viernes, 24 de agosto de 2012

Qué implica la consagración a la Virgen María



         Nuestra Señora del Rosario se manifestó en San Nicolás de modo extraordinario, dejando a una vidente varios mensajes, por medio de los cuales quiere transmitirnos el urgente pedido de Dios Padre: la conversión del corazón.
         Ser devotos de la Virgen del Rosario de San Nicolás –y de cualquier otra advocación, puesto que la Virgen, obviamente, es una sola-, implica un verdadero esfuerzo y trabajo espiritual. Se equivoca quien piensa que la devoción a María, y la Consagración a su Inmaculado Corazón, está destinado solamente a quienes por la edad ya no tienen una ocupación activa en la sociedad. Por el contrario, si la Virgen se manifiesta de modo extraordinario, es para hacernos dar cuenta de que todos los hombres, de toda edad y raza, de cualquier nación de la tierra, debemos consagrarnos a Ella, puesto que es el refugio seguro ante la ira del Padre, desencadenada por nuestro desprecio e indiferencia a su Hijo Jesús y el don de su Amor, el Espíritu Santo.
         ¿Qué implica entonces la Consagración a la Virgen? No se trata simplemente de asistir a Misa los días 25; no se trata de simplemente encaminarse detrás de una procesión con su imagen; no se trata de simplemente creer que se es devoto y por lo tanto, agradable a la Virgen, por el hecho de cumplir con estas mínimas exigencias. La consagración a la Virgen implica un gran esfuerzo de lucha espiritual, ante todo contra sí mismo, puesto que el propio “yo”, el “ego” desmedido, crecido en la soberbia, es el principal enemigo de nuestra santificación y por lo tanto de nuestra salvación.
         ¿Cuáles son las exigencias de la consagración a María?
         Ante todo, oración, porque sin oración, no hay vida espiritual, no hay luz divina, no hay crecimiento interior. La oración es un diálogo vivo con el Dios Viviente, por medio del cual el alma recibe de Dios su Vida, que es al mismo tiempo luz divina y alimento celestial. Si no hay oración, o si esta es débil y cansina, fatigosa y mecánica, entonces toda la vida espiritual se reduce al mínimo indispensable, como si comparáramos la vida de un vegetal con la vida de un hombre. Y dentro de esta oración, además de la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, ocupa un lugar imprescindible el rezo del Santo Rosario, por medio del cual la Virgen nos configura a su Hijo Jesús, imprimiendo su vida y sus misterios en nuestros corazones.
         Otra exigencia de la consagración a la Virgen es la asistencia a la Santa Misa, al menos dominical, ya que si el Rosario nos configura a Cristo, imprimiendo una imagen suya viva, la Eucaristía nos brinda al mismo Cristo en Persona.
         Como consecuencia de estas dos oraciones, el alma se llena de aquello que constituye –o debe constituir- su sustento principal: el amor, a Dios y al prójimo, comenzando por aquel prójimo con el cual, por algún motivo, se encuentra enfrentado conmigo. Este amor debe vivirse en relación a nuestro prójimo, en la vida cotidiana, en las situaciones de todos los días, dentro y fuera del hogar: la señal distintiva del cristiano es el amor fraterno, manifestado de múltiples maneras: humildad, afabilidad, perdón de las faltas, suavidad, afecto, disimulo de los defectos ajenos, caridad sobrenatural, sacrificio, ausencia de maledicencia y de malos pensamientos hacia el prójimo.
        Son tan importantes el amor y la humildad, que se puede decir que quien no ama a su prójimo, comenzando por el que es su enemigo, pensando, hablando y actuando con malicia hacia él, demuestra un alto grado de soberbia, lo cual contradice la Consagración a la Virgen, y hace vana su religión: “El que no refrena su lengua, no vale nada su religión”, dice el Apóstol Santiago.
         Revisemos entonces nuestra vida espiritual, para que la consagración a la Virgen sea del agrado del Sagrado Corazón de Jesús.

martes, 14 de agosto de 2012

La Virgen asunta a los cielos quiere a todos sus hijos con Ella



         En la Asunción de la Virgen, la Iglesia ve el más completo triunfo de la gracia divina en la naturaleza humana, ya que María es Asunta por ser Ella la Inmaculada y la Llena de gracia.
         En los instantes previos a la Asunción, todo el cuerpo de María Santísima es invadido por la luz de la gracia, la cual, a medida que invade el cuerpo, lo va transfigurando por la gloria divina, y es así como el cuerpo material y terreno de María Virgen se convierte en un cuerpo glorificado, que trasluce la luz de la gloria divina con un resplandor más intenso que el mismo sol.
         La glorificación del cuerpo de María Santísima no es más que la consecuencia de ser Ella la inhabitada por el Espíritu Santo, la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, gracia que al llegar al término de su vida terrena, irrumpe desde su alma hacia el cuerpo, derramándose sobre él como una cascada inagotable de luz y de gracia. El tránsito de esta vida a la otra no se dio en María como en todos los mortales, por ser Ella la Inmaculada Concepción: en vez de sufrir la muerte, la Virgen se duerme, y al despertar, su cuerpo está ya lleno de la gloria divina, irradiando la luz eterna del Ser divino que la inhabita desde su Concepción sin mancha.
         Es Jesús, Rey de gloria eterna y Dios de infinita majestad, quien concede a su Madre todos estos beneficios, ya desde su nacimiento como Inmaculada Concepción, hasta su asunción y posterior coronación en los cielos como Reina y Señora de todo lo creado.
         Es esto entonces lo que la Iglesia y los hijos de la Iglesia celebramos en la Asunción de la Virgen: su glorificación y su feliz entrada en la eternidad, para reinar con su Hijo Jesús para siempre. Pero la Virgen Madre es Asunta en cuerpo y alma a los cielos, no para quedarse Ella sola allá arriba: quiere que todos sus hijos, al término de su vida terrena, sean llevados a la vida eterna, para ser glorificados al igual que Ella.
         En la Asunción de la Virgen entonces el cristiano ve no solo la glorificación de su Madre celestial, sino el modelo y el anticipo de su propia glorificación, asunción y coronación por Jesucristo en Persona.
         En la Asunción de la Virgen, el cristiano ve entonces el modelo de su vida y el sentido de su vida: el modelo, porque como hijo, debe imitar a su Madre; el sentido, porque esta vida terrena adquiere un único sentido, que es el Reino de los cielos.
         Ahora bien, si estamos en esta vida para imitar a la Virgen, y si el sentido de nuestra vida es ganar la vida eterna en los cielos, ¿no parece un despropósito que criaturas llenas de limitaciones y defectos, de imperfecciones y de pecado y de malicia en el corazón -como dice Jesús, “es del corazón del hombre de donde salen todas las cosas malas”-, aspiremos a imitar a María Santísima, a Ella, que es Inmaculada, concebida sin pecado original, y Llena del Espíritu Santo?
         La imitación de la Virgen no solo no es un despropósito, sino que está al alcance de todo cristiano que desee, desde el fondo de su corazón y con todas sus fuerzas, amar a Dios Trino en el tiempo y por toda la eternidad, y es posible por la gracia recibida en los sacramentos, principalmente la confesión y la Eucaristía. Por los sacramentos, nos viene la vida de la gracia, vida que contiene, ya en el tiempo, el germen de la glorificación que habrá de recibirse un día en la eternidad.
         Quien vive la vida de la gracia, quien no solo evita el mal, el pecado, en cualquiera de sus formas, sino que se preocupa por vivir en gracia y acrecentarla con actos de fe en Jesucristo y de amor a Dios Trino y al prójimo, puede decirse que vive, ya en el tiempo, en medio de las tribulaciones de la vida presente, en forma anticipada, su propia asunción y glorificación a los cielos.
         La fiesta de la Asunción de la Virgen no debe quedar entonces en una mera festividad religiosa; no debe limitarse a cumplir los requisitos para ganar las indulgencias; no debe quedarse en el cumplimiento del precepto: la fiesta de la Asunción de la Virgen debe constituir el punto de partida de la resolución más trascendental que persona alguna pueda hacer en esta vida: la consagración a la Virgen y su imitación por medio de la vida de la gracia, evitando, aún a costa de la propia vida, el mal y el pecado, para ser llevado a los cielos en cuerpo y alma, para amar y adorar, en compañía de María Asunta, a Dios Trinidad por la eternidad.