire, benevolencia; María es “llena de gracia” porque supera en hermosura a todos los ángeles y a todos los santos juntos, y la distancia entre su hermosura y la de los ángeles y santos es tan distante de la nuestra como dista la de Ella con la de Dios.

Pero hay algo más en el nombre dado por Dios, y es que Dios decide darle este nombre porque María, desde su Concepción, es ya hermosa, porque es concebida inmaculada, sin mancha de pecado original, esto es, sin malicia, sin capacidad de pensar, desear, obrar el mal, y no solo eso, sino que al no estar inficionada por el pecado original, María Santísima solo piensa, desea y obra el bien, lo cual quiere decir que solo piensa en Dios, solo ama a Dios, y solo obra por Dios y para Dios. Y porque Ella es Inmaculada, La sin mancha, es que es también la “Llena de gracia”, porque la hermosura resplandeciente de su Corazón sin mancha atrae al Amor de Dios, el Espíritu Santo, que al verla tan admirablemente hermosa, decide hacer de su Corazón su morada, y es esto lo que significa en última instancia: “Llena de gracia”: “Llena del Espíritu Santo”. María, creada en gracia, sin mancha de pecado original, atrae al Amor divino, que decide tomar posesión del Corazón de María y hacer de este Corazón puro y hermoso su más agradable morada. La creada en gracia se vuelve morada de la Gracia Increada.

¿Y nosotros? ¿No somos hijos de la Virgen? ¿No estamos también llamados a imitar a nuestra Madre del cielo? Por supuesto, pero aquí se nos presenta un escollo insalvable: nacimos no en gracia, sino con el pecado original, lo cual aleja al Espíritu Santo de nuestros corazones. ¿Esto quiere decir que nunca podremos ser parecidos a nuestra Madre? Sí, porque la Santa Madre Iglesia viene en nuestro auxilio, y por el sacramento de la confesión, nuestra alma queda en gracia, y por el sacramento de la Eucaristía, nuestra alma se llena de la Gracia Increada, Jesús. Por la Confesión y la Eucaristía, sí podemos ser como María, “llenos de gracia”.


[1] Cfr. Lesètre, Nom., en Dict. Biblique, t. 4; en Lucien Deiss, María, Hija de Sión, 104.
[2] Cfr. Lucien Deiss, María, Hija de Sión, Ediciones Cristiandad, Madrid 1964, 104ss.

Los misterios de la Virgen María (II)



La Virgen María vive, en los cielos y por la eternidad, en un estado de continua, perpetua, perfectísima alegría, una alegría que comenzó en el día de su Concepción Inmaculada, pero que se hizo más viva y presente en el momento de la Anunciación. El saludo del ángel Gabriel a María Santísima supuso para Ella el comienzo de una alegría celestial, que no habría de terminar nunca más, ni en el tiempo de su vida terrena, ni por supuesto en la eternidad, en donde goza para siempre, por siglos infinitos, de esa alegría.
Al saludarla, el ángel utiliza una expresión usada en esos días, que traducida del griego “jaire”, significa “alégrate”, o “alegría a ti”, y si bien, como sucede con las palabras de uso cotidiano frecuente, había perdido la fuerza de su expresión, quedando reducida al equivalente del nuestro “buenos días”[1], en el saludo del ángel Gabriel a María no solo recobra todo su sentido primigenio, sino que adquiere una fuerza y un sentido que antes no tenía.
Cuando el ángel saluda a María utilizando la expresión “alégrate”, no está usando una expresión rutinaria, por más cortés que pueda ser: en el saludo está contenida la causa de la alegría que anuncia, porque la causa de la alegría de la Virgen, es el haber sido elegido por Dios Uno y Trino, por su Pureza Inmaculada y por su condición de Llena de Gracia, para ser Madre de Dios. El anuncio del ángel agrega entonces otro misterio celestial al misterio de María Inmaculada, y es que su alegría no tendrá fin, ni en esta vida ni en la otra, porque ha sido elegida para alojar en sí misma a la Palabra de Dios, que luego se donará como Pan de Vida eterna.
Pero el misterio de María no se agota nunca en María, como tampoco se agotan su amor y su bondad por los hombres, sus hijos adoptivos, adquiridos por Ella al pie de la Cruz. El amor y la bondad de María hacen que Ella quiera comunicar de su misma alegría a sus hijos, y lo hará por medio de la Iglesia, de quien María es Madre y Modelo.
A través de la Iglesia nosotros, que vivimos en el tiempo, en este “valle de lágrimas”, somos hechos partícipes de la misma alegría de la Virgen María, porque también nosotros recibimos el mismo saludo que recibió María: “Alégrate”, le dice el ángel a la Virgen, “porque has sido elegida por el Altísimo para concebir al Pan de Vida eterna”. “Alégrate”, nos dice la Iglesia, “porque has sido elegido por Dios para recibir en tu corazón al Pan de Vida eterna, Jesús Eucaristía”.


[1] Cfr. Deiss, Lucien, María, hija de Sión, Ediciones Cristiandad, Madrid 1964, 94ss.

viernes, 6 de enero de 2012

Los misterios de la Virgen María (I) La Epifanía de María



     "Epifanía" quiere decir manifestación, y la Epifanía que celebramos en la Iglesia es la de Jesús, el Niño Dios, en Belén. Se refiere a la manifestación visible de la gloria de Dios en el Niño de Belén: siendo Dios, y por lo tanto, Espíritu purísimo, invisible a los sentidos e imperceptible, se encarna, se hace carne de niño, y se aparece a los ojos del mundo como un Niño, volviéndose de esta manera visible y perceptible por los sentidos.
            El Dios invisible se reviste de carne y viene en a nosotros en Belén; de esa manera, quien contempla al Niño de Belén, no ve a un niño más entre otros: contempla la gloria de Dios, que se nos manifiesta de un nuevo modo, desconocido, para el hombre. Quien ve al Niño Dios, como los pastores y como los Reyes Magos, ve a Dios y la gloria de Dios que surge de su Ser divino como de su fuente. Es en esto en lo que consiste la Epifanía, y es imposible vivir esta manifestación de la gloria de Dios en el Niño con los ojos del cuerpo: se necesitan los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe.
            Pero hay otra Epifanía, igualmente grandiosa que la del Niño de Belén, y es la Epifanía o manifestación de María. Quienes veían a María, la veían como a una doncella hebrea, una más entre tantas, destacable con toda seguridad por su hermosura, por su calidez, por su amabilidad, y por muchísimas otras cualidades más, pero no la veían más que como a una mujer hebrea entre otras. Y sin embargo la Virgen María se manifiesta a los ojos de la fe, como la Mujer que está al inicio y al final de las Escrituras, como la Mujer del Génesis y como la Mujer del Apocalipsis; se manifiesta como Aquella que aplastará la cabeza de la serpiente infernal; se manifiesta como la Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies, que triunfa del dragón, que fracasa en el intento de matar al Hijo de sus entrañas, el Niño Dios; se manifiesta también en la Pasión, como la Mujer que se mantiene de pie en la Cruz, acompañando a su Hijo Dios que agoniza, y lo hace porque posee la fortaleza misma de Dios; se manifiesta como la Mujer que se convierte en Madre de toda la humanidad, porque adopta, por pedido de su Hijo, a todos los hombres, para darles a todos los hombres el amor y los cuidados maternales que dio a su Hijo Jesús. Y así como fue Ella quien trajo al mundo a su Hijo en su Primera Venida y preparó el establo de Belén, el lugar de su nacimiento físico, así también, dicen los santos, será Ella quien preparará los nuevos pesebres de Belén, los corazones de los hombres, hechos nuevos por la gracia, para que sea allí recibido su Hijo en su Segunda Venida.
            Al igual que en la Epifanía de Jesús, cuya gloria divina no puede ser contemplada si no es con los ojos de la fe, tampoco puede ser contemplada sin fe esta epifanía de María, esto es, la contemplación de la Virgen como la Mujer victoriosa del Génesis y del Apocalipsis, como la Mujer de la fuerza de Dios en la Cruz, como la Mujer Madre de todos los hombres.