lunes, 31 de diciembre de 2018

Solemnidad de Santa María Madre de Dios


"María, Madre de Dios",
de Vladimir.


(Ciclo C – 2019)

          No es casualidad que la Iglesia, en su sabiduría sobrenatural y bi-milenaria, coloque una fiesta litúrgica tan importante y solemne como Santa María Madre de Dios, justo al final de un año civil y en el mismo segundo en que inicia un nuevo año civil. Es decir, no es coincidencia casual que la Iglesia coloque a la solemnidad de Santa María Madre de Dios cuando el mundo, en el sentido literal de la palabra, finaliza un año en su historia y comienza otro: hay una razón por esta fiesta litúrgica en este momento del año y es que los hijos de Dios y de la Iglesia, los bautizados, no solo no mundanicen ni paganicen el festejo de Año Nuevo, sino que además consagren a Dios, por medio de las manos y el Corazón Inmaculado de la Virgen, al Año Nuevo que se inicia. En efecto, ya el solo hecho de que el Verbo de Dios se haya encarnado, eso significa que el tiempo, que se mide en la sucesión de segundos, horas, días, meses y años, quede “impregnado”, por así decirlo, de la eternidad divina, desde el momento en que el Verbo es Dios y Dios es la eternidad en sí misma y al encarnarse, esto es, al ingresar en nuestro tiempo, “impregna” el tiempo de su eternidad y hace que la historia humana adquiera un nuevo sentido, una nueva dirección, que es el sentido y la eternidad, puesto que Él, que es el Dueño de la historia humana, ahora la conduce hacia sí, por medio de la Encarnación. Ya sólo por este motivo, el tiempo –y el paso del tiempo, y el festejo de un nuevo año- debería bastar para ser considerado como “sagrado”, en el sentido de que el Verbo de Dios lo ha hecho partícipe de su propia santidad. Ya con esto bastaría para que el hombre, al festejar el Año Nuevo, no lo festeje en modo y estilo pagano, como lo acostumbra hacer. Cada año que transcurre, es un año menos que nos separa del Último Día, del Día del Juicio Final, del Día del Juez Supremo y Glorioso, el Día en que habrá de desaparecer la figura de este mundo, con su tiempo y su historia, para que dé comienzo a la eternidad. Ya con esto debería bastar, decimos, para que el festejo del Año Nuevo no sea un festejo mundano y pagano. Pero la Iglesia le agrega otro motivo para que el festejo del fin de año viejo y de inicio del Año Nuevo sea un festejo centrado en Cristo y es el colocar, como decíamos al inicio, la solemnidad de Santa María Madre de Dios. La Iglesia coloca esta solemnidad en el segundo mismo que inicia un nuevo año, para que los hijos de Dios encomienden el año –el tiempo personal y la historia de la humanidad- a las manos y al Corazón Inmaculado de María Santísima y una forma de hacerlo es acudiendo al Sacramento de la Penitencia, comulgando en estado de gracia y consagrándose a sí mismos y a las familias al Inmaculado Corazón de María.
          Muchos cristianos, aunque no padezcan persecuciones ni tribulaciones de ninguna clase –a diferencia de los cristianos en China comunista, por ejemplo, o en Corea del Norte, o en Cuba y Venezuela, donde son perseguidos por el gobierno ateo y materialista-, y aunque vivan en la abundancia económica –son los cristianos de los países del así llamado “Primer Mundo”-, viven sin embargo en la “indigencia espiritual, totalmente sumergidos en sus intereses terrenales”[1]. Muchos cristianos “cierran conscientemente sus almas a la gran misericordia”[2] del Hijo de la Virgen, el Hombre-Dios Jesucristo.
          La errónea cosmovisión marxista[3], de que el pobre material es el centro de la historia, ha impregnado a muchos cristianos y sectores de la Iglesia, incluidos muchos sacerdotes, error que lleva a desplazar a Jesucristo del centro, a colocar al pobre en su lugar y a establecer que el Reino de Dios es un reino intra-mundano, terreno e intra-histórico y que la salvación no está en la gracia santificante, sino en salir de la pobreza material. Sin embargo, no consiste en eso la salvación, sino en la eliminación del pecado del alma por medio de la Sangre del Cordero y la conversión del corazón a Dios Uno y Trino, por acción de esta misma gracia, que la Iglesia dispensa por medio de los sacramentos. Los últimos instantes del Año Viejo y los primeros segundos del Año Nuevo deben ser pasados en unión con la Madre de Dios, no para una unión meramente formal a una festividad litúrgica, sino en unión de fe y amor con María Santísima, Madre de Dios, para depositar en sus manos y en su Corazón Inmaculado el Año Nuevo que se inicia. Comencemos el Año Nuevo elevando los ojos del alma a la Madre de Dios y uniéndonos, por la fe y por el amor, a la adoración que el Inmaculado Corazón realiza continuamente al Hijo de Dios Encarnado, Jesucristo, el Salvador de los hombres.



[1] Stefano Gobbi, A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Santísima Virgen, Mensaje del 31 de Diciembre de 1975, última noche del año, Editorial Nuestra Señora de Fátima, Argentina 1992, 179.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem, 180.

martes, 18 de diciembre de 2018

Entregando todo a María nada de lo bueno se pierde y toda gracia se gana



         Una de las objeciones que con frecuencia se plantean las almas buenas que se consagran a María por la Verdadera Devoción, es que, al final de sus días, cuando deban comparecer ante el Justo Juez, en el día de sus muertes, tendrán sus manos vacías de obras de misericordia y de toda clase de obras buenas porque, como sabemos, una de las condiciones esenciales de la consagración es entregar a María absolutamente todas nuestras obras buenas y de misericordia, sin pretender en absoluto que nos sean atribuidos a nosotros los méritos que de ellas se derivan. En pocas palabras, la objeción es que, si le entrego a María todo lo que tengo en obras de misericordia, en el día de mi Juicio Particular, me presentaré ante Cristo, Justo y Supremo Juez, como alguien que no ha hecho nada para ganar el Reino de los cielos.
         El Manual del Legionario[1] viene en nuestra ayuda, para superar esta duda que, en el fondo, no tiene bien asidero, cuando se considera bien en qué consiste la consagración a María.
         Ante todo, dice el Manual, no debemos ni siquiera plantearnos esta posibilidad, es decir, “querer probar que en esta consagración no hay pérdida alguna”, o sea, hacer cálculos acerca de qué es lo que “pierdo” cuando le ofrezco a la Virgen todo lo que tengo y lo que soy. Esta actitud, dice el Manual, “secaría de raíz el ofrecimiento y le robaría su carácter de sacrificio, en que su funda su principal valor”[2]. Es decir, si ofrecemos a la Virgen cuanto somos y tenemos, lo hacemos con espíritu de sacrificio y el sacrificio implica darlo todo sin esperar nada a cambio; si ofrecemos a la Virgen cuanto somos y tenemos, y al mismo tiempo estamos haciendo cálculos acerca de cuánto es lo que perdemos y ganamos, entonces eso no es un sacrificio verdadero.
         Para que nos demos una idea acerca del valor de la consagración y cómo, a pesar de darle todo a la Virgen, nunca nos quedamos con las manos vacías, el Manual del Legionario trae a la memoria el episodio de la multiplicación milagrosa de panes y peces, aunque sin detenerse en la consideración del milagro en sí, sino en las cavilaciones que podría hacer el muchachito que aportó los panes y los peces. Dice así el Manual[3]: “Supongamos que aquel joven, que se desprendió de sus provisiones, hubiese contestado: “¿Qué valen mis cinco panes y dos pececillos, para hartar a tan gran gentío? Además, los necesito para los míos, que también están aquí hambrientos. Así que no los puedo ceder”. Es decir, si el muchacho hubiera pensado como el consagrado que da con reticencias a la Virgen, jamás hubiera dado sus panes y peces y nunca se habría producido el milagro con el que comieron no solo los suyos, sino más de diez mil personas. Continúa el Manual: “Mas no se portó así: dio lo poco que tenía, y resultó que tanto él como todos los de su familia –y sus amigos, conocidos, vecinos y también gente que no conocía- allí presentes recibieron, en el milagroso banquete, más –muchísimo más- de lo que él había dado. Y, si hubiese querido reclamar los doce cestos llenos que sobraron –a los que, en cierto modo, tenía derecho-, seguro que se los hubieran dado”.
         Continúa el Manual: “Así se conducen siempre Jesús y María con el alma generosa que da cuanto tiene sin regatear ni escatimar nada. Multiplican y reparten la más pequeña dádiva hasta enriquecer con ella multitudes enteras; y las mismas intenciones y necesidades propias que parecía que iban a quedar descuidadas, quedan satisfechas colmadamente y con creces; y por todas partes dejan señales de la generosidad divina”. En definitiva, como dice la Escritura, “Dios no se deja ganar en generosidad” y si nosotros somos generosos con la Virgen, dándole todo lo que somos y tenemos en la consagración, jamás nos dejará la Virgen presentarnos ante el Sumo Juez con las manos vacías, pues nos dará inimaginablemente más de lo escaso que seamos capaces de darle.
         Finaliza el Manual, animándonos a consagrarnos y a darle a la Virgen todo lo que somos y tenemos, sin temor a quedarnos con nada; por el contrario, sabiendo que recibiremos infinitamente más de lo que demos: “Vayamos, pues, a María con nuestros pobres panes y pececillos; pongámoslos en sus manos, para que Jesús y Ella los multipliquen, y alimenten con ellos a tantos millones de almas como pasan hambre –espiritual- en el desierto de este mundo”.
         En cuanto tal, “la consagración no exige ningún cambio en cuanto a la forma externa de nuestras oraciones y acciones diarias. Se puede seguir empleando el tiempo como antes, rogando por las mismas intenciones y por cualquier otra intención que sobrevenga. Sólo, en adelante, sométase todo a la voluntad de María”. Entreguemos en manos de la Virgen nuestros panes y pececillos, es decir, nuestras obras buenas de misericordia y Ella se encargará, con su Hijo Jesús, de alimentar espiritualmente a cientos de miles de almas y, cuando llegue el momento de presentarnos ante el Supremo Juez, nos concederá la gracia de atribuirnos esa obra de misericordia.



[1] Cfr. VI, 5.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Nuestra Señora de Guadalupe, Conquistadora de almas para Cristo



         En el Evangelio se dice que Cristo, con su Cuerpo sacrificado e inmolado en la Cruz, como Víctima de Amor, unió a quienes estaban separados por el odio: “Cristo es nuestra paz. Él hizo de judíos y de no judíos un solo pueblo, destruyó el muro que los separaba y anuló en su propio cuerpo la enemistad que existía” (cfr. Ef 2, 14). Por el pecado original, los hombres estábamos enemistados con Dios y entre nosotros mismos, porque el pecado quitó la gracia, que es la que nos une en el Amor, con Dios y con el prójimo. Si no está presente el Amor de Dios, como sucede como consecuencia del pecado original, el hombre se vuelve contra el hombre y así se convierte en su enemigo. Pero Cristo, con su Cuerpo sacrificado e inmolado en la Cruz como Víctima de Amor al Padre, destruyó con su sacrificio en Cruz el odio que separaba a judíos de gentiles y al infundir el Espíritu Santo por medio de su Corazón traspasado, los unió en un Amor que es superior al amor humano, porque es el Amor de Dios. Por eso la Cruz de Cristo no divide, sino que une, a los hombres, con Dios primero y con su prójimo después. Es absurdo afirmar que la Cruz de Cristo “discrimina” o que es causa de división, porque es todo lo contrario, es causa de unión y de hermandad, en el Amor de Dios, para los hombres. Cristo destruye el odio que anidaba en el corazón del hombre, a causa del pecado, y en su reemplazo infunde el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
         Y Quien cumple y continúa la misión de Cristo en el tiempo y en la historia humana es la Virgen, particularmente en su advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, porque en la tilma milagrosa están unidas no solo dos civilizaciones, la europea y la americana, sino la humanidad entera y lo está bajo el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque la Virgen de Guadalupe está encinta, porque trae con Ella a Cristo y Cristo es quien infunde, junto al Padre, al Espíritu Santo. La Virgen cumple, entre los hombres, la misma función que cumple Cristo en la Cruz, la de destruir el odio que existe entre los hombres a causa del pecado y la de infundir el Espíritu Santo, pero esto lo hace la Virgen no por Ella misma, sino porque Ella trae a Cristo y es Cristo el que sopla el Espíritu Santo sobre las almas de los hombres, llenando de amor divino sus corazones, amor para con Dios y para con los demás hombres. En la imagen milagrosa de la tilma de Juan Diego, la Virgen une no solo a dos continentes y a dos civilizaciones, sino a la humanidad entera, porque al estar encinta del Salvador, Ella lo da a luz y es el Salvador el que, con su muerte en Cruz, destruye el pecado que hace que los hombres sean enemigos de Dios y enemigos entre sí, insuflando a su vez el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que los reconcilia con Dios y con los otros hombres. En la tilma, la Virgen aparece con los rasgos étnicos de los indígenas de Centroamérica, con el color moreno, con lo cual la Virgen parece pertenecer a los indígenas, pero al mismo tiempo la religión que trae la Virgen de Guadalupe es la religión católica, la religión de los conquistadores españoles, con lo cual la Virgen parece pertenecer a los españoles. En la tilma la Virgen aparece morena, con rasgos indígenas centroamericanos y con una cinta negra en su abdomen, que es el modo como los indígenas indicaban que una mujer estaba embarazada y en su manto se reflejan las estrellas del cielo a la altura de México en el momento de la aparición, pero aparece trayendo no la religión pagana de los indígenas, sino que trae, a los habitantes del Nuevo Continente, al Sol de justicia que alumbra a los españoles, Cristo Jesús; aparece trayendo la religión de los conquistadores españoles, la Santa Religión Católica. Éste es, en sí mismo, un clarísimo mensaje de cómo los conquistadores españoles y los indígenas del Nuevo Continente, en vez de estar enfrentados por el odio y el pecado, se ven ahora unidos por Cristo y su Cruz, que son traídos al Nuevo Continente por la Virgen de Guadalupe. La Virgen de Guadalupe se convierte, así, en conquistadora de almas para su Hijo, Cristo Jesús. El mensaje de la Virgen de Guadalupe es entonces el mismo mensaje del sacrificio de Cristo en la Cruz: puesto que Ella trae a Aquel que, con su Cuerpo crucificado, derriba el muro de odio que separaba a los hombres, su imagen, la imagen de la Virgen de Guadalupe, une a los hombres, sin importar la raza, la edad, la condición social, en una sola religión, la religión católica, la religión en la que, del Corazón traspasado del Cordero en la Cruz, brota el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que colma con el Divino Amor los corazones de los hombres. La Virgen de Guadalupe une, a conquistadores y conquistados, bajo la Cruz de Cristo y Cristo, desde la Cruz, nos sopla el Espíritu Santo, que nos une en el Amor a Dios y a los hombres, convertidos en nuestros hermanos.

sábado, 8 de diciembre de 2018

La Inmaculada Concepción, Madre y Modelo de la Iglesia



         

         Hay una razón por la cual la Virgen fue concebida como Inmaculada Concepción, es decir, sin la mancha del pecado original y es que estaba destinada a ser la Madre de Dios. Aquella que debía alojar en sus entrañas maternales al Hijo de Dios no podía estar contaminada con la mancha del pecado original de Adán y Eva, mancha con la cual nacemos todos los seres humanos; es decir, no podía tener la malicia del pecado quien debía alojar en su seno purísimo a Aquel que es el Dios Tres veces Santo y la Santidad Increada en sí misma. Pero la Virgen también fue concebida como Llena de gracia, es decir, inhabitada por el Espíritu Santo y la razón es que el Hijo de Dios, que moraba en el seno eterno del Padre desde toda la eternidad, era amado por el Amor de Dios, el Amor Purísimo y Perfectísimo de Dios, el Espíritu Santo y por lo mismo, al encarnarse, debía ser amado por ese mismo Amor de Dios, de manera tal que la Virgen, destinada a ser la Madre de Dios, no solo debía ser Inmaculada Concepción, esto es, concebida sin mancha de pecado original, sino también debía estar inhabitada por el Espíritu Santo, para que el Hijo de Dios fuera recibido, al encarnarse en su seno purísimo, con el mismo Amor con el cual la amaba Dios Padre desde la eternidad.
         Hay otra razón por la cual la Virgen fue concebida Inmaculada y Llena de gracia, además de que estaba destinada a ser la Madre de Dios y es que la Virgen es Madre y Modelo de la Iglesia, de manera que todo lo que se produce en la Virgen, se reproduce y continúa luego en la Iglesia. Así como la Virgen, por obra del Espíritu Santo, concebía en su seno al Hijo de Dios encarnado, que habría de nacer y donarse al mundo como Pan de Vida eterna, así también la Iglesia, la Esposa Pura e Inmaculada del Cordero debía concebir, también por obra del Espíritu Santo, por medio del milagro de la Transubstanciación, en cada Santa Misa, al Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y por esa razón, tanto la Iglesia, como el altar eucarístico, que es su seno purísimo y virginal, en donde prolonga su Encarnación el Cordero de Dios, son inmaculados, purísimos, llenos de gracia y morada del Espíritu Santo. Así, la Iglesia continúa, en cada Santa Misa, la obra del Espíritu Santo, la prolongación de la Encarnación del Verbo en su seno purísimo, el altar eucarístico.
         Entonces, porque debía concebir al Hijo de Dios encarnado y porque debía ser Madre, Modelo y Figura de la Iglesia en donde el Hijo de Dios habría de prolongar en el tiempo su Encarnación en el seno de la Iglesia, el altar eucarístico, es que la Virgen es concebida como la Inmaculada Concepción y la Llena de gracia y es por eso que la Iglesia es también concebida del costado de Cristo como Purísima Concepción y Llena del Espíritu Santo y para dar a luz a la Eucaristía.
         Gracias a la Virgen, Inmaculada Concepción, tenemos al Hijo de Dios nacido como Pan de Vida eterna; gracias a la Iglesia, concebida como Purísima Concepción y Llena de gracia, tenemos al Hijo de Dios entre nosotros, el Emanuel, el Cordero de Dios, al Niño Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Así, la Virgen María nos da la Eucaristía, que es el Niño Dios oculto en apariencia de pan y la Iglesia nos da al Niño Dios, oculto en la Eucaristía.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Novena a la Inmaculada Concepción Día 7



En una de las apariciones, la Virgen le dijo a Bernardita solo tres palabras: “¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!”; además, le hizo repetir estas palabras, lo cual hacía Bernardita mientras se arrastraba de rodillas hasta el fondo de la gruta. Ahí la Virgen le reveló un secreto personal y después desapareció”[1]. En el relato de las apariciones se continúa así: “Bernardita por humildad no relató todo los detalles, pero los testigos contaron que también se le vio besar la tierra a intervalos, La Virgen le había dicho: “Rogarás por los pecadores... Besarás la tierra por la conversión de los pecadores”. Como la Visión retrocedía, Bernardita la seguía de rodillas besando la tierra. Bernardita se volvió hacia los asistentes y les hacía señas de: “Ustedes también besen la tierra”[2].
¿Qué reflexiones nos merecen esta aparición?
Por un lado, el pedido de la Virgen de penitencia, lo cual es un pedido insistente, al repetirlo por tres veces. La penitencia es algo necesario para que el alma no solo repare por sus propios pecados –“el justo peca siete veces al día”, dice la Escritura-, sino por los pecados de los que no hacen penitencia ni les importa hacerla, porque no tienen en cuenta la Ley de Dios. Cuando el justo –es decir, el viador pecador que busca vivir en gracia- hace penitencia, eso agrada a Dios, porque demuestra un deseo de vivir en amistad con Él, aun cuando por su debilidad él mismo cometa pecados, una y otra vez. Por esto mismo, por la reiteración de los pecados, que en el fondo son ofensas a Dios, se necesita hacer penitencia y mucha penitencia, sobre todo en nuestros días.
La otra reflexión que podemos hacer es acerca de la obediencia de Bernardita, porque ella inmediatamente comenzó a hacerla –una forma de hacerla fue obedecer lo que la Virgen le decía, lo cual le provocaba humillación ante los demás-, besando la tierra.
Penitencia, auto-humillación, humildad. Todo esto que la Virgen le pide a Santa Bernardita, nos lo pide, en nuestros días, también a nosotros, porque también en estos días es necesario hacer penitencia, por los pecados propios y ajenos y porque por nuestra soberbia, es necesario practicar la humildad y la auto-humillación, todo lo cual conforma nuestros corazones a los Sagrados Corazones de Jesús y María.


Novena a la Inmaculada Concepción Día 6



         Una de las características de la Inmaculada Concepción en sus apariciones a Santa Bernardita es el hecho de que, en todo momento, tuvo un Rosario entre sus manos. De hecho, acompañó a Bernardita a rezarlo, pues la santa veía cómo los labios de la Virgen se movían al recitarlo. La Virgen, entonces, dio un claro mensaje a Santa Bernardita: ella debía rezar el Rosario, como destinataria principal de las apariciones. Sin embargo, la indicación de rezar el Santo Rosario no se limitó a Santa Bernardita: viendo el alcance de la aparición, que si bien era una aparición privada, pero destinada a toda la Iglesia Universal, el mensaje de rezar el Rosario –todos los días- no se limitó, de ninguna manera, a la devoción y crecimiento espiritual de Santa Bernardita, sino que se extendió a toda la Santa Iglesia. En efecto, a través de Bernardita, la Virgen quería, entre otros mensajes dados en la aparición, que la Iglesia toda rezara el Santo Rosario. Para eso fue que se apareció, explícitamente, con un Rosario colgando de sus brazos; para eso fue que rezó con Bernardita el Rosario y para eso fue que le dijo que todos en la Iglesia debían rezar el Rosario.
         El Rosario es la oración “inventada”, por así decirlo, por el cielo; es decir, no se trata de una creación humana, lo cual ya un indicio de su importancia. Además, el Rosario es una verdadera arma espiritual, con la cual el alma no sólo aleja al Demonio de su vida, sino que consigue de la Virgen, Mediadora de todas las gracias, absolutamente todas las gracias que necesita en esta vida, para conseguir la vida eterna. En homenaje a las apariciones de Lourdes y para darle contento a nuestra Madre del Cielo, hagamos el propósito de rezar el Rosario todos los días de nuestra vida, para así obtener las gracias necesarias, no solo para superar las pruebas, tribulaciones, persecuciones y dificultades de esta vida presente, sino ante todo, para recibir las gracias que nos permitan ganar la vida eterna.

Novena a la Inmaculada Concepción Día 5



         En la Tercera Aparición, la Virgen le dice a Bernardita lo siguiente: “Yo prometo hacerte dichosa, no en esta vida, sino en la siguiente”. De esta afirmación, podemos extraer varias reflexiones. Por un lado, la confirmación de que esta vida es temporal, limitada y que luego hay otra vida, que es eterna e ilimitada, perfectísima. Además, esta vida es justamente llamada “valle de lágrimas”, porque en ella, si bien hay alegrías y momentos de sosiego y de paz, vemos cómo continuamente, sea por la debilidad del hombre caído en el pecado, que no puede permanecer en gracia mucho tiempo y comete la maldad del pecado, sea porque precisamente no es la vida perfecta del Reino de Dios, se ve de modo continuo cómo, día a día, el reino de las tinieblas parece avanzar sin que nada ni nadie lo detenga. Esto lo comprobamos en los innumerables males que se suceden día a día y que son noticia cotidiana. Pero esto no sucede a los pecadores solamente, sino que es algo que les sucede también a quienes están en el camino de la perfección. En algún momento, por alguna causa, sucede algo –relacionado o no con nuestras personas- pero que sin embargo provocan zozobra, angustia y tribulaciones en los corazones. En la vida terrena y temporal, todo parece fluir, como algo continuo y en ese fluir, la mayoría de las cosas no provienen de Dios. Podría pensarse que personas afortunadas, como Bernardita, que estuvieron tan cerca de la Virgen  y por lo tanto de Dios –todo lo que hace y dice la Virgen es de parte de Dios-, podrían verse libres de tantos males como acaecen en este mundo y no es así: por el contrario, pareciera que son las que más destinadas están a sufrir las tribulaciones, angustias, persecuciones, incertidumbres y dolores de este mundo. En el caso de Bernardito, es sabido que, en el tiempo de las apariciones, sufrió abundantes humillaciones, pues todos pensaban que había perdido la razón –la única que veía y oía a la Virgen era Bernardita, por lo que parecía que cuando estaba frente a la Virgen, como los demás no la veían, daba la impresión de que hablaba sola y esto mucho más, cuando tuvo que arrodillarse, cavar un pozo y extraer agua con lodo, la cual debió beberla y lavar su cara con ella-; luego de las apariciones, al entrar en la vida religiosa, sufrió muchísimo a causa, ya sea de sus superioras, como de sus propias hermanas de religión, sea por celos, envidia, o simplemente por incomprensión. De hecho, delante del obispo, Bernardita fue humillada por su superiora, quien la trató en voz alta y despectiva como persona “de pocas luces”. Todo esto no hace sino afirmar las palabras de la Virgen, quien le dijo a Bernardita: “Yo prometo hacerte dichosa, no en esta vida, sino en la siguiente”. Esto quiere decir que es verdad lo que la Santa Madre Iglesia afirma desde siempre: esta vida es solo temporaria, “una mala noche en una mala posada”, como dice Santa Teresa de Ávila. Como toda noche, le sucede el día y así pasará con esta vida terrena y temporal: terminará y sobrevendría el Día del Señor, Día sin ocaso, Día que señalará el inicio de la feliz eternidad para quienes hayan sido fieles a los Mandamientos del Señor, a sus Palabras y a sus promesas. Uno de los mensajes de Lourdes es, entonces, que si bien vivimos en este “valle de lágrimas”, lleno de tribulaciones, persecuciones y dolores, si nos mantenemos de la mano de la Virgen, cubiertos por su manto y refugiados en su Inmaculado Corazón, esta vida terrena pasará pronto y luego comenzará, para el que haya sido fiel hasta el fin, la vida eterna, la eterna bienaventuranza en compañía de Jesús y María en el Reino de los cielos.


Novena a la Inmaculada Concepción Día 4



         Un hecho que sorprendió a los asistentes a las apariciones –quienes no veían a la Virgen, sino solo a Bernardita-, fue que vieron cómo Bernardita saludaba y hablaba aparentemente con alguien, pero que estaba invisible, por lo que parecía que Bernardita estaba hablando sola. Luego la vieron inclinarse, arrodillarse y hacer un pequeño pozo en la tierra, de donde comenzó a surgir agua; Bernardita bebió agua y se lavó la cara, todo lo cual significó para ella una gran humillación, ya que todos lo tomaron a mofa, al no ver, por supuesto, a la Virgen, ni entender, en consecuencia, de qué se trataba.
         En este acto de humillación pública de Bernardita debemos ver dos cosas: por un lado, la humillación en sí, que no es otra cosa que una participación a la humillación de Cristo en la cruz; por otro lado, el fruto de la humillación de Bernardita –agacharse, excavar un pozo- fue el inicio de una surgente de agua cristalina, milagrosa, por la cual se curaron y siguen curándose, día a día, miles de peregrinos que acuden a Lourdes. Esto último es también una participación a la cruz de Cristo, porque así como del pozo excavado en la gruta salió agua cristalina y milagrosa, así del Costado traspasado de Cristo surgió el agua cristalina y milagrosa, la gracia santificante, que cura el alma al librarla de la peste del pecado y le concede además la salud de la vida nueva, la vida de los hijos de Dios.
         Con esto vemos que nada de lo que Dios pide es en vano: a Bernardita le pidió que se humillara públicamente y de esa humillación –participación de la humillación de Jesús en el Calvario- surgió una fuente de gracia y bendición. Lo mismo sucede con toda humillación aceptada, con espíritu cristiano, y ofrecida con humildad a los pies de la cruz de Jesús.


Novena a la Inmaculada Concepción Día 3



Bernardita Soubirous, testigo excepcional de una de las más grandiosas apariciones de la Virgen, las apariciones en Loudes, Francia, describe, de primera mano, su encuentro privilegiado con la Madre de Dios. Bernardita, sin saber que era la Virgen, en una de las primeras apariciones, le preguntó: “¿Quieres decirme quién eres? Te lo suplico, Señora Mía”. A continuación, y según su relato, la Virgen separó y elevó sus manos, poniéndolas a la altura del pecho, en señal de oración. La crónica de los hechos dice así: “Entonces la Señora apartó su vista de Bernardita, separó y levantó sus manos, poniéndolas en posición de oración delante del pecho y, más resplandeciente que la luz del sol, dirigida la vista al cielo dijo: “Yo Soy la Inmaculada Concepción”.
Ahora bien, si consideramos que esta aparición es excepcional y que Bernardita tuvo un privilegio único, que la convierte en una de las santas más afortunadas de la Iglesia, debemos sin embargo considerar que también nosotros somos testigos y partícipes de un hecho excepcional, que nos convierte en los seres más afortunados del mundo: por el misterio de la liturgia eucarística, no se nos aparece la Virgen para decirnos “Yo Soy la Inmaculada Concepción”, pero, por la gracia de la cual Ella es Mediadora, por la Eucaristía, ingresa en nuestras almas Jesucristo, Quien nos dice: “Yo Soy el que Soy”, esto es, el Nombre propio de Dios. Y no lo pronuncia en una oscura y recóndita gruta, como en el caso de la Virgen a Bernardita, sino que pronuncia el Nombre de Dios en lo más recóndito de nuestro oscuro corazón y así como la Virgen iluminó la cueva de Lourdes con la luz de la gloria de Dios, así Jesús, al entrar en nosotros por la comunión, ilumina la oscuridad y las tinieblas de nuestras almas.
Por esto mismo, si consideramos a Bernardita Soubirous como una de las santas más afortunadas de la historia de la Iglesia porque se le apareció la Virgen de Lourdes, también nosotros nos podemos considerar como los seres más afortunados del mundo, porque recibimos a Jesús, el Hijo de la Virgen, por la Eucaristía.




Novena a la Inmaculada Concepción Día 2



         Una de las virtudes que más ama Dios en el alma es la humildad. A tal punto la ama, que en el Evangelio nos pide, explícitamente, que luchemos por adquirir esa virtud, para así imitarlo a Él: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. La humildad es una de las formas en las que la infinita perfección del Ser divino trinitario se expresa a través de la naturaleza humana; de ahí que ser humildes –que no significa pobreza material-implica no solo la imitación de Cristo –y por supuesto, también de la Virgen- sino que ante todo implica la participación en la perfección del Ser divino trinitario. Es decir, Jesús nos pide ser humildes no sólo por la virtud en sí misma, que es buena, sino por un motivo más elevado: porque así lo imitamos a Él, que es “manso y humilde de corazón” y al mismo tiempo, participamos de su naturaleza divina y de la perfección de su Ser divino trinitario. Por supuesto que también imitamos a la Virgen, porque después de Jesús, quien posee el más alto grado de humildad, más que todos los ángeles y santos juntos, es la Santísima Virgen. Así lo demuestra, por ejemplo, cuando el Arcángel Gabriel la saluda para anunciarle la Encarnación y la Virgen, lejos de ensoberbecerse por haber sido elegida para ser Madre de Dios, se llama a sí misma “esclava”: “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según su voluntad”.
Porque Dios ama la humildad –la cual, lo repetimos, no se refiere a la pobreza material-, es que elige a Bernardita Soubirous, quien era, por naturaleza, humilde, simple, sencilla, al punto que podía decirse que en ella no existía la malicia. Según Bernardita misma lo declaró, jamás dijo una mentira –por eso le parecía inconcebible que alguien dijera una mentira-, lo cual demuestra un alma que es transparente, pura y humilde, por la acción de la gracia. La Virgen no eligió a sabios doctores y teólogos para manifestar uno de los más grandiosos misterios y dogmas de su condición de ser la Madre de Dios, esto es, que Ella es la Inmaculada Concepción, sino que eligió a una niña, que apenas sabía leer y escribir y que sólo sabía las verdades elementales de la religión católica y el motivo por el cual la Virgen –y Dios mismo- eligió a Bernardita para transmitir al mundo tan importante revelación, es que Bernardita era humilde, sencilla, simple, inhabitada por la gracia desde su bautismo.
Puesto que estamos lejos de la humildad, no solo de Jesús y de la Virgen, sino de la humildad de Bernardita, debemos pedir, insistentemente, a la Virgen, Mediadora de todas las gracias, la gracia de no solo rechazar el más mínimo pensamiento de soberbia, sino de al menos desear ser humildes de corazón, para así imitar y participar de la humildad de los Corazones de Jesús y María. Si queremos estar unidos a Jesús y a María, recordemos las palabras de la Virgen en el Magníficat: “(Dios) rechaza a los soberbios y ensalza a los humildes”. Por último, si alguien pregunta cómo se llega a la humildad, los Padres del desierto dicen así: "A la humildad se llega por el temor de Dios (...) y al temor de Dios se llega alejándose de todo lo mundano y recordando, con todas las fuerzas, el día de la muerte y el Juicio de Dios" (cfr. Apotegmas de los Padres del Desierto, Editorial Lumen, Buenos Aires 1979, 62).



Novena a la Inmaculada Concepción Día 1



         La Virgen fue concebida como Inmaculada Concepción, es decir, sin la mancha del pecado original, porque estaba destinada a ser la Madre de Dios, conservando su virginidad. La Virgen, al estar destinada a ser la Madre de Dios, debía tener un alma y un corazón purísimos, no contaminados por la malicia del pecado original, puesto que Aquel que debía encarnarse en sus entrañas purísimas no era un hombre, un ser humano, una persona humana, sino una Persona divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Debido a que Dios es la Pureza Increada en sí misma, no podía ser alojado, aquí en la tierra, en un seno materno que no fuera como Él, es decir, purísimo y sin mancha alguna y esa es la razón por la cual la Virgen fue concebida como Inmaculada Concepción. Pero además de ser concebida como Inmaculada Concepción, la Virgen fue concebida como Llena de gracia, esto es, inhabitada por el Espíritu Santo, que es el Amor de Dios y la Santidad Increada en sí misma. La razón de ser concebida como Llena de gracia es que el Hijo de Dios, que inhabita en el seno del Padre desde la eternidad, siendo amado por el Padre con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, al encarnarse, debía ser recibido no con un amor similar, sino con el mismo Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es decir, Dios Hijo, el Logos del Padre, era amado desde la eternidad por el Padre con el Espíritu Santo y con este mismo Amor Divino debía ser amado y recibido al encarnarse en la tierra, en el tiempo y en la historia humanos, para llevar a cabo el plan divino de la redención del hombre. Por esta razón, la Virgen fue concebida entonces, no solo como Inmaculada Concepción, sino como Llena de gracia, es decir, inhabitada por el Espíritu Santo.
         Al recordar a la Virgen en su Inmaculada Concepción, nosotros sus hijos debemos renovar el propósito de imitar a nuestra Madre del cielo, del mismo modo a como en la tierra los hijos se parecen a su madre y la forma de hacerlo, la forma de imitar su Inmaculada Concepción y su condición de Llena de gracia, para nosotros, que fuimos concebidos con la mancha del pecado original y sin la gracia somos nada más pecado, es estar en estado de gracia santificante. Por medio de la gracia, el alma pasa, de estar contaminada por el pecado, al estado de pureza inmaculada, al participar de la naturaleza divina y así nos parecemos a la Virgen en su Inmaculada Concepción; por la gracia, el alma se convierte en templo del Espíritu Santo y así imitamos a la Virgen en su  condición de Llena de gracia, de inhabitada por el Espíritu Santo. Al conmemorar a María Santísima como la Inmaculada Concepción y la Llena de gracia, renovemos el propósito de ser dignos hijos de Nuestra Madre celestial, no solo evitando el pecado, sino viviendo en estado de gracia .