miércoles, 15 de agosto de 2018

Asunción de María Santísima



         Según la Tradición, la Virgen María no murió sino que, una vez llegado el término de su vida terrestre, se durmió –por eso esa fiesta se llama también “De la Dormición de la Virgen”- y, al despertar, se despertó en el cielo, rodeada de ángeles que la acompañaban hasta la Presencia de su Hijo Jesús, quien con los brazos abiertos y con todo el amor de su Sagrado Corazón, la recibió en su Reino. Es decir, según la Tradición, la Virgen no murió, por lo que su cuerpo inmaculado no sufrió ni la rigidez cadavérica, ni tampoco siquiera la más ligera corrupción, tal como sucede con todos los cadáveres. La Virgen no experimentó la muerte, porque a través de Ella vino Aquel que es la Vida Increada y Causa de toda vida creada. La Virgen no experimentó la muerte, porque a través de Ella vino Aquel que venció a la muerte para siempre con su muerte en cruz, dando muerte a la muerte y concediéndonos a cambio su Vida eterna. La Virgen no experimentó la muerte, porque no podía morir Aquella que había alojado en su seno al Dios Victorioso e Invencible, que con su muerte en cruz dio muerte al autor de la muerte, el Demonio, y al Pecado, consecuencia del alejamiento de Dios de parte del hombre.
         Pero la Virgen no solo no experimentó la muerte, sino que recibió la vida eterna, gloriosa, de Jesús resucitado: Ella ya poseía esa vida aun en la tierra, porque su alma Purísima, exenta del pecado, estaba inhabitada por el Espíritu Santo, que la colmaba en todo momento con su gracia. Pero ahora, en el momento de su Dormición, toda la gracia que colmaba su alma se derramó sobre su cuerpo inmaculado, de manera que ahora toda Ella, en cuerpo y alma, estaba cubierta de la gloria de Dios, siendo Asunta en cuerpo y alma glorificados. Es decir, la Virgen no solo no murió, sino que fue colmada, en su alma y en su cuerpo, con la gloria de Dios, y así fue Asunta a los cielos.
         Ahora bien, la Asunción de la Virgen a los cielos es una señal de esperanza para nosotros, sus hijos, que vivimos en el tiempo, sujetos al pecado y a su ley, la muerte, porque así como la Virgen es nuestra Madre y fue Asunta a los cielos, así nosotros, que somos sus hijos pecadores, esperamos algún día ser asuntos al cielo en cuerpo y alma, como Ella. Para eso, debemos implorar constantemente por su intercesión, pidiéndole que no permita que nuestras almas se vean despojadas de la gracia, la misma gracia que, en la otra vida y en el Reino de los cielos, es la gloria divina que envuelve cuerpo y alma. Vivamos en esta vida unidos de tal manera a Nuestra Madre del cielo para que, algún día, también nosotros vivamos para siempre, en el Reino de los cielos, con el  cuerpo y el alma glorificados.

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