domingo, 6 de octubre de 2013

Nuestra Señora del Rosario y la preparación del alma para entrar a la vida eterna


         El Rosario es una oración cuyo origen es celestial, pues fue la misma Madre de Dios en Persona quien lo enseñó y lo entregó a la Iglesia, a través de Santo Domingo de Guzmán. A diferencia de lo que muchos erróneamente piensan, no se trata de una oración destinada a señoras integrantes de cofradías menguadas en número; el Rosario es un arma espiritual poderosísima que puede cambiar el destino de naciones enteras, como por ejemplo, la victoria obtenida por la cristiandad en la Edad Media. Pero si el Rosario puede decidir a favor de los cristianos batallas terrenas, como en Lepanto, puede decidir también a favor de los cristianos batallas mucho más importantes, como la lucha por la salvación del alma, batalla crucial en la que se juega el destino eterno de una persona. Esto es así porque la Virgen prometió que “no habría gracia que no sería concedida” si se la pedía a través del Santo Rosario, lo cual quiere decir que por medio de esta oración mariana el cristiano puede obtener la gracia más grande que se puede recibir en esta vida: la gracia de la salvación eterna del alma. En otras palabras, quien reza el Rosario, según las promesas de la Virgen, tiene asegurada su entrada al cielo, tiene asegurada la salvación.
La razón de esta efectividad del Santo Rosario, es simplemente que ha sido Dios mismo quien ha querido asociar esta oración, compuesta de rosas espirituales ofrecidas a la Madre de Dios –cada “Avemaría” es una rosa espiritual- con la concesión de gracias y dones espirituales imposibles siquiera de imaginar, entre ellos y el primero de todos, nada menos que la eterna salvación. 
Tal vez alguien, con cierto escepticismo, podría decir: ¿porqué razón una oración tan simple y que lleva tan poco tiempo rezarla, trae tantos beneficios, incluido uno tan grande que ni siquiera puede ser apreciado en toda su dimensión, como es el no solo evitar la condenación, sino obtener la eterna salvación? La razón es que, cuando alguien reza el Rosario, enunciando y meditando los misterios de la vida del Hombre-Dios, se evocan los misterios de la vida de Jesús, pero esta evocación no es un mero recuerdo de la memoria, sino una misteriosa actualización de esos misterios -obrada por el Espíritu Santo que actúa por intercesión de María-, en el corazón y en la vida de aquel que reza el Rosario, lo cual es la causa de la transformación del alma en una imagen viviente de Jesús. Esto es lo que explica que, como resultado del rezo del Rosario –devoto, confiado, piadoso, constante- el alma se vea configurada con Cristo, de modo que el efecto principal del Rosario -más allá de las gracias concedidas por la Virgen a quien lo rece- es que sea Cristo quien comience a vivir en el alma y el alma en Cristo, haciendo realidad en su vida las palabras de San Pablo: “No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Rezar el Rosario, entonces, no es el pasatiempo piadoso de un alma devota: es recibir, por la mediación de la Virgen María, la gracia de la configuración del alma con Cristo por medio de la meditación orante de los misterios de la vida de Jesús, y esto como una preparación para el paso de esta vida a la vida eterna, para que, cuando llegue el momento de pasar de esta vida a la otra, Dios Padre vea en el alma una imagen viviente de su Hijo Jesús y no solo no la rechace, sino que la haga partícipe y heredera del Reino de los cielos.


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