sábado, 4 de junio de 2016

La Inmaculada Concepción y la Iglesia


         La Inmaculada Concepción de María es modelo de pureza, de santidad, de caridad y de toda virtud, para ser imitado por el fiel cristiano, tal como lo afirma San Lorenzo Justiniano: “Imítala tú, alma fiel (a María Virgen)” [1]. Es necesario, dice nuestro santo, imitar a María en su sabiduría, en su caridad, en su humildad, en su meditación y contemplación de la Palabra de Dios: “María iba reflexionando sobre todas las cosas que había conocido leyendo, escuchando, mirando, y de este modo su fe iba en aumento constante, sus méritos crecían, su sabiduría se hacía más clara y su caridad era cada vez más ardiente. Su conocimiento y penetración, siempre renovados, de los misterios celestiales la llenaban de alegría, la hacían gozar de la fecundidad del Espíritu, la atraían hacia Dios y la hacían perseverar en su propia humildad. Porque en esto consisten los progresos de la gracia divina, en elevar desde lo más humilde hasta lo más excelso y en ir transformando de resplandor en resplandor. Bienaventurada el alma de la Virgen que, guiada por el magisterio del Espíritu que habitaba en ella, se sometía siempre y en todo a las exigencias de la Palabra de Dios”[2]. Quien esto hace, es decir, imitar a la Virgen, alcanza con suma facilidad y prontitud altas cumbres de santidad, imposible de hacerlo de otro modo. La Inmaculada Concepción, plena de virtudes y todas ellas en altísimo grado de perfección, es modelo de la más alta santidad para todos los cristianos, y ésa es la razón por la cual no sólo debemos meditar en su pureza inmaculada, sino que, por medio de la gracia santificante, la oración, la ascesis, la meditación de la Palabra de Dios y el sacrificio espiritual, debemos siempre y en todo momento buscar la imitación de María Inmaculada, tal como nos animan a hacerlo los santos.
Ahora bien, la Inmaculada Concepción, esto es, su pureza inmaculada, además de ser modelo de la pureza de cuerpo y alma para el fiel y el modelo de santidad para su vida cristiana, es además modelo de la pureza de la fe de la Iglesia, porque así como María Inmaculada no solo no está contaminada ni siquiera por la más ligerísima mancha de pecado, sino que en Ella resplandece la santidad al ser inhabitada por el Espíritu Santo, así también la fe de la Iglesia, no solo no está contaminada con la más mínima mancha impura de la herejía, del error y la ignorancia acerca de Dios Trino y del Hijo de Dios Encarnado, sino que su conocimiento y amor de los misterios sobrenaturales absolutos revelados por el Hijo de Dios, y su celo por la custodia por el Magisterio de la Verdad revelada, brillan en la Iglesia Santa por encima de cualquier iglesia y por encima de todas las naciones, porque la Iglesia, Esposa mística del Cordero de Dios, al igual que la Virgen Santísima, está iluminada con la esplendorosa luz del Espíritu Santo, que es su Alma, Guía y Maestro.



[1] Sermón 8, Fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen María: Opera 2, Venecia 1751, 38-39.
[2] Cfr. ibidem.

La auténtica devoción a María lleva al apostolado


         Dentro del capítulo “Deberes de los legionarios para María” del Manual del Legionario, se encuentra el apartado tres, que afirma lo siguiente: “Una auténtica devoción a María obliga al apostolado”[1].
         Dice el Manual que con María sucede lo mismo que con Jesús: “si vamos a Él en busca de paz y felicidad, puede ser que nos encontremos clavados en la cruz”, por la razón de que Jesús está en la cruz, y si bien Jesús quiere darnos todos los tesoros de su Sagrado Corazón –que son los que nos darán la verdadera paz y felicidad-, Jesús no tiene otro modo de darnos lo que le pedimos, sino es a través de la cruz. Es por eso que, quien reniega de la cruz, reniega de Jesús, y es lo que explica también que sea imposible alcanzar los dones que Dios quiere regalarnos, sino es a través de la cruz. “Esta misma ley –dice el Manual- se aplica a Nuestra Señora”, y la razón es que la Virgen está de pie, al lado de la cruz. Donde está el Hijo, ahí está la Madre, y puesto que el Hijo está en la cruz, al lado de la cruz está la Madre. Esto significa que no podemos pretender llamarnos “devotos”, y mucho menos “hijos” de la Virgen, si rechazamos la cruz. No podemos pretender sus alegrías, sino compartimos sus dolores. La unión con María significa comunión de vida y amor con Ella, y esto quiere decir compartir con María su función esencial, que es su maternidad espiritual, la Virgen es Madre de todos los hombres y Ella quiere que todos sus hijos se salven; entonces, aquí está el fundamento del apostolado del legionario, el ser un instrumento en manos de María para la salvación de los hombres, llevando a Cristo Jesús a todos los ámbitos de la propia vida. La verdadera devoción a María implica, por lo tanto, necesariamente, el apostolado, y es por eso que un legionario sin apostolado, no es verdadero hijo de María.



[1] Cfr. Manual del Legionario, Cap. VI.

miércoles, 1 de junio de 2016

La Visitación de María Santísima


         La Virgen, encinta de Jesús, visita a su prima, Santa Isabel. Al hacerlo, la Virgen nos da un sublime ejemplo de dos condiciones indispensables para alcanzar el cielo: el olvido de sí mismo (en el seguimiento de Cristo), según las palabras de Jesús: “El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo” (Mt 8, 34) y la misericordia para con los más necesitados, también según las palabras de Jesús: “Lo que habéis hecho a uno de estos mis pequeños, a Mí me lo habéis hecho” (Mt 25, 40). En efecto, la Virgen misma está encinta y por lo tanto, necesitada de ayuda, y sin embargo, olvidándose de sí misma, acude en auxilio de su parienta Isabel, quien está doblemente necesitada de ayuda: por estar encinta y por ser de edad avanzada. La Virgen, en la Visitación, es por lo tanto, ejemplo sublime y perfectísimo de cómo, movidos por el Amor de Dios, debemos obrar, si queremos entrar en el cielo.
         Pero en la Visitación de María Santísima hay algo mucho más grande que el mero ejemplo –sublime y perfecto- de cómo obrar para alcanzar el cielo: María, Sagrario Viviente y Tabernáculo del Dios Altísimo, lleva en su seno del Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth, por lo que su llegada implica la llegada del Salvador de los hombres; su Visita implica la Visita del Verbo de Dios Encarnado; su Arribo a un alma implica el Arribo al alma de Hijo Eterno del Padre, porque su Hijo, el que Ella lleva en su seno purísimo, es el Verbo Eterno del Padre, engendrado desde los siglos sin fin, “entre esplendores de santidad” (cfr. Sal 110, 3). Y con Jesucristo, el Dador del Espíritu junto al Padre, llega al alma visitada por la Virgen el Espíritu Santo, y es esto lo que explica la sabiduría como la alegría sobrenaturales, tanto de Isabel como del Bautista: Santa Isabel no saluda a María como a se saluda a un pariente, sino que le aplica el nombre de “Madre de mi Señor”, y se alegra por esto; Juan el Bautista, a su vez, desde el seno de su madre, “salta de alegría” al escuchar el sonido de la voz de María: “Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno” (Lc 1, 41), y salta en de alegría porque reconoce, en María, a la Madre de Dios, y en Jesús, al Hijo de Dios, y todo esto no se explica sino por la acción del Espíritu Santo, como lo señala el mismo Evangelio: “(…) e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó (…)” (cfr. Lc 1, 41).

         Es esto lo que sucede en un alma cuando la Visita la Madre de Dios, la Virgen María. es por esto que, el ser visitado por la Virgen, es la mayor dicha que alguien pueda recibir en esta vida, y la gracia que debemos anhelar, para nosotros, para nuestros seres queridos, y para todo el mundo.