jueves, 28 de julio de 2011

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados


“Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 4). Esta bienaventuranza parece algo contradictorio: ¿cómo puede ser alguien “bienaventurado”, es decir, feliz, dichoso, si llora? ¿No es acaso el llanto el signo por excelencia de la desdicha? Es cierto que al llanto sigue la promesa del consuelo, pero no deja de ser llanto, es decir, signo de desdicha y de lamento, y por eso nuevamente la pregunta: ¿cómo se puede ser feliz alguien que llora por la desdicha? La respuesta es que no hay contradicción, porque si bien es cierto que el llanto es signo de pesar y dolor, ha sido asumido, como toda realidad humana –excepto el pecado-, por Cristo en la cruz, y por lo mismo, ha sido santificado. Ninguna bienaventuranza puede entenderse fuera de la cruz de Jesús y de Jesús en la cruz, y mucho menos la bienaventuranza del que llora. Sólo el llanto llorado al pie de la cruz es bienaventurado, porque solo ese llanto es santificado por Cristo y solo en esta santificación radica el consuelo del que llora.

Y si es bienaventurado el que llora, Jesús es el Primer Bienaventurado porque Él es el primero en llorar por la justicia y el honor de Dios, pisoteados por el infierno y por la humanidad desagradecida, y por eso es el primero en merecer la consolación divina. Llora Jesús como Niño Dios, desde su ingreso en este mundo, llora por el frío de la noche de Belén, pero llora más por el frío que encuentra en los corazones de los hombres, en sus corazones enfriados en el amor a Dios; llora el Niño Dios y llora también el Mesías de Israel, por su patria, Jerusalén (cfr. Lc 19, 41), porque se obstina en rechazar al enviado de Dios; llora Jesús por la muerte de su amigo Lázaro (cfr. Mt 11, 32-44), cuyo cadáver en descomposición representa al alma en pecado mortal, muerta a la vida de la gracia; llora con lágrimas de sangre el Sagrado Corazón en la amargura del Huerto (cfr. Lc 22, 39-46), por la indiferencia de todos aquellos que se perderán al despreciar el amor de Dios que se les ofrece por su sacrificio en cruz; llora el Hombre-Dios que cuelga desde la cruz, por el terrible dolor que en su alma provoca el odio deicida y fratricida de los hombres; llora en silencio porque muchos de los bautizados, aquellos por quienes se entregó, son indiferentes y rechazan su sacrificio en cruz y Su Presencia Sacramental.

María es también la Primera Bienaventurada, y por eso llora también la Virgen: llora la Madre del Niño Dios, al verlo tan desamparado en la noche fría y oscura del abandono y del rechazo de los hombres; llora la Gloria de Israel, al comprobar que los Elegidos de Dios se confabulan con el infierno para llevar a su Hijo a al cruz; llora el Corazón Inmaculado en el Huerto de Getsemaní, compartiendo la amargura del Corazón de Su Hijo por todos los desagradecidos que se perderán por culpa propia; llora la Virgen de los Dolores al pie de la cruz, porque los dolores de Su Hijo que cuelga de la cruz los siente Ella en el alma y en su Corazón Purísimo como si fueran propios; llora la Virgen que adora la Eucaristía al ver tantos lugares vacíos en las Horas santas, vacíos porque quienes deberían ocuparlos, adorando a Su Hijo, prefieren otros amores y otros entretenimientos, antes que compartir con Él un poco de su tiempo mundano.

Lloran la Madre y el Hijo, lloran los Bienaventurados, y sus lágrimas de dolor, de pena y de tristeza, y también de amor, las ofrecen al Padre quien derrama su Espíritu Consolador sobre los hombres, convirtiendo sus lágrimas de dolor y desesperanza en lágrimas de consuelo y de alegría.

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