miércoles, 27 de junio de 2018

Nuestra Señora del Perpetuo Socorro



         Un icono no es una pintura religiosa: es una forma de orar, contemplativamente, por medio del arte religioso. Es el caso del icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Es una pintura de estilo bizantino que, más que retratar a la Virgen y al Niño, reproduce una escena. Está realizada en madera sobre fondo dorado, color muy empleado por los artistas para expresar la gloria divina[1] en la que están inmersos los personajes del cuadro: la gloria de los ángeles de Dios, que están para servirlo y adorarlo; la gloria de la Madre de Dios, que es Reina de ángeles y hombres, y sobre todo, la gloria del Niño Dios, ya que Él es la Fuente de toda gloria y la Gloria Increada en sí misma. Se pueden apreciar, en lo alto del cuadro, escritas en letras griegas y la mitad a cada lado, las iniciales de la expresión “Madre de Dios”; al lado de la cabeza del Niño, las iniciales de “Jesucristo”; sobre el ángel a la izquierda, “el Arcángel Miguel”; y sobre el otro, “el Arcángel Gabriel”.
         En cuanto al Niño, es sostenido entre los brazos de María. El Niño, que se encontraba tranquilo, reposando entre los brazos de su Madre y gozando de su amor maternal, se ve sorprendido por la súbita aparición de los dos Arcángeles, que portan entre sus manos los instrumentos de la Pasión: la cruz, los clavos, la corona de espinas, la lanza con la que el soldado habrá de atravesar el Corazón de Jesús una vez que haya muerto en la cruz. El Arcángel de la izquierda es San Miguel, de manto verde, con la lanza y la esponja de vinagre; a la derecha San Gabriel, de manto violáceo, con la cruz y los clavos que perforaron pies y manos al Redentor.
La aparición de los ángeles, súbita, y con el agregado de que contienen los elementos de la Pasión, hace que el Niño dé un giro con su cuerpecito y su cabeza, dirigiendo la mirada hacia la cruz que porta uno de los Arcángeles. En su movimiento y giro del cuerpo, ligero y brusco, se le desata una sandalia, que es la que se observa pendiendo de uno de sus piececillos.
         La Virgen sostiene al Niño entre sus brazos, pero no mira al Niño, sino que nos mira a nosotros, sus hijos adoptivos, porque lo que le sucede al Niño, que es el asustarse por la visión de los instrumentos de la Pasión, también nos sucede a nosotros cuando nos asustamos por las pruebas y dolencias, desde el momento en que estamos llamados a participar, por medio de las enfermedades y tribulaciones de la vida, de la Pasión del Señor. La Virgen tranquiliza al Niño Dios estrechándolo entre sus brazos; a nosotros, nos tranquiliza con su amorosa mirada maternal, para que continuemos caminando por esta vida llevando el peso de la cruz.
La Virgen viste un manto azul con bordes y una estrella dorada y una túnica roja y el significado es el siguiente: la estrella dorada en la frente de la Virgen es un símbolo de Ella misma, ya que uno de sus nombres es “Estrella de la mañana” o “Aurora de la mañana”: así como la aparición en el cielo de la Estrella de la mañana significa el fin de la noche y el comienzo del nuevo día, así la Virgen es llamada “Estrella de la mañana” porque cuando Ella llega a un alma, para el alma termina la noche del error, del pecado y de la ignorancia, así como la huida de las tinieblas vivientes –los demonios- que envolvían al alma, puesto que con Ella llega el Sol de justicia, Jesucristo, quien con la luz de su gracia disipará para siempre las triples tinieblas –vivientes, del pecado y del error- en las que se encuentra inmersa, sin darse cuenta de ello.
En cuanto a los distintos colores, de la túnica y del manto, significan lo siguiente: en los inicios del Cristianismo, las vírgenes se distinguían con el color azul, símbolo de pureza, y las madres con el color rojo, signo de caridad y de amor maternal. El hecho de que la Virgen lleve los dos colores, simboliza a la perfección el doble privilegio divino de la Virgen de ser, al mismo tiempo, Virgen y Madre de Dios. Aparece un tercer color en el revés del manto y es el color verde, símbolo de la realeza, con lo cual se indica entonces, por medio de la vestidura, que la Virgen es Virgen, Madre de Dios y Reina de cielos y tierra, de ángeles y hombres.
Al contemplar el cuadro de la Virgen, tengamos en cuenta su rico significado para orar con él, recordando que podemos aliviar el susto del Niño Dios uniéndonos a su Pasión, no solo sin queja alguna sino con gran amor, por medio de las tribulaciones de la vida presente.



sábado, 9 de junio de 2018

Memoria del Inmaculado Corazón de María



La Santísima Virgen fue concebida sin la mancha del pecado original porque estaba destinada a ser la Madre de Dios. Como tal, debía estar inhabitada por el Espíritu Santo, Espíritu que es Purísimo e Inmaculado, pues debía recibir en su seno virginal al Hijo de Dios, también Él Purísimo Dios. No podía, la Mujer destinada desde la eternidad a ser Madre de Dios y Virgen al mismo tiempo, estar contaminada con la impureza del pecado; no podía, la que debía alojar en su seno incontaminado a Aquel a quien los cielos no pueden contener, tal es su grandeza y majestuosidad, poseer ni siquiera la más ligerísima mancha de pecado; no podía, la que estaba llamada a ser la Roca cristalina de los cielos, que debía atrapar en su seno virginal a la Luz Purísima del Ser divino trinitario del Hijo, estar contaminada con la más pequeñísima impureza de la concupiscencia; no podía, la que estaba destinada por la Trinidad a ser el Diamante celestial que luego de conservar en su interior a la Luz Eterna, Jesucristo, por nueve meses, para darlo a luz en Belén, Casa de Pan, en la plenitud de los tiempos, tener la más ligerísima mácula de malicia, la malicia del pecado y es por eso que la Virgen Santísima, la creatura más pura, hermosa y agraciada que jamás haya sido creada ni será creada otra igual, fue concebida como Inmaculada y Purísima.
         Desde su Concepción Inmaculada, la Virgen fue inhabitada, en su cuerpo, en su alma y en su corazón, por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque habría de ser este Amor Divino y no un amor humano el que llevaría, desde el seno del eterno Padre hasta el seno de la Madre de Dios, al Logos divino, al Verbo co-substancial al Padre. El Verbo de Dios, al encarnarse, no solo debía encarnarse por obra del Espíritu Santo, sino que debía estar inhabitada por el mismo Amor de Dios, para que el Verbo de Dios no encontrara diferencias, en el Amor Puro y celestial en el que vivía en el seno del Padre desde la eternidad y el Amor Puro y celestial que habría de encontrar en el seno virgen de María. Y a su vez, el Espíritu Purísimo de Dios no podía inhabitar en un seno mancillado por la malicia del pecado, manchado por la impureza de la concupiscencia, por lo que la Santísima Trinidad decidió crear a una creatura llamada Virgen María, tan hermosa y pura, que sería aventajada en hermosura y pureza sólo por la mismísima Santísima Trinidad.

miércoles, 6 de junio de 2018

La Verdadera Devoción consiste en hacer de la propia vida una consagración



     

         La Verdadera Devoción no consiste en devociones que, aunque practicadas con piedad, están separadas unas de otras; tampoco consiste en esta o en otra devoción: la Verdadera Devoción, dice el Manual,  consiste en “un acto formal de consagración, pero consiste esencialmente en vivirla ya desde el primer día; en hacer de ella no un acto aislado, sino un estado habitual”[1]. Es decir, consiste en un acto de devoción, que es la consagración, pero es una devoción tal, que termina por abarcar todos los actos de la vida; es una devoción que termina por convertirse en la raíz y el fundamento de nuestro ser y existir, esto es lo que quiere decir el Manual cuando dice que la “devoción no es un acto aislado, sino un estado habitual”. La consagración a María debe ser un “estado habitual”, es decir, el legionario, por la consagración a María, debe vivir todos los días, todo el día, como consagrado. No debe vivir la consagración como un acto de devoción que hizo en algún momento de su vida y a ese acto lo recuerda cada tanto: debe vivir la consagración como un estado de vida, de tal manera que, si alguien le preguntara: “¿Cuál es su estado de vida?” a un legionario, éste debería responder: “Consagrado a María”. Y por supuesto, debe responder más con actos y hechos y no con meras palabras.
         En este sentido se pronuncia el Manual: “Si a María no se le da la posesión absoluta y real de esta vida –no de algunos minutos u horas simplemente-, el acto de consagración, aunque se repita muchas veces, no vendrá a valer más que lo que puede valer una oración pasajera. Será como un árbol que se plantó, pero no se arraigó”[2]. Es decir, el Manual lo afirma en este sentido: si a la Virgen no se le da, en el acto de consagración, toda la vida, todo el ser, lo que somos y poseemos, aun cuando repitamos el acto de consagración varias veces –por varios años, en cada aniversario-, la consagración no será tal, porque no habrá arraigado en lo más profundo del corazón. La consagración a María será como una hoja que se lleva el viento, cuando debería ser un árbol bien plantado y con sus raíces echadas en el corazón.
         Esto no quiere decir que se esté siempre y en cada momento con el pensamiento puesto en la consagración, dice el Manual: “No se crea que esta Devoción exige que la mente esté siempre clavada en el acto de consagración”[3]. Da el ejemplo luego: “Sucede como en la vida física: así como esta vida sigue estando animada por la respiración y el latir del corazón, aunque no reparemos en sus movimientos, también la vida del alma puede estar animada por la Verdadera Devoción incesantemente, aun cuando prestemos a ella una atención consciente y actual; basta que reiteremos de vez en cuando el recuerdo del dominio soberano de la Virgen, rumiando esta idea despacio y expresándola en actos y jaculatorias, para darle calor y viveza; pero con tal de que reconozcamos de una manera habitual nuestra dependencia de Ella, le tengamos siempre presente –al menos de una manera general-, y ejerza influencia real y absoluta en todas las circunstancias de nuestra vida”[4].
         Es decir, la consagración debe ser como la respiración, de manera tal que no estemos constantemente enfocados en ella, pero que al mismo tiempo, sea vital para nosotros, como es vital la respiración y el latido cardíaco. Aunque no estemos todo el tiempo hablando de la Virgen, la Virgen tiene que ser el “alma de nuestra alma”, por así decirlo, de manera tal que esté presente en cada momento de nuestra vida. Y así como cada tanto nos acordamos que respiramos y que el corazón late, así nos acordemos de la Virgen por medio de jaculatorias y oraciones.
            Una pregunta que podemos hacernos, para saber cómo es nuestra consagración, es la siguiente: ¿ejerce la Virgen una influencia real y absoluta en TODAS las circunstancias de mi vida? Un ejemplo puede aclararnos el sentido de la pregunta: la Virgen nos dice: "Hagan lo que Él les diga" y lo que su Hijo Jesús nos dice, entre otras cosas, es que "amemos a nuestros enemigos", "perdonemos setenta veces siete", "carguemos la cruz de cada día". ¿Hago lo que la Virgen me dice, esto es, hacer lo que Jesús me ordena en el Evangelio, o hago mi voluntad? Según cómo sea la respuesta a esta pregunta, sabremos si nuestra consagración es un estado habitual, o es solo una devoción pasajera.



[1] Cfr. Manual del Legionario V, 5.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.