lunes, 10 de septiembre de 2012

De la castidad de María




            Luego de la caída de Adán y Eva, por el desorden de las potencias del alma que provocó el pecado original, el hombre quedó en rebeldía con Dios y consigo mismo, porque perdió el don de la integridad, que le permitía el control perfecto de sus pasiones.
         Se ofuscó su mente, por lo cual se le hizo muy difícil tender a la Verdad, y se ofuscó su voluntad, por lo cual se le hizo muy difícil tender al Bien; se ofuscaron sus pasiones, por lo cual se le hizo muy difícil controlar sus pasiones. Y de entre todas las pasiones, que quedaron como desatadas del control de la razón, fue la concupiscencia de la carne la que más pesar le produjo, porque por ella se alejó todavía más de Dios.
         La concupiscencia de la carne es una consecuencia del pecado original, el pecado de soberbia, y su descontrol es tal que es imposible encauzarla sin la ayuda de la gracia divina y es imposible no caer sin el auxilio de la gracia.
         En su lucha por adquirir la virtud de la pureza, el católico no está solo, ya que Dios lo asiste en su Iglesia para que alcance la perfección en el seguimiento de Cristo Casto y Puro.
Uno de los auxilios más importantes con que cuenta el católico es la Presencia de María Santísima en la Iglesia. Ella es modelo ideal y fuente de santidad y de castidad. De Ella dice la Escritura: “hermosa como la tortolilla” (Cant 1, 9), y la llama también azucena: “Como azucena entre espinas, así es mi amiga entre las vírgenes” (Cant 2, 2).
Su sola Presencia infunde deseos de castidad y pensamientos de pureza, según dice Santo Tomás: “La hermosura de la bienaventurada Virgen infundía castidad a los que la miraban”.
María está Presente en la Iglesia con su espíritu de pureza y de castidad, y Ella infunde en el alma deseos de castidad, y no de una castidad cualquiera, sino que infunde deseos de una castidad sobrenatural, la misma castidad de su Hijo Jesús.

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