jueves, 21 de agosto de 2014

Memoria de la Santísima Virgen María, Reina


         La Santísima Virgen María, Madre de Dios, es Reina por derecho propio, porque Ella desciende de una familia real; pero también es reina porque su Hijo la corona en el cielo con una corona de luz y de gloria, en el momento de la Asunción. Ahora bien, esta corona de luz y de gloria, la obtiene la Virgen luego de participar, espiritualmente, de la corona espinas de su Hijo Jesús, aquí en la tierra. La Virgen nunca llevó materialmente una corona de espinas, pero sí de modo espiritual y místico, porque cuando coronaron a su Hijo Jesús, Ella sintió las punzadas y los dolores de la corona de espinas de Jesús, con igual intensidad como las sintió Jesús. Y puesto que esas espinas representan la materialización de los pecados –los malos pensamientos, los pensamientos blasfemos, de ira, de lujuria, de maldad, de venganza, de odio, de rencor, de envidia, los pensamientos malos de cualquier clase que los hombres tienen contra sí mismos o contra sus hermanos-, y puesto que los pecados fueron lavados por la Sangre de Jesús, que empezó a correr de forma abundante, al salir de su Sagrada Cabeza, cuando los soldados romanos lo coronaron de espinas, diciéndole burlescamente: “¡Salve, Rey de los judíos!” (Mc 15, 18; Jn 19, 3), la Virgen, al compartir los dolores de la coronación de espinas de Jesús, compartió también el hecho de ser, estos dolores, salvíficos, porque con estos dolores de su coronación de espinas, Jesús estaba redimiendo todos los pecados de pensamiento de los hombres. 


Así, la Virgen se convertía en Corredentora de los hombres, junto a su Hijo Jesús, al compartir con su Hijo, los dolores salvíficos de la Pasión, aun no sufriendo Ella la Pasión de un modo físico y cruento, sino místico y espiritual, porque estaba unida a su Hijo por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Esto nos hace ver que los pecados de pensamiento, cualesquiera sean –de ira, de venganza, de odio, de lujuria, de rencor, de pereza, etc.-, que tanto placer producen al hombre, o que al hombre le parecen que no le provocan daño-, se traducen y se materializan, de un modo misterioso, en gruesas espinas, las espinas de la corona de Jesús, que mantiene y mantendrá, actualizada, su Pasión, hasta el fin de los tiempos. En otras palabras, los pensamientos pecaminosos, que creemos que, por un lado, no nos hacen daño, y que, por otro, nos provocan placer, en Jesús, se materializan en gruesas espinas, las espinas de su corona, que son las que laceran su cuero cabelludo, provocándole atroces dolores, y haciéndole salir abundantísima Sangre, su Preciosísima Sangre. Esas dolorosísimas heridas, producidas por las espinas, gruesas y filosas de su corona, producto de nuestros pecados, son las que siente la Virgen en su cabeza, y es por eso que la Virgen, de un modo místico y espiritual, comparte la corona de espinas de su Hijo Jesús. Si a Jesús los soldados romanos se le burlan, diciéndole: “¡Salve, Rey de los judíos!”, al tiempo que lo coronan de espinas, también podrían decirle lo mismo a la Virgen: “¡Salve, Reina de los judíos!”, porque Ella siente exactamente los mismos dolores de su Hijo Jesús, aunque no lleve materialmente puesta la corona de espinas.



         La Virgen, entonces, es Reina porque su ascendencia es real y es Reina también porque en la tierra compartió, espiritual y místicamente, la corona de espinas de su Hijo, “Rey de reyes y Señor de señores”, y es por esto que su Hijo, en el cielo, la coronó con la corona de luz y de gloria en los cielos, al recibirla en su Asunción gloriosa en cuerpo y alma. Y puesto que la Virgen es nuestra Madre del cielo, Ella quiere que también nosotros seamos coronados de luz y de gloria, pero para lograr esa corona, también debemos compartir espiritualmente, igual que Ella, la corona de espinas de Jesús -recordemos el caso de Santa Catalina de Siena, a quien Jesús se le apareció, ofreciéndole dos coronas, una de oro y otra de espinas, y ella eligió la corona de espinas-, lo cual quiere decir no solo rechazar cualquier tipo de pensamiento malo, sino pedir la gracia de tener los mismos pensamientos, santos y puros, que tiene Jesús, coronado de espinas, aceptar con amor y fe las humillaciones, pequeñas y grandes, que Dios quiera enviarnos en la vida cotidiana para hacernos participar de la cruz de Jesús y estar dispuestos a perder la vida, antes de consentir siquiera un pecado mortal o venial deliberado. Solo así, compartiendo espiritualmente la corona de espinas del Rey de los cielos y de María Santísima Reina, mereceremos ser coronados de luz y de gloria en la vida eterna. 

viernes, 15 de agosto de 2014

Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María


         La Iglesia celebra la Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma a los cielos. Que la Virgen haya sido Asunta a los cielos, quiere decir que la Virgen, al morir, no solo no sufrió la corrupción de la muerte –rigidez cadavérica, descomposición, etc.-, sino que inmediatamente después de morir fue glorificada y asunta a los cielos, y esto no podía ser de otra forma, porque Ella era la Inmaculada Concepción, la concebida sin mancha de pecado original, porque debía alojar en su seno virginal al Verbo de Dios, y por lo tanto, no podía contener en sí misma el germen de corrupción y de malicia que es el pecado, y si no contenía el pecado original, no sufrió nunca lo propio del pecado, la corrupción de la muerte.
La Virgen fue concebida como Inmaculada Concepción y como Llena de Gracia, porque debía engendrar en su seno virginal al Verbo Eterno del Padre, Verbo Inmaculado y Gracia Increada en sí misma, y es por eso que la Asunción es solamente el desenvolverse, el desplegarse y el derramarse, desde su alma purísima, hacia su cuerpo purísimo, de esa gracia con la cual la Virgen fue concebida. La Virgen, que alojó en su seno al Verbo de Dios, no podía, de ninguna manera, experimentar en su cuerpo, el triunfo de la muerte, porque la muerte ya fue vencida por su Hijo en la cruz, y es por eso que, en el momento de morir, como la Virgen Inmaculada era, al mismo tiempo, la Llena de gracia, esa gracia se derramó sobre su cuerpo purísimo, y lo glorificó, transformándolo, como dice San Germán de Constantinopla, en “un cuerpo celestial e incorruptible, lleno de vida y sobremanera glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta”.
Es decir, en el momento de morir, la Virgen, lejos de experimentar la rigidez cadavérica que todo cuerpo comienza a experimentar, y lejos de experimentar, su cuerpo santísimo, los hedores de la muerte, como lo hace todo cadáver con el correr de las horas, por el contrario, el cuerpo santísimo de la Madre de Dios, sufrió un proceso absolutamente inverso y desconocido para la naturaleza humana, solo experimentado anteriormente por su Hijo Jesucristo en el día Domingo, en la Resurrección: su cuerpo santísimo fue invadido por la gloria divina, derramándose desde su alma inmaculada y llena de gracia, lo cual quiere decir que su cuerpo fue inmediatamente convertido en un cuerpo bienaventurado, es decir, en un cuerpo luminoso, lleno de la gloria divina, incorruptible, inmortal, partícipe de la vida trinitaria, y fue asunta inmediatamente hacia el seno de la Trinidad, para participar de la feliz bienaventuranza, por toda la eternidad.

Alma en gracia durante la vida, cuerpo glorificado al morir: lo que la Iglesia celebra y festeja en su Madre celestial, lo desea, lo implora y lo procura, por medio de los sacramentos, la oración y las obras de misericordia, para cada uno de sus hijos que peregrinan hacia el Reino de los cielos. Todos los hijos de la Virgen estamos llamados a seguir su mismo camino; todos estamos llamados a ser asuntos al cielo, pero para que nuestro cuerpo sea glorificado, nuestra alma debe vivir en gracia: alma en gracia durante la vida terrena, cuerpo glorificado en la vida eterna.