sábado, 22 de agosto de 2015

La Santísima Virgen María, Reina


         La Virgen María es Reina, pues es Madre de Dios Hijo, Rey de cielos y tierra, y por el hecho de ser Madre de este Rey, es hecha partícipe de su reyecía, que abarca al universo visible e invisible. De María Reina es quien el habla el Apocalipsis, cuando describe a una “Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies”: “Y apareció en el cielo una señal: una Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”[1]. También de la Virgen como Reina habla el Salmo: “De pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir”[2]. Esta aclamación, dice San Amadeo de Lausana, la pronuncian los ángeles y arcángeles y los bienaventurados cuando la Virgen, glorificada en su cuerpo inmaculado y plena su alma del Espíritu Santo, es Asunta en cuerpo y alma a los cielos: “(…) cuando la Virgen de las vírgenes fue llevada al cielo por el que era su Dios y su Hijo, el rey de reyes, en medio de la alegría y exultación de los ángeles y arcángeles y de la aclamación de todos los bienaventurados, entonces se cumplió la profecía del Salmista, que decía al Señor: De pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir”[3].
         Ahora bien, esta condición de la Virgen de ser Reina de cielos y tierra –el hecho de ser Reina de los cielos está significado en la corona de doce estrellas y en el estar revestida de sol, que significa la gracia y la gloria de Dios de la cual estuvo inhabitada desde su Inmaculada Concepción, y el ser Reina del universo visible, está significado por la luna bajo sus pies-, le es concedido a la Virgen por dos motivos: uno, por ser la Virgen Madre de Dios Hijo, que es Rey del universo –visible e invisible- por ser Él el Creador; el otro, por haber participado, en la tierra, de la Pasión y Muerte de su Hijo, el Hombre-Dios Jesucristo. En efecto, si bien la Virgen no tomó parte material y físicamente de las torturas y vejaciones, de su Hijo, sí participó, en cambio, mística y espiritualmente, de todos los dolores de su Hijo, incluida la coronación de espinas. Es decir, aunque la Virgen no fue coronada física y materialmente con la corona de espinas de su Hijo, sí participó, espiritual y místicamente, de su coronación y de sus dolores. De esta manera, recibiendo la corona de espinas en su espíritu en esta vida, mereció recibir la corona de gloria y de luz divina en la otra vida, en el Reino de los cielos.
         Ahora bien, puesto que somos hijos de la Virgen, concebidos y nacidos espiritualmente, por deseo de Jesucristo al darnos a su Madre antes de morir en la cruz, cuando le dijo a Juan, en quien estábamos todos representados: “He aquí a tu Madre”[4], estamos llamados a imitar a Nuestra Madre del cielo, es decir, estamos llamados a ser coronados de gloria y de luz divina en el Reino de los cielos. Pero si María sólo fue coronada de gloria en el cielo luego de participar espiritualmente de la coronación de espinas aquí en la tierra, también nosotros, para imitar perfectamente a María, debemos participar de la corona de espinas de Nuestro Señor Jesucristo, para luego ser coronados de luz y de gloria en los cielos. Ésta es la gracia que debemos pedir a la Virgen en el día en el que la conmemoramos como Reina de cielos y tierra: ser coronados con la corona de espinas de Nuestro Señor, participar de sus dolores y amarguras cuando estuvo coronado de espinas, tener los mismos pensamientos y los mismos sentimientos, santos y puros, cuando estuvo coronado de espinas. Sólo así, al final de nuestra vida terrena, esta participación en la corona de espinas de Jesús será reemplazada por la corona de luz y de gloria, al inicio de la vida eterna, en el Reino de los cielos, y sólo así podremos ser dignos hijos de María, Reina de cielos y tierra.



[1] 12, 1.
[2] 44, 10.
[3] De las Homilías de san Amadeo de Lausana, obispo; Homilía 7: SC 72, 188. 190. 192. 200.
[4] Jn 19, 27.

sábado, 15 de agosto de 2015

Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María


         ¿En qué consiste la Asunción de María Santísima? Consiste en que su cuerpo fue glorificado en el momento en el que se produjo su muerte -o, más bien, su “dormición”-, de manera tal que su cuerpo no sólo no sufrió jamás la corrupción a la que se ve sometido el cuerpo humano con la muerte, sino que fue lleno de la gloria de Dios. Es decir, en el momento mismo en el que su cuerpo, por la muerte debía, teóricamente, comenzar a sufrir la descomposición orgánica, en vez de que ocurriera esto, su cuerpo fue glorificado, con lo que comenzó a transfigurarse, a semejanza de la Transfiguración de su Hijo Jesús en el Monte Tabor. Esto se explica por su Inmaculada Concepción: puesto que María Santísima fue concebida inmaculada y llena del Espíritu Santo, debido a que estaba destinada por la Trinidad a ser la Madre de Dios Hijo, su alma estuvo siempre inhabitada por el Espíritu Santo, siendo la zarza ardiente de Moisés imagen de este misterio de María Santísima: así como la zarza ardiente estaba envuelta en llamas, pero no se consumía, así la Virgen y Madre de Dios estaba inhabitada por el Fuego del Amor Divino, el Espíritu Santo, y no se consumía, puesto que el Amor de Dios, que es Fuego Ardiente, no solo no provoca dolor, sino que es fuente de toda alegría y de todo gozo. Esto quiere decir que su alma, Llena de gracia, al momento de morir, derrama, por sobreabundancia, sobre su cuerpo, la plenitud de gracia de la que estaba colmada, y es esta gracia la que glorifica su cuerpo, convirtiéndolo en una antorcha viviente, que llameaba con las llamas del Fuego del Divino Amor; la gracia de su alma bendita, se derramó sobre su cuerpo virginal, el cual comenzó a dejar traslucir la luz de la gloria divina a través suyo, cumpliéndose así la realidad de la Virgen como la “Mujer revestida de sol” del Apocalipsis (cfr. 12, 1).
         El cuerpo de la Virgen no sólo se mantuvo incorrupto, sino que fue glorificado, lo cual significa que adquirió las características del Cuerpo glorificado, lleno de la luz y del Amor  de su Hijo Jesús, convirtiéndose visiblemente en lo que ya era desde su Concepción Inmaculada: en templo de Dios y morada del Espíritu Santo y esto debido a su condición de ser Madre de Dios. El Papa Pío XII, citando a San Germán de Constantinopla, afirma que “el cuerpo de la Virgen María, la Madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado al cielo, porque así lo pedía no sólo el hecho de su maternidad divina, sino también la peculiar santidad de su cuerpo virginal: “Tú, según está escrito, te muestras con belleza; y tu cuerpo virginal es todo él santo, todo él casto, todo él morada de Dios, todo lo cual hace que esté exento de disolverse y convertirse en polvo, y que, sin perder su condición humana, sea transformado en cuerpo celestial e incorruptible, lleno de vida y sobremanera glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta””[1].
         En resumen, en el momento de morir, la Virgen no murió, sino que se “durmió” –por es a esta fiesta la llaman la “Dormición de la Virgen”, sobre todo en la liturgia oriental; y al despertarse, se vio con su cuerpo glorificado, lleno de la luz y de la gloria divina y que era asunto al cielo por la fuerza del Amor de su Hijo, siendo escoltada por miríadas de ángeles y recibida por Dios Padre, quien le colocó la corona de gloria, la corona que merecía por haber participado, mística y sobrenaturalente, aunque no físicamente, de la coronación de espinas de su Hijo Jesús, así como de toda su pasión. A este destino de gloria estamos llamados, porque allí donde fue la Madre, van los hijos, para que así como María fue coronada en cuerpo y alma en los, cielos, también lo seamos nosotros, aunque para eso se necesita, de nuestra parte, responder con nuestro libre albedrío.
         Por último y siguiendo esta última idea, hagamos nuestras la oración de los Fieles en la Liturgia de los horas, en las que se pide que la conteplación de María Asunta en Cuerpo y Alma a los cielos, sea la fuerza, que proviene de su Hijo Jesús, la que será la que llevará –a quienes sean fieles en gracia- a los cristianos a la vida eterna, para ser glorificados a imagen y semejanza de su Madre celestial-
.







[1] De la Constitución apostólica Munificentissimus Deus del papa Pío XII; (AAS 42 [1950], 760-762. 767-769) 

sábado, 1 de agosto de 2015

La liturgia de la Eucaristía en unión con María


         En el Capítulo VIII del libro del legionario –Legio Mariae-, titulado “El legionario y la Eucaristía”, se habla de la Misa como lo que es, la renovación incruenta del Sacrificio de la cruz. El libro remarca que en la Misa “no se recuerda meramente en forma simbólica el Sacrificio de la cruz”; por el contrario, mediante la Misa, el Sacrificio del Calvario queda trasladado al presente inmediato. Y quedan abolidos el tiempo y el espacio. El mismo Jesús que murió en la cruz está aquí (en la Santa Misa)”[1]. Quedan abolidos el tiempo y el espacio, y el mismo Jesús –que es Dios- que murió en la cruz, se hace Presente en la Misa, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y si se hace presente Jesús, se hace Presente la Virgen, porque donde está el Hijo, ahí está la Madre. Dice así San Juan Pablo II: “Es necesario que en el sacrificio del altar esté Aquella que estuvo en el sacrificio del Calvario”.
         En el mismo sentido, el Manual del Legionario afirma que la Virgen María está presente en la Santa Misa, así como estuvo presente en el Calvario: “De la unión de sufrimientos y complacencia entre María y Cristo, Ella se convirtió en la principal restauradora del mundo perdido y dispensadora de todas las gracias que Dios obtuvo por su muerte y con su sangre. (La Virgen) permaneció al pie de la cruz en el Calvario, representando a toda la humanidad, y en cada misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las mismas condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en que permaneció junto a la cruz. Está allí, como lo estuvo siempre, cooperando con Jesús como la Mujer anunciada desde el principio, aplastando la cabeza de la serpiente. Por lo tanto, en cada misa oída con verdadera devoción, la atención amorosa a la Virgen ha de formar parte de la misma”[2].
         ¿En qué consiste esta “atención amorosa” de la que habla el Manual del Legionario? Consiste en la unión en el amor y en el espíritu, y en la intención, del legionario con la Virgen; es decir, el legionario debe asistir a la Santa Misa con el espíritu de entrega y sacrificio total, por la salvación del mundo, con el que la Virgen estuvo al pie de la cruz y está al pie del altar eucarístico. El legionario, entonces, debe participar de la Misa en unión espiritual con la Santísima Virgen, haciendo lo mismo que hace la Virgen: así como la Virgen ofreció su Hijo en la cruz al eterno Padre, en expiación de nuestros pecados, ofreciéndose Ella misma en inmolación junto a su Hijo –por eso la Virgen es Corredentora-, así también el legionario debe ofrecer al Padre a Jesús en la Eucaristía, como Víctima Propiciatoria por nuestros pecados, pero también debe ofrecerse él mismo, a través de la Virgen, como víctima de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, tal como lo hace la Virgen. La asistencia a Misa, para el legionario, por lo tanto, no se reduce a una simple asistencia pasiva, sino que es intensamente espiritual, desde el momento en que ofrece, junto a María, a Jesús Eucaristía, al Padre, y en la Virgen, se ofrece a sí mismo como víctima unida a la Víctima Inocente, Cristo Jesús. Así, el legionario se vuelve corredentor, uniendo su vida al Redentor del mundo y a la Virgen, Corredentora.



[1] Cfr. Karl Adam, El Espíritu del Catolicismo, en Legio Mariae. Manual Oficial de la Legión de María, 48.
[2] Cfr. ibidem.