jueves, 12 de abril de 2012

Los misterios de la Virgen María (XIV)


El gran poder intercesor de la Virgen María
          

       Dicen los santos que María Santísima ejerce un gran poder sobre su Hijo Jesús, lo cual es algo en sí mismo sorprendente, teniendo en cuenta que su Hijo es nada más y nada menos que Dios Hijo en Persona, es decir, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia, desde siempre, ha refrendado esta creencia, otorgándole el título de “Omnipotencia suplicante”. Y en la Sagrada Escritura, episodios como el de las Bodas de Caná, en donde Jesús hace un milagro solo porque María se lo pide, a pesar de no querer hacerlo en un primer momento, como Él mismo lo dice dirigiéndose a María: “No es asunto nuestro” (cfr. Jn 2, 1-12), confirman también lo que la Iglesia y todos los santos afirman: María ejerce una gran influencia sobre su Hijo Jesús, el Hombre-Dios.
            Siendo así las cosas, podemos preguntarnos: ¿a qué se debe que María Santísima ejerza un gran poder sobre su omnipotente y todopoderoso Hijo Jesús, que es Dios en Persona? También podríamos preguntarnos: ¿no es temerario pensar que María Virgen, aún siendo la más excelsa de las creaturas, tenga tanta influencia sobre el mismo Dios?
            No, no es temeridad, porque el poder que ejerce María sobre su Hijo Jesús es el de la súplica amorosa de la Madre de Dios. En otras palabras, el poder que ejerce María sobre su Hijo Jesús es el poder que ejerce una madre ternísima y amantísima sobre su adorable hijo, el cual a su vez ama a esta madre con amor sin límites, toda vez que recuerda, con gratitud, que fue ella quien lo trajo a la vida. Y es esto lo que sucede en Jesús, según San Luis María Grignon de Montfort. Dice este santo que María tiene derecho a ser oída, en mérito a su maternidad divina, maternidad por la cual su Hijo adeuda amor y más amor a su Madre. Dice San Jorge, Arzobispo de Nicomedia: “Oyendo, Señora, vuestros ruegos –le dice el santo a la Virgen-, es como una deuda que os paga vuestro Hijo”. El mártir San Metodio exclama: “Alegraos, ¡oh María!, por haber tenido la suerte de tener por deudor a aquel Hijo que a todos da y de nadie recibe. Todos somos deudores de Dios de cuanto tenemos, porque todo es don suyo; sólo de Vos ha querido hacerse deudor, recibiendo de Vos carne humana”. Esta es la “deuda” que tiene Jesús con María: que Ella lo recibió, por obra del Espíritu Santo, en su seno virginal, y lo revistió de su naturaleza humana, dándole de su carne y de su sangre, como toda madre hace con su hijo, permitiéndole al Dios Invisible hacerse visible, al Dios Inaccesible hacerse accesible de todos, presentándolo al mundo como un niño recién nacido. También San Agustín sostiene que por este hecho, María ejerce gran poder sobre su Hijo Jesús: “Habiendo merecido la Virgen revestir de carne humana al Verbo divino y preparar de este modo el precio de la redención que nos librase de la muerte eterna, Ella tendrá más poder que nadie para ayudarnos a conseguir nuestra salvación”.
            San Teófilo, Patriarca de Alejandría, escribió que “Jesucristo se complace en que su Madre le pida mercedes, porque sólo en consideración de Ella nos concede las gracias que nosotros le pedimos, a fin de recompensar el beneficio que le hizo revistiéndolo de carne”. Finalmente, San Juan Damasceno, dirigiéndose a la Virgen, le dice: “Siendo Vos, ¡oh María!, Madre de Dios, podéis salvar a todos con vuestras oraciones, apoyadas como están en vuestra maternal autoridad”.
            “Maternal autoridad”. Estas son las palabras que mejor describen ese misterioso poder de súplica que hizo que Jesús convirtiera el agua en vino –y vino del mejor- en Caná de Galilea. Conocedores entonces de este misterioso poder suplicante de María, le decimos: ¡María Santísima, ruega a tu Hijo Jesús para que nuestros corazones, que son como tinajas vacías y secas, se conviertan en recipientes de la gracia, para que sean colmados con el Vino de la Alianza nueva y eterna, la Sangre del Cordero!

domingo, 8 de abril de 2012

La Virgen María y la Resurrección de Jesús



Después de morir crucificado, Jesús es bajado de la cruz; lo recibe en brazos su Madre, la Virgen María; luego, María acompaña la procesión fúnebre, que lleva el cuerpo muerto de Jesús, hasta el sepulcro, prestado por José de Arimatea, y se queda de pie en el sepulcro, llorando la muerte de su Hijo y esperando su resurrección.

Días más tarde, el Domingo de resurrección, cuando Jesús se levante del sepulcro, radiante de la gloria divina, se aparecerá a muchos discípulos, pero es a María a quien primero ve y se le aparece Jesús resucitado.

Pero María no es solo la primera en ver a Jesús resucitado; es también la primera en seguirlo en su paso de esta vida a la otra, a la resurrección, porque es la primera en recibir el torrente de gracia divina que fluye de Jesús. María es la primera en ser glorificada, porque su cuerpo no sufrió el destino de todo cuerpo humano, sino que fue glorificado con la gloria del Espíritu Santo que procedía de su Hijo Jesús y que inhabitaba en Ella desde su concepción.

Luego de la resurrección de Jesucristo, María fue glorificada y transfigurada en su cuerpo y en su alma, con la gloria que le dio su Hijo Jesús resucitado, y así, llena de la gloria de Dios, resplandeciente y brillante, subió a los cielos.

María se transfiguró en la gloria de su Hijo, y esta Transfiguración de María, la glorificación de su cuerpo y de su alma, fue posible por ser Ella la Madre de Dios, la Llena de gracia.

María es glorificada y es llevada al cielo, junto a su Hijo Jesús, y nosotros, como hijos de María, y como miembros del Cuerpo Místico de Jesús, estamos destinados a ese mismo destino de gloria: la Resurrección consiste en la comunicación de la gloria divina al alma y al cuerpo, que comienzan así a participar de la vida de Dios, y es el destino de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo , de todos los bautizados en la Iglesia Católica.

La gloria de Jesucristo, que da la vida de resurrección, se transmite desde Él, que es la Cabeza de la Iglesia, a María, y desde María, pasa a todos sus hijos, que somos nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica.

María, nuestra Madre por designio divino, Asunta a los cielos y glorificada, es la garantía de que también nosotros estamos llamados a ese destino de gloria, porque adonde va la Madre, ahí deben ir los hijos. María quiere que todos sus hijos alcancen su mismo destino de gloria, y por eso, quien vive unido a María, tiene la seguridad de que cuando muera, será glorificado como su Madre, María.

Pero si bien estamos llamados a ser glorificados, como María, en la resurrección que nos dio Jesús, los hijos de María no seremos glorificados de cualquier manera, sino que seremos glorificados solo si seguimos el mismo camino de María: la cruz y la gracia.

Seremos glorificados por la cruz, porque María fue glorificada luego de estar al pie de la cruz de Jesús: para compartir la gloria de María, su asunción gloriosa a los cielos, debemos compartir primero los dolores y las amarguras de su Corazón Inmaculado.

María fue asunta en la gloria de su Hijo, pero antes de pasar a la gloria, tuvo que sufrir muchísimo, al pie de la cruz; sólo una vez que se cumplió la profecía de Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el corazón”, María subió a los cielos; sólo después del cumplimiento de la profecía, en el Monte Calvario, fue María llevada a la gloria.

De la misma manera, los hijos de la Virgen, los hijos de María, nosotros, los bautizados, no habremos de ser glorificados, no habremos de resucitar, sino pasamos por la Tribulación de la cruz, y no de cualquier manera, sino unidos al Corazón Inmaculado de María Santísima, en el mar de dolor en el que se vio sumergida María al pie de la cruz. Esto significa no solo unirse a Ella con los dolores y tribulaciones de la vida, sino unirse a Ella en los dolores de su Corazón, inundado de dolor y de tristeza por la muerte de Jesús.

María subió al cielo, fue glorificada, porque Ella era la Llena de gracia; María subió al cielo sólo por este motivo, por estar inhabitada por el Espíritu Santo, que procedía del Padre y del Hijo; del mismo modo, ninguno de sus hijos resucitaremos ni seremos glorificados, sino vivimos en gracia, la gracia que nos viene del Corazón de Jesús y que se nos comunica por medio de María.

Si María subió al cielo por la cruz y por la gracia, no hay otro camino para los hijos de María, que la cruz y la gracia.

Y María quiere que seamos glorificados por la cruz y por la gracia, y nos da ambas cosas en la Santa Misa: en la Misa, que es la renovación sacramental del sacrificio de Jesús, nos da la cruz de Jesús y a Jesús en la cruz; en la comunión sacramental, María nos da, ya en esta tierra, el germen de la resurrección, al darnos el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo resucitado de su Hijo Jesús.









miércoles, 4 de abril de 2012

Los misterios de la Virgen María (XIII)

 María Asunta nos señala el camino al cielo: "Por la Cruz a la Luz"

Cuando se leen los relatos de la resurrección del Señor, se destaca la alegría que experimentan los que ven a Jesús resucitado: "...les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor..." (Jn 20, 20). El motivo de la alegría no es otro que el ver a Jesús quien, como Hombre-Dios, es fuente de toda alegría, de todo amor, de toda paz, de toda felicidad.


Y si es causa de alegría ver al Hijo resucitado, también es causa de alegría ver a la Madre resucitada, la cual, por privilegio divino, y por los méritos de la Pasión de Jesús, resucitó sin haber pasado por la muerte, y no para prolongar su vida sobre la tierra, sino para que sirviera de punto de partida para su asunción al cielo, adonde fue subida y está ahora, para siempre, en cuerpo y alma glorificados.


Entonces, al contemplar y alegrarnos por la resurrección de Cristo, también debemos contemplar la resurrección de María y alegrarnos porque en la resurrección de Cristo está contenida, en una unidad místico-real, la Dormición y Resurrección de su Madre, por medio de la cual la gracia que María poseía desde su concepción, se convirtió en luz de gloria en el momento de su paso a la otra vida. La alegría es todavía mayor cuando nos anoticiamos que, así como en la resurrección de Jesús está contenida la resurrección de María, así también está contenida la resurrección del cristiano, porque de Cristo, Fuente de Vida eterna, brota la vida divina como de su manantial: de Cristo pasa a su Madre, y de su Madre pasa a los hijos de Dios, los hijos de la Iglesia, por medio de los sacramentos.


En otras palabras, el hecho de que la Virgen María fuera glorificada con la gloria de su Hijo, sin pasar por la corrupción de la muerte, y así, glorificada, fuera asunta gloriosa al cielo como primicia de la resurrección de Cristo, es una señal de que también nosotros habremos de resucitar, si permanecemos unidos, por la fe y por la gracia, a esta Madre del cielo. Ser glorificados por los méritos de la resurrección de Cristo, así como fue glorificada la Madre de Dios, es el destino de todos los hijos de María.


Pero hay algo que todo cristiano debe saber, al contemplar la vida de María: a la luz se llega por la cruz. María fue glorificada en cuerpo y alma luego de participar de la cruz de su Hijo Jesús, participación que le había sido profetizada por Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el corazón”.


Los hijos de María están destinados a la misma gloria de María, que es la gloria de Jesús, pero no sin antes participar de la amargura y del dolor de la Pasión.