domingo, 24 de febrero de 2019

El legionario y la Santísima Trinidad



         Muchos cristianos, en su relación con Dios, se comportan como judíos, como luteranos o como musulmanes, en el sentido de referirse a Dios y de creer en Dios, como Uno y no como Trino. Lo que caracteriza a estas religiones, a diferencia de la católica, es precisamente esto, en que creen en un Dios Uno, pero no Trino. Sólo la religión católica se dirige y conoce, por revelación, que Dios es Uno y Trino: uno en naturaleza y Trino en Personas.
         La Legión de María, desde un inicio, tuvo esta fe trinitaria siempre en primer lugar y la profesó con toda claridad. Como afirma el Manual del legionario, “el primer acto colectivo de la Legión de María fue dirigirse al Espíritu Santo mediante su invocación y oración y luego, con el Rosario, a María y a su Hijo”[1]. Es decir, al dirigirse al Espíritu Santo, estaba reconociendo la legión, implícitamente, que la Trinidad era su Dios, al rezarle a la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. Luego se dirige a la Segunda, a través de la Virgen, con el Rosario, pero primero se dirige a la Tercera, reconociendo así la Trinidad de Personas en Dios.
         Este hecho quedó plasmado en la confección de vexillum, en donde el Espíritu Santo tomó un papel preponderante. Valiéndose de un símbolo profano –el estandarte de la legión romana- la Legión elaboró su propio estandarte, en el que el águila romana fue reemplazada por la Paloma, símbolo y representación del Espíritu Santo. A su vez, la imagen de la Virgen pasó a ocupar el lugar que antes detentaba el emperador romano. De esta manera, el resultado final fue “representar al Espíritu Santo valiéndose de María como de medio para transmitir al mundo sus vitales influencias, y tomando Él mismo posesión de la Legión”. Es decir, la Paloma del Espíritu Santo, sobre la Virgen, indicaba que el Espíritu Santo se valía de la Legión de María para comunicar al mundo sus gracias salvíficas, tomando la Virgen y la Legión el papel de instrumentos en manos del Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad.
         Luego, cuando se pintó el cuadro de la téssera, también quedó reflejada, dice el Manual, la misma espiritualidad: “el Espíritu Santo cerniéndose sobre la Legión  y comunicando de su poder a la Virgen, para que ésta, imbuida del poder divino, aplastara la cabeza de la serpiente, haciendo además avanzar sus batallones sobre las fuerzas del mal y encaminándose a la victoria final ya profetizada”[2].
         La presencia del Espíritu Santo explica a su vez que el color de la aureola de la Virgen fuera rojo y no azul, como cabría suponerse, pues el rojo simboliza el fuego y en este caso, es el Fuego del Espíritu Santo. Así se llegó a la conclusión de que el rojo debía ser el color de la Legión. La Virgen misma, por el hecho de estar inhabitada por el Espíritu Santo, al ser la Inmaculada Concepción y la Llena de gracia, lleva también el color rojo, siendo representada como Columna de Fuego que arde en el Fuego del Espíritu Santo. Como vemos, desde sus inicios, y representada en sus imágenes, la fe de la Legión es eminentemente Trinitaria. El legionario que se dirige a Dios como Uno y no como Trino debe reconsiderar su espiritualidad, pues esta no es la espiritualidad, ni de la Legión, ni de la religión católica.



[1] Cfr, Manual del legionario, VII, 42.
[2] Cfr. ibidem.

domingo, 3 de febrero de 2019

La Presentación del Señor



(Ciclo C - 2019)

         El origen de la fiesta litúrgica se remonta a los inicios del pueblo hebreo, cuando Dios les reveló a su Pueblo Elegido que no debían hacer como los paganos, que ofrendaban sus hijos al Demonio. El Dueño de los niños de las familias –no solo hebreas, sino de todo el mundo- es Dios, por lo que Él les enseñó a los hebreos que no debían ofrendar sus niños al Demonio, sino a Él. De esta manera, Dios purificó y santificó esta fiesta pagana, convirtiéndola en una fiesta dedicada a Él. Siguiendo esta normativa de la Ley, que mandaba ofrendar al primogénito –y en él, a toda la prole-, es que la Virgen y San José llevan al Niño al Templo, al cumplirse cuarenta días de su Nacimiento y hacer una ofrenda por Él. Las familias ricas ofrendaban un cordero, pero como ellos eran pobres, ofrendaron solo dos pichones de palomas. En realidad, la ofrenda de la Sagrada Familia sí era la de un cordero, pero era la ofrenda del Cordero de Dios, porque el Niño que llevaba la Virgen no era un niño más entre tantos, sino el Hijo de Dios, que venía a salvar al mundo con su sacrificio en cruz.
Esta fiesta se conocía entre las iglesias orientales con el nombre de “La fiesta del Encuentro” (en griego, Hypapante), nombre que destaca un aspecto fundamental de la misma y es el encuentro del Ungido de Dios con su pueblo[1]. En efecto, como se en Lucas (1, 1-4; 4, 14-21), Jesús es el Ungido del Señor, por un lado y es Él quien va al encuentro del Pueblo Elegido; por otro lado, este Pueblo Elegido estaba representado por los ancianos Simeón y Ana, quienes por su edad y santidad de vida, representan a los hombres y mujeres piadosos y devotos de la Antigua Alianza, que esperaban al Mesías. El Evangelio destaca que Simeón es “llevado por el Espíritu Santo” y es así como ingresa en el templo, en donde, al tomar entre sus brazos al Niño, iluminado por el mismo Espíritu Santo, lo nombra como el “Mesías que debía venir al mundo”. Así, el Mesías se encuentra con su pueblo, representado en el santo Simeón y también en Santa Ana, quien vivía dedicada al servicio de las funciones del templo.
La costumbre de ingresar con velas desde el atrio tiene el siguiente significado: así el Nuevo Pueblo de Dios, los miembros de la Iglesia Católica, imitan a la Virgen, que ingresó en el templo portando a su Hijo Jesucristo, Luz del mundo. De la misma manera a como la candela encendida aporta luz, calor y vida, así Jesús, Presentado en el templo, es luz de Dios, calor del Amor Divino y Vida divina. Otro significado es que, llevados por el Espíritu Santo al templo, también nosotros acudimos al encuentro  con nuestro Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, que está Presente en la Eucaristía, para ser iluminados por su luz divina[2]. Quien adora a Jesús Eucaristía, es iluminado por Él, y no vive en tinieblas, sino que tiene en sí la luz que da la Vida eterna.


[2] Es éste y no otro el sentido del Misal Romano cuando, en la oración de la Fiesta de la Presentación del Señor, dice así: “Unidos por el Espíritu, vayamos ahora a la casa de Dios a dar la bienvenida a Cristo, el Señor. Le reconoceremos allí en la fracción del pan hasta que venga de nuevo en gloria”.