domingo, 21 de diciembre de 2014

Magnificat anima mea Dominum


“Mi alma canta la grandeza del Señor” (Lc 1, 46-55).
Llena del Espíritu Santo, inhabitada por su Presencia y colmada por su Amor y por su Alegría Santa, la Virgen entona el Magnificat, el canto de alabanzas y de glorificación a Dios.
 “Proclama mi alma la grandeza del Señor
Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador
Porque ha mirado la humillación de su esclava.
La Virgen se alegra por haber sido concebida sin mancha de pecado original, por haber sido concebida en gracia, inhabitada por el Espíritu Santo; la Virgen se alegra por haber sido redimida y por eso llama a Dios “mi Salvador”, pero sobre todo se alegra por la inmensidad de la majestuosidad del Ser Divino Trinitario Divino, que la ha elegido al mirar su humillación, cuando ante el anuncio del Ángel de haber sido la Elegida para ser la Madre de Dios, movida por la humildad y por el amor a Dios, se llamó a sí misma “esclava del Señor”;
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones.
La Virgen ve, en la luz de Dios, que toda la humanidad, de todos los tiempos, la llamará “bienaventurada”, porque lo que Dios ha obrado en Ella, es como la Bienaventuranza eterna, ya anticipada en la tierra: es la Hija Predilecta del Padre, es la Esposa del Espíritu Santo, es la Madre de Dios Hijo, y por eso no hay, no hubo ni habrá creatura como Ella, y todas las generaciones la felicitarán y se alegrarán con su alegría.
Porque el poderoso ha hecho obras grandes en mí.
La Virgen canta y exulta de alegría porque Dios ha obrado en Ella obras grandiosas: ha obrado en Ella la obra grandiosa de la gracia santificante de su Hijo Jesucristo, que le ha sido concedida en anticipo, en mérito al sacrificio en cruz de su Hijo y por eso Ella ha sido concebida Inmaculada, sin mancha de la malicia original; ha sido concebida inhabitada por el Amor Divino desde el primerísimo instante de su concepción; ha sido concebida como la más hermosa y excelsa creatura, como la Mujer revestida de sol del Apocalipsis (12, 1), porque está inhabitada por el Espíritu de Dios; como la Mujer que aplasta la cabeza de la Serpiente Antigua, (Gn 3, 15) porque le ha sido participado el poder de la omnipotencia divina; como la Mujer de los Dolores, que al pie de la cruz pare virginalmente a la humanidad, al adoptar, por encargo de su Hijo (cfr. Jn 19, 25-30), a todos los hombres de todos los tiempos, para salvarlos. La Virgen es la Mujer que “con alas de águila” lleva al mismo Dios Hijo en sus brazos al desierto, poniéndolo a salvo del río de impurezas, blasfemias, violencias de todo tipo, con el que el Dragón quiere asesinar la pureza de su Niño (Ap 11, 7). Las obras que Dios ha hecho en la Virgen son “grandes”, inconmensurables, y por eso las canta la Virgen, con alegría y con amor, en el Magnificat.
Su Nombre es Santo.
“Santo”, es el nombre propio de Dios, porque Él es la santidad en sí misma; Él es la santidad personificada; nada es santo, puro, bueno y bello, si Dios no lo santifica con su Presencia y su gracia, y la Virgen ha sido santificada, desde el inicio mismo de su existencia, por haber sido concebida sin mancha de pecado original, y por haber sido concebida inhabitada por el Espíritu Santo. La Virgen es santa, porque está llena de la santidad de Dios y por eso es connatural a la Trinidad Santísima y es lo que la lleva a proclamar el Nombre de Dios, que es Tres veces Santo: “Su nombre es Santo”.
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
La Virgen se alegra porque la Misericordia Divina llega a los hombres “de generación en generación”, es decir, a toda la humanidad, y Ella es, precisamente, el Medio, el Puente, el Portal, a través del cual llega la Misericordia Divina, porque Ella es la Madre de la Divina Misericordia, Ella es la Madre de Jesús, Dios Misericordioso, y a través de Ella, se encarna, nace en Belén, “Casa de Pan”, y se dona al mundo, en la cruz, y luego en la Santa Misa, como Pan de Vida Eterna, Jesús, Dios Misericordioso, para que las almas puedan beber de la fuente inagotable de la Divina Misericordia, su Sagrado Corazón traspasado.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
La Virgen describe las proezas de Dios, delante de quien, no pueden subsistir los soberbios de corazón, a quienes “dispersa”, como al demonio, a quien arrojó, por medio de San Miguel Arcángel, de los cielos, para siempre, a causa de su soberbia; Dios también “derriba del trono a los poderosos” de la tierra, porque también son soberbios, mientras que “enaltece a los humildes”, a los que, sabiéndose nada delante de Dios, se humillan ante su Presencia y lo aman y adoran con todas sus fuerzas; “colma de bienes a los hambrientos”, es decir, derrama las riquezas inagotables de su Amor sobre los corazones de quienes lo aman, mientras que “a los ricos los despide vacíos”, es decir, a los engreídos, a los que se piensan que no necesitan de Dios ni de su gracia, los despide de su Presencia y los deja con lo que quieren, es decir, con las manos vacías.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
Dios auxilia a Israel, el Pueblo Elegido, enviando el Mesías, tal como lo había prometido ya en el Génesis, apenas producida la caída de los primeros padres, Adán y Eva. Ella es la Nueva Eva y su Hijo Jesús es el Nuevo Adán; por ellos, la humanidad es regenerada, es re-creada por la gracia; del costado traspasado del Nuevo Adán, Jesucristo, brota la gracia santificante, de donde surgirán los nuevos hijos de Dios, la descendencia de Abraham re-generada por la gracia bautismal, los cristianos, los que pertenecen al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica.
“Mi alma canta la grandeza del Señor” (Lc 1, 46-55).
Llena del Espíritu Santo, inhabitada por su Presencia y colmada por su Amor y por su Alegría Santa, la Virgen entona el Magnificat, el canto de alabanzas y de glorificación a Dios, canto por el que contempla el misterio de la Encarnación y por el que alaba a Dios por haberla elegido a Ella para ser depositaria del Amor del Padre, su Hijo Jesús.
Sin embargo, el Magnificat, como canto propio de alabanzas y de glorificación a Dios, si es el canto de la Madre, debe ser también el canto propio de los hijos de esta Madre del cielo; el Magnificat debe ser el canto del alma que contempla el misterio de la Encarnación, el misterio de la Navidad, y que se asombra y se alegra por ello, pero que contempla también y se asombra y se alegra por el misterio de cómo ese Dios la ha elegido a ella para, por la gracia santificante y por la comunión eucarística, continuar y prolongar su Encarnación y Nacimiento en su alma, renovando el milagro sucedido en el seno virginal de María Santísima. Así como María Santísima recibió en su seno virginal, inhabitado por la Gracia Increada, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesucristo, convirtiéndose en Sagrario Viviente de su Hijo Jesús, Pan de Vida Eterna, así el cristiano, al comulgar en gracia, convierte su corazón en Tabernáculo viviente en donde se aloja y es adorado el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, el Pan de Vida eterna, a imitación de María Santísima. Y esta es la razón por la cual, cada comunión eucarística, debe ser una oportunidad para cada alma, para entonar, junto a la Virgen, el Magnificat, porque Dios, por la gracia, ha hecho maravillas en su alma, la ha elegido para encarnarse en ella, para obrar maravillas así como lo hizo con la Virgen, para colmarla de sus gracias, para derramar la inmensidad de sus dones y, sobre todo y fundamentalmente, para derramar en el alma que la recibe por la comunión, la plenitud inagotable del Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico.

Cada comunión eucarística es, por lo tanto, una oportunidad, para el alma, para entonar el “Magnificat”, junto a la Virgen, su Madre.

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