lunes, 30 de diciembre de 2019

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios


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(Ciclo C – 2019-2020)
          Guiada por su sabiduría sobrenatural y bi-milenaria, la Santa Madre Iglesia coloca la Solemnidad litúrgica de Santa María Madre de Dios en el preciso instante en el que, apenas finalizado el año civil, comienza un nuevo año civil y esto no es una casualidad, sino que está hecho así a propósito, es decir, a sabiendas. En otras palabras, no es una coincidencia de la casualidad que la Iglesia celebre la Solemnidad de Santa María Madre de Dios justo en el momento en el que el mundo, literalmente hablando, deja atrás un año y comienza otro. Un significado es que el tiempo litúrgico penetra y hace partícipe, al tiempo mundano, de la eternidad de Dios, por medio de la solemnidad litúrgica. Esto sucede porque la Iglesia no es indiferente ante la historia humana y por eso está presente incluso cuando los hombres ni siquiera piensan en lo sagrado, como lo es el festejar el paso del tiempo.
          La razón de la presencia de la solemnidad de Santa María Madre de Dios al inicio del año nuevo no es solo que los católicos no mundanicen el tiempo, impregnado de la eternidad de Dios desde la Encarnación del Verbo, sino que además de eso, consagren el tiempo nuevo que se inicia al Inmaculado Corazón de María.
          El evento sobrenatural más grande de la historia humana, la Encarnación del Verbo, hace que el tiempo humano, la historia humana –su pasado, presente y futuro-, que se mide en segundos, horas, días y años, haya quedado “impregnado”, por así decirlo, por la eternidad de Dios, puesto que el Verbo Encarnado es Dios Eterno ingresado en el tiempo, que a partir de la Encarnación hace que las coordenadas tiempo y espacio, en vez de dirigirse “linealmente”, es decir, en sentido horizontal, comiencen una nueva trayectoria, ascendente, hacia la eternidad de Dios.
          La Encarnación del Verbo determina que la historia humana adquiera un nuevo sentido y si antes podía graficarse a esta en sentido lineal y horizontal, a partir de la Encarnación de la Palabra de Dios, puede y debe graficarse en el nuevo sentido que adquiere, el sentido ascendente, porque el tiempo y el espacio quedan, como dijimos, “impregnados” por la eternidad de Dios.
Dios Trino es el Dueño total y absoluto no solo de la humanidad, sino de la historia humana y es por esta razón que se encarna, para dirigir a la historia y a la humanidad hacia sí.
Sólo por este motivo el tiempo –y por añadidura, el festejo de su paso, que es en lo que consiste la celebración del año nuevo-, debería bastar para ser considerado como “sagrado”, porque en absoluto es lo mismo que el Verbo se encarne o no se encarne. Al encarnarse en el seno purísimo de María Virgen, el Verbo de Dios ha hecho partícipe al tiempo y a la historia de su eternidad y su santidad. Con esto bastaría, por lo tanto, para que el hombre, al festejar el paso del tiempo, no lo haga mundana y terrenalmente, sino con un sentido de eternidad: cada segundo que pasa es un segundo menos que nos acerca a la eternidad plena de Dios Trinidad; cada “año nuevo” que el hombre festeja, es un año menos que nos separa del Gran Día, el Día del Juicio Final, el Día en el que el Juez glorioso y supremo, Cristo Jesús, habrá de juzgar a la humanidad para dar a cada uno lo que merece, según sus obras. Lo volvemos a decir: con esto debería bastar para que el hombre no celebre el paso del tiempo de modo pagano y mundano, sino con un sentido cristiano y trascendente, mirando a la eternidad que se aproxima cada vez más.
Ahora bien, la Iglesia le añade otro motivo más para que el festejo del fin de año y de inicio de año esté centrado en Cristo Jesús y el modo por el cual lo hace es colocando la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en el primer segundo del tiempo nuevo que se inicia.
En el mismo segundo en el que el hombre festeja el cambio de año, la Iglesia coloca esta solemnidad para que el hombre consagre, al Inmaculado Corazón de María, el tiempo nuevo que se inicia, para que cada segundo, cada hora, cada día, queden bajo el amparo y la protección de la Madre de Dios.
          Como  dice la Santísima Virgen al Padre Gobbi, muchos cristianos –muchos católicos-, a pesar de vivir en países prósperos y en libertad religiosa, como los países capitalistas –a diferencia de los cristianos perseguidos, aquellos que viven bajo la opresión de regímenes comunistas como Cuba, China, Venezuela, etc.-, a pesar de esta abundancia material, viven sin embargo una “indigencia espiritual, totalmente sumergidos en sus intereses terrenales”[1] y muestra de esta indigencia espiritual, consecuencia de haber dejado de lado al Hombre-Dios Jesucristo, es la forma de festejar, pagana y mundana, el paso del tiempo. De esta manera, estos cristianos –siempre según la Virgen- “cierran conscientemente sus almas a la gran misericordia”[2] del Hijo de la Virgen, el Hombre-Dios Jesucristo.
          La anti-cristiana cosmovisión marxista[3], según la cual el pobre material –el obrero, el asalariado- es el centro de la historia, ha transmitido sus errores a una parte importante de la Iglesia y es así como han surgido teorías y teologías que dejan de lado al Hombre-Dios para colocar en su lugar –impíamente- al hombre, constituyéndolo al hombre en objeto de auto-adoración o de adoración de sí mismo. Según estas teorías, el Reino de Dios sería una impostación mundana, terrena e intra-histórica, sin miras de trascendencia y por supuesto sin su realización en la eternidad. Siguiendo a estas cosmovisiones anti-cristianas, el hombre –más que el hombre, el pobre material- constituiría la salvación, el estado ideal de santidad intra-mundana que no necesita de un Salvador como Jesucristo, ni tampoco de su gracia santificante: la salvación está en salir del estado de pobreza.
          Pero ni el pobre es el centro de la historia, ni la pobreza el objetivo del hombre: la salvación consiste en quitar el pecado del alma por la gracia de Jesucristo y convertir el corazón a Jesús Eucaristía y es para ayudar a esta conversión eucarística que la Iglesia pone, al inicio del año civil, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, para que el hombre se consagre a su Inmaculado Corazón y deposite en sus manos maternales el tiempo nuevo que se inicia. Iniciemos entonces el nuevo año elevando los ojos del alma a la Madre de Dios y, unidos a Ella por la fe y el amor, encomendemos el año nuevo a su maternal protección, para que, adorando a su Hijo en el tiempo, lo continuemos adorando en la eternidad.




[1] Stefano Gobbi, A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Santísima Virgen, Mensaje del 31 de Diciembre de 1975, última noche del año, Editorial Nuestra Señora de Fátima, Argentina 1992, 179.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem, 180.

martes, 17 de diciembre de 2019

La liturgia de la Eucaristía en unión con María



         El Manual del Legionario nos enseña a no acudir a la Santa Misa si no es con María y a unirnos a Ella en este Santo Sacrificio. Afirma el Manual del Legionario[1] que la tarea de la Redención no la comenzó Nuestro Señor Jesucristo sin “el consentimiento de María”, el cual fue “solemnemente requerido y libremente otorgado”. Y así como no la comenzó sin María a la Redención, tampoco la finalizó sin Ella, ya que Ella estuvo al pie de la cruz en el Calvario. Continúa el Manual, afirmando la Corredención de María, al unirse mística y espiritualmente al sacrificio redentor de su Hijo: “De esta unión de sufrimientos entre María y Cristo, Ella se convirtió en la principal restauradora del mundo perdido y medianera de todas las gracias que Dios obtuvo por su muerte y con su sangre”. El Manual afirma que así como la Virgen permaneció al pie de la Cruz, así permanece en cada Santa Misa: “En cada Misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las mismas condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en que permaneció junto a la cruz. Está allí, aplastando la cabeza de la serpiente”.
         Junto a María, estuvieron los representantes de cierta legión –el centurión y su cohorte- y aunque ellos crucificaban al Señor de la gloria, también sobre ellos descendió la gracia a raudales. Y al contemplarlo sin vida, los legionarios romanos proclamaron al Único y Verdadero Hijo de Dios crucificado. Estos rudos legionarios, que crucificaban sin saberlo al Señor de la gloria, fueron sin embargo los primeros –luego de Juan- a quien la Virgen recibió como hijos adoptivos de Dios. Si esto sucedió con los legionarios romanos, lo mismo sucede con los legionarios de la Legión de María, cuando estos participan de la misa cada día, al unir sus intenciones y corazones a las intenciones y al Corazón Inmaculado de María, con lo cual se unirán a su vez, por medio de María, al sublime Sacrificio del Calvario.
         Los legionarios, al ver con los ojos de la fe levantado en alto al Señor de la gloria, se unirán a Él para formar una sola Víctima y luego comerán de la Carne de la Víctima inmolada, para participar de los frutos del divino Sacrificio en su plenitud.
         Los legionarios que participen de la Misa han de procurar “comprender la parte tan esencial que tuvo María, la nueva Eva, en estos sagrados misterios: cuando su Hijo estaba consumando la redención de la Humanidad en el ara de la cruz, Ella estaba a su lado sufriendo y redimiendo con Él, por eso con toda razón se puede llamar Corredentora”. Y, unidos a Ella y por medio de Ella a  Cristo, los legionarios se convierten en corredentores de la Humanidad, cada vez que asisten a la Santa Misa.



[1] Cfr. Cap. VIII, 3.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Nuestra Señora de Guadalupe



         Una de las características de la aparición –entre tantas- de Nuestra Señora de Guadalupe, es que Ella se aparece a quien humanamente es el más pequeño de todos, aunque también es el más devoto, el más ferviente –va a misa todos los días- y el que más fe tiene en los sacramentos –cuando se le aparece la Virgen, está en la tarea de buscar un sacerdote para que le dé la extremaunción a su tío-. Es decir, visto humanamente, Juan Diego carecía de riquezas materiales, de instrucción, de posición social. Sin embargo, tenía otros grandes dones, que superaban con mucho a los que no tenía: como dijimos, era ferviente, devoto y tenía mucha fe en la Iglesia y en los sacramentos. La prueba es que siempre se dirigió al obispo como lo que es, el jefe de la iglesia local, y con mucho respeto y atención; además, tenía una gran devoción por la misa, a la que acudía todos los días y tenía una gran fe en los sacramentos, sobre todo la Eucaristía. Insignificante en la escala social, pero grande espiritual y sobrenaturalmente. Y la Virgen lo elige a él para aparecerse, en una de las más grandes manifestaciones marianas de todos los tiempos: no elige ni al obispo –aunque es testigo de su milagro- ni a los sacerdotes, ni a los hombres de mayor posición social y de mayores riquezas terrenas: la Virgen lo elige a él, a Juan Diego, un indígena de escasos conocimientos humanos y muy pobre materialmente, aunque con grandes virtudes sobrenaturales, sobre todo sabiduría celestial y fe.
         Es a él –y en la persona de Juan Diego, a todos nosotros- a quien la Virgen elige para decirle estas hermosas y consoladoras palabras: “Sábelo, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, del Creador de las personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediatez, el Dueño del cielo, Dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, mi compasión, mi auxilio y mi salvación. Porque en verdad soy vuestra madre compasiva, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; quiero oír ahí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores”[1]. Y cuando Juan Diego, preocupado por la salud de su tío, decide ir por otro camino, para así no encontrarse con la Virgen y poder llegar al sacerdote para que le lleve la unción de los enfermos, la Virgen se le aparece y le dice: “Escucha, y ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que no es nada lo que te asusta y aflige. Que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad, ni ninguna otra enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra cosa te aflija, ni te perturbe. No te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya sanó”.
         Atesoremos las palabras de la Virgen dichas a Juan Diego; las guardemos en la memoria, pero sobre todo en el corazón, porque a través de él, son dichas para todos y cada uno de nosotros. Y le pidamos a la Virgen que, si carecemos de las cualidades de Juan Diego, que Ella, como Madre amorosísima, supla con su amor maternal nuestras carencias y nos lleve, como a Juan Diego, en lo más profundo de su Corazón Inmaculado.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

¿Quién es la Inmaculada?



         La Inmaculada es la Mujer del Génesis (3, 15), que con el poder de Dios participado aplasta la cabeza de la Serpiente Antigua; la Inmaculada es la Mujer al pie de la Cruz (Jn 19, 25-27) que por pedido divino nos recibe como hijos adoptivos de Dios y herederos del Reino; la Inmaculada es la Mujer revestida de sol de la que habla el Apocalipsis (12, 1), Emperatriz de cielos y tierra; es la Llena de gracia (Lc 1, 26-38) que da su asentimiento al plan divino de nuestra redención.
         La Inmaculada es la Mujer que Dios ha puesto como Madre nuestra del cielo, para que nosotros no tengamos miedo de llegar a Dios, porque nadie tiene miedo de una madre que tiene a su Hijo en brazos, como la Virgen.
         La Inmaculada es la Mediadora de todas las gracias, a la que Dios ha puesto para que acudamos a Él para pedirle cualquier gracia, porque nadie tiene temor en pedirle a su propia Madre aquello que necesita, y así al ser nuestra Madre, no tenemos temor en pedir las gracias que necesitamos para nuestra eterna salvación. Al darnos a la Virgen como Mediadora de todas las gracias, Dios se asegura por una doble vía que las hemos de conseguir: por un lado, porque siendo la Virgen nuestra Madre celestial amorosísima, no tenemos temor en acercarnos a Ella para pedirle esas gracias; por otro lado, porque Él no le niega nada a la Madre de Dios y de los hombres.
         Le pidamos a la Inmaculada, en este tiempo de Adviento, la gracia de preparar el corazón para recibir a Cristo Dios que Vino en Belén, Viene en cada Eucaristía y ha de Venir al fin de los tiempos a juzgar a vivos y muertos.

martes, 3 de diciembre de 2019

La Iglesia es misionera por esencia



          Antes de subir a los cielos, luego de resucitado, Jesús dejó encargado a la Iglesia Universal, a la Iglesia de todos los tiempos, el mandato misionero: “Id por todo el mundo y predicado el Evangelio; el que crea y se bautice se salvará, el que no crea y no se bautice no se salvará” (Mt 16, 15). Esto quiere decir que cuando la Iglesia hace misión, no hace otra cosa que seguir el mandato de su Señor, quien explícitamente dio a su Iglesia, la Iglesia Católica, el encargo de la misión.
          Ahora bien, ¿en qué consiste este mandato misionero y cómo se lo cumple? Ante todo, para saber cómo se lo cumple, no hay más que contemplar cómo, a lo largo de los siglos, desde que la Iglesia misma fue constituida al pie de la Cruz, en el Calvario, los santos de todos los tiempos han entregado sus vidas por la difusión del Evangelio. Evangelizar no quiere decir imponer, ni coaccionar, puesto que la aceptación del Evangelio debe ser libre y debe surgir de lo más profundo del ser de cada persona, pero tampoco significa ingresar en una cultura para quedarse cruzados de brazos o, peor aún, asimilar esa cultura de manera tal que la personalidad del bautizado y el rostro de la Iglesia Católica queden desfigurados, al punto de hacerse irreconocibles.
          ¿En qué consiste el mandato misionero? Consiste en bautizar a los paganos y en proclamar a nuestros prójimos, más que con discursos y sermones, con el ejemplo de vida, que somos cristianos y que venimos a traer una Buena Noticia, la Noticia de la Encarnación del Verbo, la Segunda Persona de la Trinidad, que se ha hecho carne en el seno purísimo de María Santísima, que padeció la Pasión por nuestra salvación, que murió en la Cruz para derrotar de una vez y para siempre a nuestros grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte y que resucitó al tercer día, según lo predijo; que subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre y que ha de venir, al fin de los tiempos, a juzgar a vivos y muertos, para dar a los buenos el Reino de los cielos y a los malos, el Infierno. En síntesis, en esto consiste la misión, en la proclamación del Credo que rezamos todos los Domingos en Misa, pero no con discursos y sermones, como dijimos, sino con ejemplo y santidad de vida, lo cual es sumamente difícil cuando lo intentamos con nuestras fuerzas y es sumamente fácil cuando entregamos nuestra labor misionera al Inmaculado Corazón de María.
          La Iglesia es esencialmente misionera y esa misión, si bien por lo general se realiza en lugares lejanos, se realiza también cada día, cuando finaliza la Santa Misa y el ámbito es aquel en el que nos movemos y aquellos quienes deben ser evangelizados son, para comenzar, nuestros seres queridos, para luego continuar con todo prójimo que se nos cruce en el camino. La Evangelización del mundo, la misión de la Iglesia, comienza en realidad cada vez que finaliza la Santa Misa; cada vez que finalizada la Misa abandonamos el templo para comenzar nuestras labores cotidianas. Confiemos nuestra misión al Inmaculado Corazón de María y será Ella quien haga la misión y evangelice por nosotros, dando a todos a su Hijo Jesús, Presente en la Eucaristía.

lunes, 2 de diciembre de 2019

Volver la mirada a Cristo Dios en la Eucaristía



          Nuestra vida puede compararse a la siguiente imagen: un hombre que va caminando por un sendero, atento a las indicaciones que le dicen por dónde debe seguir. Mientras el hombre está atento a las indicaciones, no se pierde y está seguro de llegar a su fin. Sin embargo, puede suceder que un enemigo suyo le ponga señales erróneas que lo hagan equivocar el camino, o puede suceder que él mismo, por su propia distracción, deje de prestar atención a las indicaciones, con lo cual inevitablemente perderá el camino. El enemigo en nuestras vidas es el demonio, que nos pone señales falsas en el camino al Reino, para que nos extraviemos y nunca lleguemos; las distracciones, son nuestras propias faltas a la Ley de Dios, cometidas a causa de la debilidad de nuestra naturaleza humana. Tanto en uno como en otro caso, el resultado es el mismo: nos desviamos de nuestro último fin, que es Dios y así no conseguimos llegar al Reino de los cielos.
          Es por lo tanto algo imperativo que no nos dejemos engañar por las falsas señales del enemigo, ni que nos desviemos por nuestra propia distracción, para poder llegar al Reino de los cielos. Ahora bien, nos hacemos una pregunta: ¿de qué manera estaremos seguros de poder llegar al Reino, sin desviarnos del camino y sin hacer caso de las señales falsas? Hay una sola forma y es fijando la vista del alma en el la Eucaristía y en el Inmaculado Corazón de María, Refugio de pecadores. Si miramos constantemente al Santísimo Sacramento del altar y al Corazón de la Virgen y aún más, si nos consagramos a Ella, estaremos seguros de que no sólo nunca nos desviaremos del camino, sino que llegaremos pronta y rápidamente al Reino de los cielos, nuestro destino final.

Edificar la vida sobre la Roca que es Cristo



          En el Evangelio, Jesús narra la parábola de los dos hombres que construyeron sus casas, uno sobre arena y el otro sobre la roca. El que construyó su casa sobre arena, vio cómo ésta se derrumbó cuando comenzaron a caer las intensas lluvias y a soplar los fuertes vientos; el que construyó sobre roca, vio en cambio cómo su casa, a pesar del ímpetu de los vientos y el agua torrencial, se mantuvo incólume y persistió de pie, hasta que la tormenta pasó. La parábola refleja a la perfección las vidas de distintos hombres: quienes construyen su vida espiritual sobre un fundamento que no es Cristo –puede ser el dinero, la fama, el poder, etc.-, verán derrumbarse su edificio espiritual apenas comiencen a soplar los vientos de las tribulaciones; en cambio, quien construya su vida espiritual sobre la Roca que es Cristo, ése verá cómo su alma sobrevive a las tormentas espirituales más duras de la vida.
          Como estos últimos hombres debemos hacer nosotros: construir nuestro edificio espiritual sobre Cristo, que es la Roca, para que nuestra alma esté asentada sobre sólidos cimientos espirituales y así, cuando sobrevengan las tempestades y las zozobras de la vida, que inexorablemente han de venir, entonces salgamos incólumes de su arremetida. Ahora bien, ¿qué quiere decir “construir sobre Cristo”? Construir sobre Cristo que es la Roca quiere decir vivir la vida de la gracia, esto es, confesarnos con frecuencia y comulgar asiduamente, en estado de gracia, sobre todo en las misas de precepto; quiere decir orar con frecuencia, principalmente el Santo Rosario; quiere decir tratar de estar permanentemente en presencia de Dios, sin olvidar ni por un instante que Dios nos observa, lee nuestros pensamientos y está atento a cada movimiento que hacemos, y que le agradan nuestras obras buenas, como también le desagradan las obras malas.
          Construyamos sobre la Roca que es Cristo y así tendremos, en la vida eterna, una morada en el Reino de los cielos.

Alimentar la unión con Dios nos hace crecer en gracia



          Cuando nos comparamos con Dios, constatamos una cosa: que no hay punto de comparación con Él: Dios es infinitamente grande, y nosotros somos, literalmente hablando, “nada más pecado”, como lo dicen los santos. Ahora bien, esta pequeñez nuestra, esta nada nuestra, puede seguir siendo pequeña y pecadora, o bien puede convertirse en algo grande y santo. Para darnos una idea, debemos recordar la parábola del grano de mostaza: al principio es pequeño, pero luego se convierte en un arbusto tan grande, que hasta los pájaros del cielo van a hacer sus nidos allí. Ese grano de mostaza, pequeño, insignificante, somos nosotros, en nuestro estado natural, sin la gracia santificante; el grano de mostaza convertido en gran arbusto somos también nosotros, pero aumentados en tamaño y fuerza por acción de la gracia santificante. Sin la gracia, sin la unión con Dios, somos nada; con la gracia, con la unión con Dios que nos da la gracia, crecemos hasta “la estatura de Cristo”.
          ¿De qué manera podemos crecer hasta la estatura de Cristo? ¿Cómo dejar de ser pequeños e insignificantes, como el grano de mostaza al inicio de la parábola, para luego ser grandes como un arbusto, como un grano de mostaza ya crecido? ¿De qué manera dejar de ser nosotros mismos, que somos nada más pecado, para ser “otros cristos”? Hay una sola manera y es acudiendo al Inmaculado Corazón de María, porque es allí en donde encontraremos las gracias que necesitamos para alimentarnos de la misma substancia de Dios –Cristo en la Eucaristía- y así crecer “hasta la estatura de Cristo”. Acudamos entonces con confianza a María Santísima para que Ella nos conceda las gracias que necesitamos para dejar de ser lo que somos, nada más pecado y convertirnos en imagen y semejanza de Cristo.

Agradezcamos a Dios por la vida y por la gracia a través de María Santísima



          En relación a Dios, los hombres tenemos múltiples motivos para agradecer: desde el haber sido creados a su imagen y semejanza, hasta el habernos dado el Bautismo, pasando por el don de la vida que continuamente nos da. Ahora bien, hay dos motivos en especial por los cuales debemos dar, especialmente, valga la redundancia, gracias a Dios: por el don de la vida y por el don de la gracia. Por el don de la vida, porque como dijimos, fuimos creados a imagen y semejanza de Dios; fuimos dotados de un alma espiritual, que nos asemeja a los ángeles y de un cuerpo terreno, que nos asemeja a los animales. Por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, es que somos el centro del universo, la creatura más amada y predilecta de Dios. Cuando miramos el resto de la Creación, nos podemos dar cuenta de cuán afortunados hemos sido al haber sido creados con vida humana, porque si bien no somos ángeles, tampoco somos seres irracionales, como los animales, ni mucho menos inanimados, como lo es, por ejemplo, el reino mineral. Hemos sido creados con vida y con una vida que nos coloca en el medio, entre los seres irracionales y los ángeles y también Dios. Por esta razón, debemos dar gracias a Dios de modo continuo, porque nos creó con vida y con vida racional, lo que nos asemeja a los ángeles y a Dios.
Ahora bien, hay otro motivo por el cual debemos dar gracias a Dios y es el habernos concedido la gracia, porque si por la vida humana estábamos en el medio entre los seres irracionales y los ángeles, por la gracia nos acercamos a Dios, ya que la gracia nos hace participar de la vida misma de Dios y nos hace Dios por participación. Es decir, si por la vida terrena ya tenemos motivos más que suficientes para dar gracias a Dios por habernos creado, por el hecho de recibir la gracia debemos vivir en constante acción de gracias, porque por la gracia dejamos de ser meras creaturas, para ser Dios por participación y eso es un don tan grande, que no podremos comprenderlo ni agradecerlo como es debido, ni en toda esta vida ni en toda la eternidad.
Por último, para que nuestra acción de gracias sea verdaderamente bien recibida por Dios, debemos hacer la acción de gracias no por nosotros mismos, sino que debemos acudir a la Virgen, para que sea Ella quien, con su Corazón Inmaculado, dé gracias a Dios en nuestro nombre. De esta manera nos aseguraremos que nuestra acción de gracias será bien recibida por Dios Uno y Trino y, como la Virgen es Mediadora de todas las gracias, recibiremos de Dios, a través de la Virgen, gracias todavía más grandes, si cabe; tantas, que no podemos ni siquiera imaginar.