jueves, 22 de agosto de 2013

Santa María Reina



          Es propio de una reina terrenal llevar una corona, pero María Santísima no es una reina terrenal, sino una reina de cielos y tierra, por lo que merece, más que ninguna reina en la tierra, una corona y la mejor de todas.
          Las coronas de las reinas terrenales están hechas de materiales preciosos y costosísimos: oro puro, plata refinada, diamantes, rubíes, engarces de brillantes.  La corona representa y simboliza su condición real, su nobleza, su autoridad y su soberanía, y cuanto más costosa y preciosa es la corona, tanto más grande es el poder de la reina.
          Como Reina, la Virgen María posee una corona infinitamente más valiosa que las coronas de las reinas terrenales, y no aunque no está hecha de materiales preciosos como el oro, la plata, los rubíes y los diamantes, su valor es incalculablemente más grande, porque es una corona hecha de luz celestial, de gloria divina: es la corona de la gloria de su Hijo Jesús, que Él en persona coloca sobre su majestuosa cabeza. La corona de luz y de gloria divina que recibe María Virgen, es una participación a la gloria de su Hijo, que es Dios encarnado, muerto y resucitado para salvar a los hombres, y la Virgen la ha merecido por haber participado en la Pasión de su Hijo, acompañándolo a lo largo del Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, y también por haber participado -aunque sin llevarla materialmente- de los dolores de Jesús al ser coronado de espinas. La Virgen sufrió en su espíritu purísimo y en su Corazón Inmaculado, el dolor lacerante producido por las agudas espinas de la corona de su Hijo, y para agradecerle por su amor materno, Jesús ahora la recompensa con la corona de gloria y de luz eterna.

          Esta Virgen hermosísima, que llevó espiritualmente y en su Corazón Purísimo los dolores de la corona de espinas de su Jesús, y que ahora y para siempre, en el cielo, lleva una corona de luz divina, hecha de la misma gloria de su Hijo Jesús. Y puesto que esta Reina amorosísima es también nuestra Madre amantísima, la Virgen también quiere que sus hijos -nosotros- seamos también coronados de gloria como Ella en el cielo. Pero la Virgen Reina nos enseña que no recibir la corona de luz en el cielo, que es participación a la gloria divina de Jesús, si antes no participamos, en esta vida terrena, de la corona de espinas de su Hijo. 

jueves, 15 de agosto de 2013

Asunción de María Santísima



(15 de agosto de 2013)
         Luego de la rebelión de los ángeles malos, los ángeles de Dios, los ángeles de luz, aquellos que habían combatido a las órdenes de San Miguel Arcángel contra el Príncipe de las tinieblas y sus secuaces, contemplaron con asombro espectáculos maravillosos jamás vistos en el cielo: contemplaron la Ascensión del Hombre-Dios, quien luego de su Pasión, Muerte y Resurrección, ascendía glorioso y triunfante a los cielos, para sentarse a la derecha de Dios Padre, y contemplaron también otro espectáculo, no menos maravilloso y asombroso: vieron en el cielo una gran señal, vieron aparecer en el cielo, rodeada y escoltada por miríadas de compañeros suyos, es decir, de ángeles de luz, a una Mujer, indescriptiblemente hermosa, Purísima, cuya belleza celestial los dejaba sin palabras; esta Mujer, Toda Pulcra y Hermosa, estaba revestida de la luz del Sol, pero no del astro sol, cuya luz en comparación con la de esta Reina celestial era más bien una oscura sombra: estaba revestida con la luz de la gloria del Sol de justicia, Jesucristo, el Hombre-Dios, y esta luz que era la gloria divina, originándose en el Sol celestial que es Jesucristo, inundaba su alma y de su alma se derramaba sobre su cuerpo inmaculado, el cual de esta manera quedaba transfigurado, permitiendo así el cuerpo de esta Señora Admirabilísima, transparentar la luz divina que inundaba su alma desde su Inmaculada Concepción, y esta escena les hizo recordar a los ángeles cómo Jesucristo, en el Monte Tabor, había dejado resplandecer, a través de su Cuerpo, su gloria divina, la que el Padre le había donado desde toda la eternidad; los ángeles del cielo vieron, además, con estupor sagrado, cómo esta Mujer, uno de cuyos títulos era “Madre de Dios”, tenía la luna bajo sus pies, en señal de que toda la Creación, visible e invisible, estaba bajo su majestad, debido a su condición de ser la Doncella sin mancha, la Madre del Verbo de Dios encarnado, la Virgen Purísima y Santísima, de cuya hermosura sin par hasta el mismo Dios, Uno y Trino, había quedado prendado, y así los ángeles supieron que esa Señora Bellísima, Purísima, Hermosísima, Inmaculada, que ascendía a los cielos revestida de luz y con la luna a sus pies, era también su Reina; por último, los ángeles del cielo, extasiados de gozo y alegría ante la vista de tan Hermosa Señora, Madre del Amor hermoso, vieron como su Rey, el Rey de los ángeles, Jesucristo, coronaba a esta Admirabilísima Madre y Virgen, con una luminosa corona de doce estrellas, que estaba formada en realidad por la luz de la gloria divina, y esto lo hacía su Hijo en agradecimiento a su Madre, que tan valerosamente lo había acompañado a lo largo del Calvario, participando de sus dolores y amarguras, y ahora la recompensaba nombrándola Reina y Señora de todo lo creado y Madre de la Iglesia.
Vieron también que a esta Gran Señora, le era dada, por la mismísima Santísima Trinidad, la participación en el poder omnipotente del Ser trinitario, poder con el cual esta Señora habría de aplastar, al fin de los tiempos, la soberbia cabeza del Dragón, la Antigua Serpiente, quien de ahora en más temblaría de terror y pavor, con todo el infierno, ante la sola mención del Santísimo Nombre de María.
Y esto que los ángeles vieron, con asombro extasiado en el cielo, fue el día en el que la Madre de Dios, no contaminada desde su Concepción Purísima por la mancha del pecado original, se Durmió y, al despertar, se encontró en el cielo, rodeada de ángeles que le hacían fiesta, al tiempo que veía a su Hijo acercarse con los brazos abiertos, para recibirla en el cielo para siempre.

Entonces fue que el Apóstol Juan, inspirado por el Espíritu Santo, escribió el Versículo uno del Capítulo 12 del libro del Apocalipsis, acerca de su Madre, Incorrupta y Virgen antes, durante y después del parto, esta frase memorable que asombró, asombra y asombrará a los hombres hasta el fin de los tiempos, e incluso lo seguirá haciendo por toda la eternidad: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”.