martes, 16 de diciembre de 2014

El amor de María a Dios


Cuando Dios nos comunica la gracia santificante, no sólo nos da la capacidad para recibir su Amor, que es divino y eterno, sino que nos da el poder y la capacidad de amarlo a Él. Aún más, Él se une tan íntimamente a sí al alma, que no sólo está y permanece substancialmente en el interior del alma, sino que forma, por así decirlo, como un solo espíritu con el alma[1].
         Para el alma en gracia, no hay entonces un acto más sublime y natural que un acto de amor sobrenatural a Dios. No hay nada más natural para el alma que se siente amada por Dios de una manera tan particular y con tanta intensidad, que se siente animada y atraída por Él, arder en amor ferviente por Él.
         Es natural para el fuego dar luz y calor y comunicar a lo que toca con sus llamas, su luz y su calor y transformarlo en fuego; el ser divino, que es fuego espiritual purísimo, nos comunica su gracia, que es su luz y su calor, que proviene de la naturaleza divina, para transformarnos en una imagen suya.
         La gracia entonces ilumina y calienta: ilumina, proporcionando un conocimiento, y calienta, o enciende, en un amor divino.
         Así como en el cielo el principal y más natural acto de los elegidos es la visión beatífica, en la tierra el amor a Dios es el acto más importante y natural de los justos[2].
         Y si la gracia hace arder de amor a Dios, con un amor espiritual y puro, nadie entre las creaturas ama a Dios con más intensidad, que María, la Llena de gracia.
         Si el amor sobrenatural a Dios depende de la gracia poseída en el alma, María es la Antorcha ardiente que flamea en los cielos con llamas eternas de amor divino a Dios Uno y Trino, y sus llamas iluminan, junto con la luz del Cordero, a la Jerusalén celestial.
         Si nuestro corazón es como piedra, incapaz de ser quemado por el fuego, y si además es oscuro como las tinieblas, tanto una como otra condición pueden ser cambiadas por María: María tiene el poder de cambiar la piedra en carbón, y el carbón sí puede arder, al contacto con el fuego y, ardiendo, puede iluminar.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, The glories of divine grace, TAN Books, Illinois 2000, 357.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 358.

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