jueves, 15 de septiembre de 2011

Nuestra Señora de los Dolores



“Mirad y ved si hay dolor más grande que el mío”, dice el libro de las Lamentaciones (1, 12), y también lo dice la Virgen María, al pie de la cruz, viendo agonizar y morir a su Hijo. Puede decirse que el dolor de la Virgen es infinito, puesto que el dolor de la pérdida de un ser querido es tanto más grande cuanto más grande es el amor que se le tiene a quien se pierde.

La Virgen ama a su Hijo, el Hombre-Dios, con un amor infinito, con un amor que es el Amor mismo de Dios, y por eso su dolor, al verlo muerto en la cruz, no tiene medida, como no tiene medida su amor.

Pero el dolor, en la Virgen –así como en su Hijo Jesucristo- es un dolor santificante, y a la vez que produce hondo pesar y amargura, es el inicio de una alegría nueva para los hombres, porque en la Virgen y en Jesucristo, el dolor, el pesar, la muerte, han sido redimidos y santificados, y convertidos en causa de salvación.

Jesús y la Virgen son el Nuevo Adán y la Nueva Eva que redimen a la humanidad, asumiendo sus penas, sus dolores, sus tristezas, y también sus alegrías.

En el dolor del Corazón Inmaculado de María Santísima está contenido, literalmente, todo el dolor del mundo, porque todos los dolores de los hombres, luego de la muerte de su Hijo, son llevados a su Corazón de Madre, para ser purificados en la contemplación de Cristo muerto en la cruz, y para volverse, de esta manera, fuente de santificación.

Es por esto que el cristiano no puede nunca desesperarse en el dolor, o sufrir como si el dolor no tuviera sentido; a partir de que el dolor ha sido asumido por Cristo y redimido por Él, y co-redimido por María Santísima, el dolor adquiere un nuevo sentido, un sentido que antes no lo tenía, un sentido de trascendencia y de eternidad: si antes era castigo, como consecuencia del pecado, ahora se vuelve don del cielo, venido de lo alto, desde el seno mismo de Dios Trinidad.

El dolor, que ingresa en el mundo y en el hombre como consecuencia de su rebelión en el Paraíso, ahora, al ser sufrido por Jesús y por la Virgen, se vuelve camino de retorno al Padre y fuente de salvación y de alegría eterna.

No puede, por lo tanto, el cristiano, vivir su dolor aislado de la cruz, sin hacerlo partícipe de los dolores de la Virgen y Jesús. Si el cristiano asocia su dolor –físico, moral, espiritual- al dolor de la Virgen al pie de la cruz, al dolor de Cristo crucificado, no solo no sufre en vano, sino que hace que su dolor adquiera un significado completamente nuevo, insospechado, y es el de su propia santificación, y la santificación de sus seres queridos, y de muchas almas, y esto porque no sufre solo, sino con la Virgen de los Dolores, Co-rredentora de la humanidad.

De esto se deduce, entre otras cosas, el grave daño que supone la eutanasia, por un doble camino: porque es un suicidio asistido, y porque priva al alma de abrirse paso al cielo por medio de su dolor.

martes, 13 de septiembre de 2011

La natividad de la Virgen María



La natividad de la Virgen María, y su Concepción Inmaculada, son, para la humanidad envuelta en las tinieblas, como la estrella luciente de la mañana, que anuncia el fin de la noche y el inicio del esplendor del día.

El nacimiento de la Virgen, que había sido profetizado ya desde el momento mismo de la caída original, anuncia, anticipa y prepara el nacimiento del Redentor de la humanidad, así como el lucero de la aurora anuncia, anticipa y prepara el alma para la contemplación del sol. María es la Estrella de la mañana que naciendo del cielo, anuncia la llegada del Día sin ocaso, del día de la eternidad de Dios; María inaugura la nueva era de la humanidad, la era caracterizada por la presencia de Dios en la historia de los hombres y por la culminación de la historia en la eternidad de Dios Trino.

El nacimiento de María representa lo opuesto al nacimiento de Adán y Eva: Adán y Eva nacieron para morir, y los que estaban destinados a darnos en herencia la vida de Dios, nos dieron en cambio la herencia de la muerte y el dolor; el nacimiento de la Virgen y de su Hijo Jesucristo representan por el contrario la alegría y la esperanza, ya que nos conceden un nuevo nacimiento, el nacimiento a la vida de hijos de Dios.

Si en la caída del inicio hubo una cooperación del hombre y de la mujer en la rebelión contra Dios y en la asociación con el Demonio, en la obra de la restauración y redención del género humano también se asocian el hombre y la mujer, pero esta vez para devolver a Dios el honor y la gloria debidos a su infinita majestad y bondad: por un lado, la mujer alcanza en la Concepción Inmaculada de María la elevación y la dignidad más alta que pueda concebirse para una criatura, humana o angélica, una elevación y una dignidad sólo superadas por su Hijo[1], que, encarnado como hombre, es el mismo Dios Eterno.

La concepción virginal de María es acorde a la dignidad del Hijo, ya que su nacimiento en el tiempo no puede estar en contradicción con su generación eterna, debe ser acorde su nacimiento en el tiempo con la sublimidad de su producción eterna. Si eternamente fue engendrado como resplandor del Padre, y su generación se realizó en el esplendor de la gloria del Padre, y si fue generado como luz de la luz, su nacimiento en el tiempo no podía ser menos digno, y así debía tener un lugar en la tierra equivalente en luz y en majestad al seno del Padre, y este era el seno Virgen de María. La concepción temporal de Cristo, realizada en el seno de María, fue un reflejo y una continuación de su generación eterna en el seno del Padre, y esto fue posible sólo por la acción de un único principio espiritual, santo y puro, proveniente de Dios, que ejerció su poder divino y celestial sobre un principio humano materno y puro, encarnado en María[2]. Porque el seno de María fue el equivalente en la tierra al seno del Padre, es que la Luz de Dios, pasó a través de su cuerpo sin mancha como un rayo de sol atraviesa un cristal, según describen los Padres el nacimiento de Cristo.

Así como cuando luego de la noche cerrada, la contemplación del nacimiento de la aurora boreal anuncia la llegada del sol, así el nacimiento de la Estrella luciente de la mañana, el Lucero de la aurora, la Virgen María, anuncia no sólo el fin de la noche y del dominio de los poderes de las tinieblas, sino ante todo el arribo del Sol de justicia, la llegada de la luz del sol y del sol en Persona, que para nosotros, en el tiempo y en el misterio sacramental, es Cristo Eucaristía.


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Mariology, B. Herder Book Co., Nueva York 1946, 68.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 71.