viernes, 27 de marzo de 2015

Santa María junto a la Cruz


         La Virgen al pie de la Cruz, toda vestido de negro está. Los dolorosísimos espasmos de la agonía de su Hijo, repercuten en su Inmaculado Corazón y por eso no es solo el Hijo quien muere crucificado en la cruz, sino que es la Madre quien, sin morir, muere de pie, junto a la cruz. Al morir su Hijo en la cruz, la Virgen, que sigue viva, se siente morir, aún sin morir, porque su Hijo es la vida de su Corazón, es la razón de su existir, es la Vida de su alma, es el hálito de su ser, porque ese Hijo suyo que muere en la cruz es, al mismo tiempo, su Dios, su Creador, su Amor, su Todo, y sin Él, la Virgen siente que Ella es nada y menos que nada; su Hijo, que muere en la cruz, es el Dios que le dio el ser, la vida, la gracia, la luz, la santidad, la alegría, y si su Hijo que es Dios muere, como está muriendo en la cruz, para la Virgen ya no hay vida, ni luz, ni alegría, ni razón de ser ni de existir, sino llanto, tristeza, pena, dolor y muerte, y por eso, la Virgen, de pie junto a la Cruz, aun sin morir, siente que muere, no una, sino mil veces y siente que muere sin morir a cada respiro que da.
Puesto que el Corazón de la Virgen está unido al Corazón de su Hijo por un invisible hilo de amor, al ver a su Hijo agonizar y morir en la cruz, es Ella misma la que agoniza y muere, sin morir, de pie junto a la cruz, y es por eso que cada espasmo de dolor lancinante que sufre su Hijo, en el avanzar de su dolorosísima agonía, lo sufre la Virgen, en silencio, en lo más profundo de su Inmaculado Corazón. Y así como Jesús en la Cruz se ofrece al Padre como Víctima Santa y Pura para aplacar la Justa Ira Divina, encendida en forma inaudita por la malicia desmedida de los corazones humanos que no se detienen en sus ofensas ni siquiera ante la majestad divina, sino que la profanan con sus ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con una insolencia que deja atónitos a los mismos ángeles, así la Virgen, en silencio, y en unión de voluntad y amor, ofrece a su Hijo como Víctima Pura y Santa al Padre, por la salvación de los hombres pecadores, para que Dios aplaque su Justa Ira y se apiade de sus almas, para que viendo a su Hijo así crucificado y todo cubierto de llagas, se estremezca de misericordia y les conceda a los hombres pecadores la gracia de la contrición del corazón, de manera que puedan salvar sus almas.
Santa María, junto a la Cruz, con su Corazón oprimido por un dolor que es el dolor del mundo entero, ve de esta manera cumplida la profecía del anciano Simeón, de que “una espada de dolor le atravesaría el Corazón”, porque ver agonizar y morir a su Hijo Jesús, en medio de dolorosísimos espasmos, es para la Virgen una espada espiritual que atraviesa y lacera su Corazón una y mil veces, quitándole la vida una y mil veces, cumpliendo con creces la profecía de Simeón.

¡Santa María, que estás de pie junto a la Cruz, déjame que yo, arrodillado ante tu Hijo Jesús, bese sus pies ensangrentados; concédeme la gracia de llorar mis pecados, y que la Sangre de tu Hijo, cayendo sobre mi corazón, lo convierta, de piedra dura y fría, en imagen viviente de su Sagrado Corazón!

miércoles, 25 de marzo de 2015

En la Solemnidad de la Asunción, la Legión de María se consagra a la Virgen imitando a su Reina que se consagró a su Hijo ante el Anuncio del Ángel


¿Por qué la Legión tiene indicado, en sus estatutos, que la consagración pública, como Legión, debe realizarse, de forma preferencial, el 25 de Marzo, es decir, el día de la Solemnidad de la Anunciación?[1]
Para saberlo, recordemos primero qué sucedió el día de la Anunciación: la Virgen, ante el Anuncio del Ángel, que le revelaba que Dios la había elegido para ser la Madre de Dios, la Virgen dijo “Sí” a la Voluntad Divina, aceptando con su Mente Sapientísima, es decir, con una fe firmísima, la Verdad de la Encarnación del Verbo; dijo “Sí” a la Voluntad Divina, amando con Inmaculado Corazón, al Verbo de Dios, que se hacía Hombre, sin dejar de ser Dios, para así salvar a la humanidad; dijo “Sí” a la Voluntad Divina, recibiendo con su Cuerpo Inmaculado al Hijo Eterno del Padre, que por ser Dios era Espíritu Puro y era Invisible, y que por lo tanto, necesitaba de un Cuerpo visible, un Cuerpo que es el que iba a ofrecer en la cruz, cuando fuera adulto, como sacrificio para la salvación de los hombres, y este Cuerpo se lo tejió la Virgen, en su útero materno, al proporcionarle de su propia carne y sangre los nutrientes, como hace toda madre con su hijo en el seno materno.
Es decir, en el día de la Anunciación, la Virgen, que ya estaba consagrada al Espíritu Santo -porque el Espíritu Santo moraba en Ella desde su Inmaculada Concepción-, se consagró a su Hijo en mente, corazón y cuerpo, y su Hijo comenzó a morar en Ella por la Encarnación, y así, la que hasta entonces era Hija de Dios Padre y Esposa de Dios Espíritu Santo, comenzó a ser también Madre de Dios Hijo.
Entonces, a imitación de María, que en la Solemnidad de la Anunciación, se consagró en mente, corazón y cuerpo a su Hijo Jesús, la Legión de María, en el Acies, se consagra públicamente, en sus miembros, en mente, cuerpo y alma, a la Virgen, y así como la Virgen le dijo a su Hijo: “Soy todo tuya, Rey mío, Hijo mío, y cuanto tengo tuyo es”, así el legionario, en el Acies, esto es, en el Acto de consagración colectiva de la Legión de María, repite, parafraseando a la Virgen, diciendo a la Virgen: “Soy todo tuyo, Reina mía, Madre mía, y cuanto tengo, tuyo es”. 
Esto es la consagración: "Ser TODO" de la Virgen. ¿Y qué significa "ser TODO" de la Virgen?
“Ser todo de la Virgen”, que es “Reina mía” y “Madre mía” y reconocer que “todo lo que tengo es de la Virgen”, implica, en esa frase, la consagración, es decir, dar a la Virgen TODO mi ser, toda mi vida, toda mi existencia, todo mi pasado, mi presente, mi futuro, mis bienes, mis pensamientos, mis deseos, mis palabras, mis obras, mis pasos, mi familia, mis seres queridos, mis seres no tan queridos, mi trabajo, mis preocupaciones, mis alegrías, mis penas, mis angustias, etc., porque TODO significa literalmente TODO, sin reservarme nada. La consagración a la Virgen quiere decir que TODO lo que soy y lo que tengo, le pertenece a la Virgen; es de la Virgen, para la Virgen, por la Virgen, y esto quiere decir que es de Jesucristo, para Jesucristo y por Jesucristo, porque, como dice San Luis María Grignon de Montfort, “quien se acerca a María, recibe a Jesús”. Esto también quiere decir que, si algo me reservo para mí, sin dárselo a la Virgen, entonces mi consagración es incompleta y si es incompleta, es falsa e inexistente, como si nunca hubiera existido. Implica también la lucha contra mis pecados, mis defectos, mis vicios, mis egoísmos, y todo lo que me impide alcanzar la santidad, porque la consagración del Acies, tiene un doble objetivo: honrar a la Virgen como Reina de la Legión –por eso la reconocemos como “Reina nuestra”-, pero además “recibir de Ella la fuerza y la bendición para otro año más de lucha contra las fuerzas del mal”[2]. Y las “fuerzas del mal” contra las cuales debe luchar el legionario día a día, no son fantasías de la imaginación, sino dos poderosas entidades espirituales malignas, el pecado y los “espíritus malos de los aires” (cfr. Ef 6, 12-14), los ángeles caídos, liderados por el “Príncipe de este mundo” (Jn 12, 31), Satanás, la Serpiente Antigua, el “Padre de la mentira” (Jn 8, 44), y el legionario se consagra a María, porque la victoria total y definitiva contra estas terribles fuerzas del mal, el demonio y el pecado, solo las puede obtener de la mano de María y Jesús, porque Jesús, que es Dios, es quien le participa de su poder divino a su Madre, y es así que el legionario, consagrado a la Virgen, aplasta con Ella la cabeza de la Serpiente (cfr. Gn 1, 3), venciendo así al Príncipe de este mundo, de la mano de María, y el legionario se consagra a la Virgen también para vencer al otro mal, el pecado, porque el pecado solo puede ser desterrado del corazón humano, en donde anida, únicamente por la gracia de Jesucristo, y la gracia de Jesucristo viene por mediación de María, que es “Medianera de todas las gracias”.
La consagración ideal, según el Manual Oficial de la Legión de María[3], es la que se realiza en la Eucaristía, puesto que allí Jesucristo, el Único Mediador, presenta al Padre, por el Espíritu Santo, y en las manos maternales de María, todas las consagraciones y ofrendas de la Legión. Esto quiere decir que, para hacer la consagración en la Misa, el legionario deberá tener en cuenta que la Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la cruz, por lo que, para que su consagración sea perfecta, deberá ofrecerse, en la Misa, como víctima, uniéndose, en María, a la Víctima Inmolada, Jesús en la Eucaristía, con toda su vida, pasada, presente y futura, y pedir participar de la Pasión de Jesús en cuerpo y alma, para la salvación de sus hermanos, los hombres.
Por último, la consagración debe realizarse, no de manera mecánica[4], automática, sino con amor, con todo el amor con el cual nuestros pobres corazones sean capaces. Para eso, nuestro modelo es la Virgen en la Anunciación: así como la Virgen aceptó con fe pura y con amor encendido en su cuerpo purísimo al Verbo de Dios, diciéndole a su Hijo: “Soy todo tuya, Rey mío, Hijo mío, y cuanto tengo tuyo es”, así nosotros, cuando digamos: “Soy todo tuyo, Reina mía, Madre mía, y cuanto tengo, tuyo es”, se lo diremos a la Virgen, con fe pura, con amor encendido y con pureza de cuerpo y alma.





[1] Cfr. Manual Oficial de la Legión de María, XXX, Actos Públicos.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

martes, 24 de marzo de 2015

En la Anunciación, la Virgen es nuestro modelo para la comunión eucarística


         El Ángel le anuncia a la Virgen que, por ser la “llena de gracia”, concebirá en su seno virginal al Hijo de Dios (cfr. Lc 1, 26-38). Le dice también que se alegre, y la razón de la alegría de la Virgen, radica en que Quien se encarnará en su seno virginal, será concebido no por obra humana, sino por obra y gracia del Espíritu Santo, porque será Dios Hijo encarnado. Ante el Anuncio del Ángel, la Virgen contesta con un “sí” a la Encarnación del Verbo, recibiéndolo en su Mente Sapientísima, en su Corazón Inmaculado y en su Cuerpo Purísimo, convirtiéndose de esta manera la Virgen, en la Anunciación, en nuestro modelo perfecto para la comunión eucarística.
         La Virgen recibe al Verbo de Dios encarnado en su Mente Sapientísima, porque está iluminada por la gracia, y por la gracia, acepta con fe el misterio de la Encarnación del Verbo. Así, la fe de la Virgen es inmaculada y pura, sin contaminaciones, ni con razonamientos y dudas que vienen de su propia razón, ni con doctrinas extrañas, que provienen de otros ángeles que no son de Dios: la Virgen acepta, con una Mente iluminada por la gracia, el misterio de la Encarnación de Dios Hijo, y así es un modelo para que nosotros aceptemos el misterio de la Eucaristía, misterio por el cual el Verbo de Dios humanado prolonga su Encarnación. Al comulgar, nuestra fe debe ser pura e inmaculada, como la de la Virgen, sin estar contaminada por dudas contra lo que nos enseña el Magisterio de la Iglesia, y tampoco por doctrinas extrañas, que enseñen algo distinto a lo que nos enseña la Iglesia sobre la Eucaristía: la Eucaristía no es un pan bendecido, sino Jesucristo, el Hombre-Dios, con su Presencia real, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
         La Virgen recibe al Verbo de Dios encarnado en su Corazón Inmaculado, porque ama a Dios y su Voluntad, y es por eso que en su Corazón no hay otros amores que no sea el puro y exclusivo amor a Dios, y su Corazón no está mancillado por amores profanos, sino que todo lo que ama, lo ama en Dios, por Dios y para Dios. Y puesto que su Corazón está inhabitado por el Espíritu Santo, la Virgen recibe al Verbo de Dios humanado, en su Corazón, pleno del Amor Divino, y así es nuestro modelo para comulgar, porque debemos comulgar en gracia, es decir, con la Presencia inhabitadora del Espíritu Santo en el corazón, y este Amor del Espíritu Santo, permitirá que en nuestros corazones no hayan otros amores que no sean el Amor a Jesús en la Eucaristía, y que todo lo que amemos y que no sea Jesús, lo amemos por Jesús, para Jesús y en Jesús. La Virgen entonces es modelo de nuestro amor para recibir a Jesús en la Eucaristía, en el momento de comulgar. Imitando a la Virgen, recibimos a Jesús Eucaristía con un alma pura, con la mente libre de errores en la fe en la Presencia Eucarística, y con el corazón lleno de amor a su Presencia Eucarística, prolongación y continuación de su Encarnación.
         Por último, la Virgen recibe al Verbo de Dios en su Cuerpo Purísimo, virginal, porque, como dice el Ángel, “lo concebido en Ella viene del Espíritu Santo”, es decir, no hay intervención humana alguna. Así, la Virgen es nuestro modelo para comulgar con pureza de cuerpo, porque por la gracia, observamos la pureza corporal, la castidad y la continencia, según el estado de vida.
         Pero además de la pureza de cuerpo y alma, la Virgen recibe a su Hijo con gran alegría –“Alégrate”, le dice el Ángel-, porque quien se encarnará en Ella es el Dios que es “Alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes. Y la Virgen dice “Sí” a la Encarnación, y con alegría, y no porque no sepa que debe participar a la Pasión de su Hijo; por el contrario, la Virgen sabe que habrá de entregar a su Hijo para la salvación del mundo, y eso le provocará un dolor desgarrador, como “una espada que le atravesará el corazón”, según la profecía de San Simeón, y a pesar de saber esto, la Virgen recibe a su Hijo, Dios Encarnado, con alegría, al saber que será partícipe del sacrificio de su Hijo por la salvación del mundo.

Amor, alegría, gracia en la mente, en el corazón, pureza de cuerpo, unión espiritual y participación a la Pasión de Jesús, eso es lo que debe haber en nuestros corazones al momento de la comunión, a imitación de la Virgen María en el momento de la Anunciación.

Solemnidad de la Anunciación del Señor




(2015)

         Todo en la Anunciación es sobrenatural, celestial y divino: el origen de la Encarnación del Verbo; la Madre que concibe y engendra el Verbo y, por supuesto, el mismo Verbo de Dios que se encarna en sus entrañas virginales.
El origen celestial, divino y sobrenatural de Jesús de Nazareth es muy explícito en los Evangelios: tanto a San José como a  María Virgen, los respectivos anuncios del Ángel no dejan dudas al respecto. A San José, en sueños, le dice: “Lo concebido en Ella viene del Espíritu Santo” (Lc 1, 34); en el saludo a la Virgen, es todavía más explícito: “Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 26-38). Por otra parte, el Evangelio detalla que la concepción se produce “cuando todavía no vivían juntos” (cfr. Mt 1, 18ss), es decir, que la concepción, claramente, no es de origen humano, sino celestial, divino, sobrenatural.
La Madre que concibe al Hijo de Dios, a su vez, no es una más entre tantas: es la Virgen María, la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, que ha sido creada Ella misma, por la Trinidad, no solo sin la mancha del pecado original, sino además inhabitada por el Espíritu Santo, porque había sido destinada, desde la eternidad, a alojar en su seno virginal, en el tiempo, al Verbo de Dios Encarnado, con lo que, de esta manera, el nombre propio de la Virgen es el de: “Madre de Dios”, porque concibe y da a luz a la Persona Segunda de la Trinidad, Dios Hijo encarnado, y como explica Santo Tomás, que se da el nombre de “madre” a la que da a luz a la persona, al dar a luz a la Persona Eterna del Hijo de Dios, la Virgen es “Madre de Dios”.
El Hijo de Dios, alojado en el seno de la Virgen en el momento de la Anunciación del Ángel, es la Segunda Persona de la Trinidad; es Dios, de igual majestad y poder que Dios Padre y Dios Espíritu Santo, porque las Tres Personas de la Trinidad poseen el mismo Acto de Ser divino, que es el que actualiza, desde la eternidad, a la naturaleza divina. El Hijo de Dios se encarna, por pedido del Padre, y es llevado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, desde el seno eterno del Padre, en el que vive desde la eternidad, hasta el seno virginal de María Santísima, en el que se encarna en el tiempo, para recibir de su Madre los nutrientes maternos con los cuales se alimentaría durante nueve meses, antes de nacer. La naturaleza humana del Verbo de Dios es creada en el momento de la Encarnación, desde el momento mismo en que no hay acción humana paterna. Esto significa que, en el momento de la Encarnación, se crea el alma humana de Jesús de Nazareth y se crea también su cuerpo humano, que al momento de la Encarnación posee el tamaño de una célula recién fecundada, el cigoto. Todo el material genético que debería ser aportado por el varón, que es lo que sucede en toda fecundación, al no existir aquí tal aporte, es creado en el momento de la Encarnación. Así, el alma y el cuerpo humanos de Jesús de Nazareth, es decir, la naturaleza humana del Verbo, es creada en ese momento y es unida hipostáticamente, es decir, personalmente, a la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios. Ésa es la razón por la cual la concepción de Jesús es de origen celestial. Este hecho, que la Encarnación se haya producido de esta manera, es decir, de origen celestial y sobrenatural, es de suma importancia para nuestra fe, porque el evento y la realidad de la Encarnación están estrecha e indisolublemente unidos al evento y la realidad de la Transubstanciación, milagro por el cual el Verbo de Dios continúa y prolonga, por el misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, su Encarnación. En otras palabras, porque Jesús de Nazareth es el Verbo de Dios Encarnado y no un hombre más entre tantos, ni un hombre santo, ni el más santo entre todos, sino Dios Hijo en Persona, humanado, esto es encarnado, sin dejar de ser Dios, es que la Eucaristía no es un pan bendecido en una ceremonia religiosa, sino el mismo Verbo de Dios Encarnado, que prolonga su Encarnación en el santo sacramento del altar.
“Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”, le dice el Ángel a la Madre Virgen, anunciándole así que lo que dará a luz será el Pan de Vida Eterna, Jesús de Nazareth.
“Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso lo concebido en tu seno virginal, el altar eucarístico, será santo y será llamado Hijo de Dios, la Eucaristía”, le dice el Ángel a la Madre Iglesia, anunciándoles así que lo que dará a luz será el Pan de Vida Eterna, Jesús de Nazareht.
Por esto mismo, no debemos pensar que la celebración de la Solemnidad de la Anunciación se reduce a la conmemoración litúrgica, como si fuera un evento pasado, que quedó en la memoria de la Iglesia, pero que no tiene realidad ni conexión con el presente, con nuestro presente personal: celebrar la Solemnidad de la Anunciación del Verbo, significa ser partícipes, por la fe de la Iglesia, del hecho mismo de la Encarnación, porque la Encarnación del Verbo se prolonga en la Eucaristía. Por lo tanto, si por la liturgia de la Santa Misa participamos del misterio de la Encarnación porque Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía, entonces, para recibir a la Eucaristía, debemos imitar a la Virgen, que recibió a su Hijo en estado de gracia plena en su mente, en su corazón y en su seno virginal y esta imitación de la Virgen la logramos por la gracia, porque por la gracia podemos recibir a Jesús Eucaristía con pureza de cuerpo y alma.

Al comulgar, por lo tanto, tengamos presente que no recibimos un poco de pan, sino al Verbo de Dios que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; entonces, a imitación de María, recibamos la Verdad de la Eucaristía en nuestra mente, la deseemos con todo el amor de nuestro corazón y la recibamos en la boca, en estado de gracia. Y en silencio, desde lo más profundo del corazón, al recibir a Jesús Eucaristía, podemos decir, parafraseando a la Virgen: “He aquí tu esclavo/a, Señor, hágase en mí según tu voluntad”.

sábado, 7 de marzo de 2015

La Inmaculada Concepción aplasta la cabeza de la Serpiente



         En la estampa de la Legión de María, se observa que la Virgen se encuentra de pie, sobre el mundo, aplastando la cabeza de una serpiente. La advocación de la Virgen es la de la Inmaculada Concepción; el mundo, significa el mundo que se encuentra bajo el dominio de Satanás; la Serpiente, no es el animal, sino el Ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua, el Demonio. La imagen es muy significativa de realidades sobrenaturales para el cristiano: la Inmaculada Concepción es la Virgen, concebida sin mancha de pecado original e inhabitada por el Espíritu Santo, para ser la Madre de Dios, porque no podía estar contaminada por la malicia del pecado original, Aquella que debía ser la Madre de Dios Hijo; a su vez, la Virgen, siendo una Mujer, y solo una Mujer, aplasta, con su delicado pie femenino, la cabeza del poderoso Dragón infernal, y con él, a todo el infierno, sin que el Dragón infernal pueda ejercer la más mínima resistencia; para el Dragón del infierno, el delicado pie femenino de la Virgen, posee un peso más grande que el de miles de millones de toneladas, porque Dios mismo le ha participado de su poder divino a la Virgen, y es así que la Virgen aplasta al Demonio con el poder mismo de Dios. Es por esto que el Demonio se siente aterrorizado frente al solo nombre de María Santísima, porque el solo nombre de María Santísima, le significa al Demonio, el peso de la Justicia Divina, y es por eso que al nombre de la Virgen, el Demonio, el infierno, y el mundo a él sometido, tiemblan espantados y huyen aterrorizados. Éste es el significado de la Virgen, como Inmaculada Concepción, que se encuentra de pie, aplastando la cabeza de la Serpiente Antigua, cumpliendo la profecía del Génesis: “Tú le acecharás el calcañar, y Ella te aplastará la cabeza” (Gn 3, 15).