martes, 27 de junio de 2017

Nuestra Señora del Perpetuo Socorro


La imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, conocida en el Oriente bizantino como el icono de la Madre de Dios de la Pasión, posee diversos signos: las iniciales al lado de la corona de la Madre la identifican como la “Madre de Dios” [1]. Las iniciales al lado del Niño “ICXC” significan “Jesucristo”. Las letras griegas en la aureola del Niño: owu significan “El que es”, mientras las tres estrellas sobre la cabeza y los hombros de María santísima indican su virginidad antes del parto, en el parto y después del parto, aunque también pueden significar a las Tres Divinas Personas: el Padre, la estrella de la frente; el Espíritu Santo, la estrella del hombro derecho, mientras que la estrella del hombro izquierdo no aparece, debido a que Aquel a quien representa, el Hijo, está encarnado como Niño y lo tiene entre sus brazos. Las letras más pequeñas identifican al ángel a la izquierda como “San Miguel Arcángel”; el arcángel sostiene la lanza y la caña con la esponja empapada de vinagre, instrumentos de la pasión de Cristo. El ángel a la derecha es identificado como “San Gabriel Arcángel”, sostiene la cruz y los clavos. Por lo sagrado de los objetos, los ángeles no tocan los instrumentos de la Pasión con las manos, sino con un paño que los cubre[2].
Cuando este retrato fue pintado, no era común pintar aureolas y por esta razón el artista redondeó la cabeza y el velo de la Madre para indicar su santidad. Los halos y coronas doradas fueron añadidos mucho después. El fondo es de color dorado, que no solo resalta los colores de las vestiduras, sino que, ante todo, representa la luz de la gloria divina en la eternidad. Para la Virgen el maforion (velo-manto) es de color púrpura, signo de la divinidad a la que ella se ha unido excepcionalmente, mientras que el traje es azul, indicación de su humanidad.
El Niño, que aun siendo Niño, presenta una expresión de madurez en su rostro infantil, que conviene y corresponde a un Dios eterno, está vestido como solían hacerlo en la antigüedad los nobles y filósofos: con una túnica ceñida por un cinturón y con el manto echado al hombro.
En el icono podemos contemplar a la Virgen Madre con el Niño Jesús en brazos. El Niño, a su vez, al tiempo que se aferra con fuerza a su Madre con sus dos manitas, observa con una expresión de temor a los dos ángeles que se le aparecen de improviso y le muestran los instrumentos de su futura Pasión: la cruz, los clavos, la corona de espinas, el flagelo, la lanza con la cual su Sagrado Corazón será traspasado luego de morir en la cruz. El Niño abraza fuertemente a su Madre, sobresaltado por la visión, y es tanto el sobresalto, que una de sus pequeñas sandalias se suelta en el movimiento, quedando colgada de su piececito. Pero no es solo la visión lo que lo asusta, sino que interiormente, sufre ya con anticipación, mística y espiritualmente, desde la Encarnación y la Primera Infancia, los dolores de la Pasión. El Niño no solo se sobresalta por lo sorpresivo de la aparición de los ángeles, ni tampoco el temor es por los instrumentos en sí: su sobresalto se debe a que, en ese momento, sufre con particular intensidad, y con anticipación, espiritual y místicamente, los dolores de la Pasión. Pero, ¿por quién sufre el Niño Jesús en el momento reflejado en el icono? Jesús sufre su Pasión por toda la humanidad, pero de modo particular, en el momento en el que se le aparecen los ángeles, sufre por aquel que está contemplando el icono. En otras palabras, quien se acerca a contemplar el icono, y ve al Niño asustado por los instrumentos de la Pasión, debe tener en cuenta que el Niño, debido a que es Dios Omnisciente, sufre por la salvación de quien lo está contemplando, y en su omnisciencia, pronuncia, con amor y dolor, el nombre de quien lo contempla. Al contemplar, entonces, el icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, no debemos pensar que se trata de una obra de arte: misteriosamente, el Niño, en el momento de su angustia, está pensando en aquel que contempla el icono, y reafirma, en ese momento, su intención, desde la eternidad, de dar hasta la última gota de su Sangre Preciosísima, por la salvación del alma por la que subirá a la cruz. También la Virgen, a su vez, no solo socorre a su Hijo, que se asusta por los instrumentos de la Pasión –de allí el Nombre de “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”-, sino que Ella también, con su rostro hermosísimo, pensativo, se ofrece al Padre, junto con su Hijo, por la salvación de todos aquellos que, en el correr de los siglos, contemplarán el icono, recordando la profecía del anciano Simeón, de que una espada de dolor habría de atravesar su Inmaculado Corazón. En este momento, en el que el Niño se asusta, el temor del Niño se convierte en esa filosa espada espiritual que atraviesa el Corazón Purísimo de la Madre de Dios. No contemplemos, entonces, el icono, como una obra piadosa religiosa: pensemos que tanto el Niño Jesús, como la Madre de Dios, piensan en cada uno de nosotros, con nombre y apellido, y ofrecen sus dolores por nuestra salvación. La contemplación del icono debe conducirnos, por lo tanto, a renovar nuestra intención de evitar hasta el más mínimo pecado, causa del dolor del Niño y de la Madre, y a vivir en gracia en todo momento. El icono debe elevar al alma en oración, agradeciendo a la Madre de Dios por su intercesión, y al Niño Dios, por haber sufrido la Pasión, desde su infancia, por todos aquellos que contemplamos, con amor y piedad, el sagrado icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.





[1] http://www.corazones.org/maria/perpetuo_socorro.htm
[2] Cfr. ibidem.