miércoles, 31 de diciembre de 2014

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios


(Ciclo B – 2015)
         Hacia el final del año civil y en el comienzo exacto del Nuevo Año, la Iglesia coloca una de sus solemnidades más importantes y significativas: la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Debemos preguntarnos el motivo: si es coincidencia o casualidad –es decir, si la Solemnidad está puesta en esta fecha por la Iglesia sin un motivo especial- o si, por el contrario, guiada por el Espíritu Santo y asistida por la Sabiduría Divina, la Santa Madre Iglesia tiene una razón especial para colocar en este momento de fin de un año y de inicio de otro, una Solemnidad tan importante. Y la respuesta es que la Iglesia, Madre y Maestra de Sabiduría, guiada e iluminada por el Espíritu Santo y asistida por la Divina Sabiduría, no hace nada al azar, y si ha puesto en esta fecha la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, es porque tiene alguna razón. ¿Cuál es?
         Para entender el porqué, debemos primero considerar quién es el Hijo de la Madre de Dios, Cristo. Cristo es Dios. Y puesto que Cristo es Dios, Él, el Hijo de la Virgen, es “su misma eternidad” y Él, siendo Dios Eterno, ingresó en nuestro tiempo, en nuestra historia humana, encarnándose en el seno virgen de María, para redimirnos, es decir, para salvarnos, para destruir y vencer para siempre, con su sacrificio en cruz, a los tres grandes enemigos de la humanidad: el demonio, el pecado y la muerte. Jesús, el Hijo de María, Dios Hijo, siendo Dios Eterno, procedente del seno del Eterno Padre, al encarnarse en el seno virginal de María Santísima, asumió nuestra naturaleza humana en unidad de Persona: quiere decir que Él, siendo Dios, se hizo hombre, sin dejar de ser Dios, para que nosotros nos hiciéramos Dios por participación, por medio de la participación en la vida divina, a través de la gracia.
         Pero el hecho de que Dios Hijo se haya encarnado y haya asumido nuestra naturaleza humana, significa que ha santificado toda nuestra naturaleza humana -con excepción del pecado, porque este ha sido precisamente destruido con su Encarnación y Muerte en cruz- y es por eso que, lo que antes era castigo divino por habernos apartado de Dios –la enfermedad, el dolor, la muerte-, ahora, en Él, en Cristo Jesús, puesto que son realidades asumidas, redimidas –esto es, santificadas- por Él, unidas a Él, se convierten en sacrificios y ofrendas agradabilísimas a Dios. Así, para nosotros, los cristianos, la enfermedad, el dolor y la muerte, si bien son realidades dolorosas, en Cristo Jesús –ofrecidas a Él por manos de su Madre, la Virgen- adquieren una nueva dimensión, una dimensión impensada, inimaginable, porque al unirlas a estas realidades a su cruz, todas estas realidades nuestras humanas, dolorosas, quedan santificadas por Él, porque Él, en cuanto Dios, “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5; Is 43, 19), y a estas realidades las “hace nuevas”, porque las convierte en eventos de santificación y de salvación.
 Por la Encarnación del Hombre-Dios, entonces, quedan santificadas y redimidas nuestras realidades humanas como la enfermedad, el dolor y la muerte, y por supuesto que también la alegría y el gozo, porque todo lo humano bueno, que puede ser asumido y rescatado, no solo es asumido y rescatado por Jesucristo, sino que es elevado a evento de salvación.
Y dentro de estas realidades humanas, asumidas por el Hombre-Dios en la Encarnación y elevadas a eventos de salvación, está el tiempo, la historia, tanto de la humanidad –de toda la humanidad, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido en el Día del Juicio Final-, como el tiempo y la historia de cada hombre, de cada ser humano, en particular. Al encarnarse, Jesús, Hombre-Dios, Dios Eterno, ha asumido y santificado el tiempo, y ha orientado la historia humana y la historia de cada hombre particular, hacia el vértice de la eternidad trinitaria, de manera tal que los segundos, los minutos, las horas, los días, los meses, los años, desde la Encarnación, han quedado “impregnados” –si se puede decir así- de la eternidad divina, y han sido orientados hacia la eternidad divina, por lo que la consumación del tiempo humano finaliza en la eternidad del Ser trinitario.
Dicho en otras palabras, desde la Encarnación del Verbo, toda la historia humana y el tiempo humano, así como el tiempo y la historia personal de cada ser humano, no se explican, ni en su origen ni en su fin, sin una relación directa con el Ser trinitario divino. Esto quiere decir que cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada año, todo el año, todos los años, vividos por el cristiano, le pertenecen, no a él –al cristiano-, sino a Jesús, Dios Eterno, porque Él los ha adquirido, los ha comprado, al precio altísimo de su Sangre, de su Santo Sacrificio de la Cruz. Por la Encarnación del Verbo, cada segundo de nuestras vidas –y por lo tanto, todo el año-, le pertenece a Jesucristo, Dios Eterno, y a Él le debe estar dedicado y consagrado, cada segundo de nuestras vidas y, por lo tanto, todo el año y todos los años que nos resten por vivir en esta vida terrena, para así ser merecedores del feliz encuentro, cara a cara, en el Reino de los cielos.

Ahora, entonces, estamos en grado de comprender por qué la Iglesia coloca, hacia el fin del año civil, y sobre todo, en el primerísimo instante del Año Nuevo que se inicia, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios: la Iglesia quiere que, al iniciar el Año Nuevo, los hijos de Dios consagren a Jesucristo, por medio de la Virgen, todo el Año Nuevo que se inicia: todo, cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada mes, todos los meses, para que todo el tiempo del Año Nuevo sea vivido de cara a la feliz eternidad, la Eternidad personificada, Cristo Jesús; la Iglesia coloca esta Solemnidad al inicio de un Nuevo Año, para que todo el Año Nuevo sea consagrado a Jesucristo, por manos de la Virgen, para que todo este nuevo tiempo que se inicia sea santo y santificado por Jesucristo, y que ningún segundo –ni uno solo- escape de su santísima, amabilísima y adorabilísima Voluntad. Ésta es la razón, entonces, de por qué la Iglesia coloca la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, al inicio del Año Nuevo: para que lo consagremos, por medio de sus manos y de su Inmaculado Corazón, a su Hijo, que es la Divina Misericordia encarnada, para que cada segundo del Año Nuevo que iniciamos, esté sumergido en el Amor Eterno de la insondable Misericordia Divina.

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