miércoles, 11 de febrero de 2015

La aparición de la Virgen como Inmaculada Concepción y su relación con nuestras vidas

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         “Yo soy era la Inmaculada Concepción”: con estas palabras, pronunciadas en el dialecto que hablaba Bernardita Soubirous, la Madre de Dios, la Bienaventurada siempre Virgen María, se daba a conocer, a una pobre campesina cuasi-analfabeta, en su condición de “Inmaculada Concepción”. La aparición de la Virgen venía a confirmar, de este modo, lo que el Magisterio de la Iglesia había definido como dogma, solemnemente, cuatro años atrás: que la Virgen era “Inmaculada Concepción”.
         El dogma afirma, implícita y explícitamente que la Virgen, al ser “Inmaculada Concepción”, significa que fue concebida no solo sin la mancha del pecado original, sino con la plenitud de gracia, porque fue concebida Llena de gracia santificante, y por lo mismo, inhabitada por el Espíritu Santo. Así, por dos vías distintas –una, por la definición solemne del Magisterio de la Iglesia; la otra, por revelación de la Madre de Dios en persona, a una niña ignorante de las cosas de religión y prácticamente analfabeta-, el cielo confirmaba lo que la Tradición afirmaba y creía desde el inicio: que la Virgen había sido concebida sin mancha de pecado original, y que por este motivo, era “el orgullo del Nuevo Israel”.
Ahora bien, frente a este dogma, declarado con toda solemnidad por el Magisterio de la Iglesia y confirmado por una de las apariciones más grandiosas de la Madre de Dios, nos preguntamos: ¿qué significa, más exactamente, que la Virgen sea “Inmaculada Concepción”? ¿Qué relación tiene con mi vida y con mi existencia? O, lo que es lo mismo: ¿cuál es la intención del cielo, al dar a conocer esta grandiosa aparición de la Virgen?
Intentaremos responder a estas preguntas, diciendo que el hecho de que la Virgen sea “Inmaculada Concepción”, significa que no solo su cuerpo fue inmaculado, porque jamás tuvo trato con ningún hombre –su relación con San José, varón casto y puro, fue como el de hermanos y nunca como el de esposos, tal como se entiende entre los hombres-, sino que toda su naturaleza humana, es decir, su alma, unida a su cuerpo, y que su alma sea inmaculada, llena de gracia e inhabitada por el Espíritu Santo desde su concepción, desde su creación, significa que las potencias intelectiva y volitiva de la Virgen no solo nunca estuvieron inclinadas, no solo al más mínimo mal –la Virgen jamás cometió un pecado venial, por leve que sea-, sino a la más mínima imperfección –la Virgen jamás cometió la más pequeñísima imperfección, ni siquiera una-: esto quiere decir que su inteligencia detectaba y rechazaba el error con todas sus fuerzas, al tiempo que se adhería a la Verdad Absoluta de Dios -quien habría de encarnarse en su mismo seno virginal, puesto que la Verdad Encarnada es su Hijo, Jesús de Nazareth, según sus mismas palabras: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”- y así su Mente Perfectísima no solo no estaba opacada por el pecado y por el erro, sino que brillaba con el resplandor de la Sabiduría Divina; quiere decir también que su voluntad rechazaba el mal con todas sus fuerzas, al tiempo que adhería al Bien Sumo y Perfecto, el Ser trinitario divino, Bien que habría de encarnarse en su seno virginal para darse luego a conocer como la Divina Misericordia, ya que este Bien Divino Encarnado no era otro que su Hijo, Jesús de Nazareth.
La otra pregunta que surge, al meditar sobre esta grandiosa aparición de la Virgen, es: ¿qué relación tiene esta aparición de la Virgen, con mi vida personal?
La relación es la siguiente: la Virgen es Madre de Dios y es Madre Nuestra, por designio divino, puesto que Jesús nos la dio como Madre, antes de morir en la cruz, cuando le dijo al Apóstol San Juan: “Hijo, he ahí a tu Madre”, porque en San Juan estaba representada toda la humanidad. Y el hecho de que la Virgen sea Nuestra Madre del cielo, a su vez, quiere decir que la Virgen, como buena Madre que es, quiere que todos sus hijos compartan con Ella su misma gloria y su misma alegría, y si se revela como “Inmaculada Concepción”, es para que sus hijos la imiten a Ella en esta condición suya de ser “Inmaculada Concepción”, porque así como todo hijo se parece a su madre, así también quiere, la Madre del cielo, que nosotros, sus hijos, nos parezcamos a Ella.
¿Cómo es posible esto? Desde el inicio, parece imposible, puesto que nuestra naturaleza está contaminada con el pecado original y puesto que el pecado es tinieblas y oscuridad, nuestras potencias intelectivas, la mente y la voluntad, y las pasiones corporales, están contaminadas por las tinieblas y la malicia del pecado. En otras palabras, imitar a la Virgen como Inmaculada Concepción, se presenta humanamente no como una tarea ardua y difícil, sino imposible, porque la Virgen posee la Luz de Cristo, mientras que nosotros somos “nada más pecado”, como dicen los santos. Sin embargo, lo que es “imposible para los hombres, es posible para Dios” y es por esto que, por medio de la gracia santificante, obtenida en el Sacramento de la Penitencia, nuestras almas pueden adquirir la Pureza Inmaculada, que las hace ser similares a la Virgen, y nuestros cuerpos, al estar las pasiones controladas por efecto de la gracia –las pasiones son controladas a la perfección por la inteligencia y la voluntad cuando estas están iluminadas por la gracia-, también puede imitar a la Pureza Inmaculada de la Virgen. De esta manera, por acción de la gracia santificante, obtenida por Jesucristo al precio altísimo del don de su Vida en la cruz, los hijos de la Virgen, concebidos por el Amor en su Inmaculado Corazón, al pie de la cruz, podemos imitar a la Virgen en su Inmaculada Concepción. ¿Y cuál es la finalidad de imitar a la Virgen en su Inmaculada Concepción? Recibir a su Hijo Jesús, Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía: así como la Virgen, al ser Inmaculada Concepción, ante el anuncio del ángel, recibió a Jesús, Dios Hijo, en su Mente Sapientísima, libre de errores y adherida a la Verdad, así nosotros debemos recibir, en nuestras mentes, la Verdad de la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y no dar lugar a ningún error, a ninguna duda y mucho menos, a ninguna herejía, acerca de la Presencia real y gloriosa de Jesús en la Eucaristía; así como la Virgen se adhirió libremente y con todo el amor de su Voluntad Limpidísima, al Amor de Jesús que quería encarnarse en Ella, así nosotros debemos adherirnos, libremente, y con todo el amor del que seamos capaces, a Jesús, Dios Hijo, que por la comunión eucarística quiere inhabitar en nosotros; por último, así como la Virgen recibió, en su Cuerpo Inmaculado, al Verbo de Dios, ofreciéndole su seno virginal para que Él se encarnara y anidara allí, así nosotros, purificados por la gracia y viviendo, según el estado de cada uno, en virginidad, en castidad y en pureza corporal, debemos recibir a Jesús Sacramentado, en la Comunión Eucarística, ofreciéndole nuestro cuerpo como “templo del Espíritu Santo”, para que una vez ingresado en él como Eucaristía, convierta a nuestros corazones en otros tantos altares, sagrarios y custodias, en donde Él sea amado, adorado, bendecido, ensalzado y glorificado por nuestras almas en gracia.

En pocas palabras, para que la imitemos a Ella y recibamos a Jesús Eucaristía en gracia, esto es, con una mente libre de errores, con una voluntad encendida en el Amor Divino y con un cuerpo casto y puro, es que la Virgen se apareció a Santa Bernardita como “Inmaculada Concepción”.