martes, 30 de abril de 2024

La santificación personal, fin y medio de la Legión

 



         Con respecto a cuál sea el fin y el medio de la Legión para los legionarios, dice así el Manual: “La santificación personal no es sólo el fin que pretende alcanzar la Legión, sino también su principal medio de acción”[1]. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la santidad, porque para la Legión es algo esencial: es el medio a través del cual actúan sus miembros y al mismo tiempo, es el fin. ¿Qué es entonces la santidad? Podríamos comenzar diciendo primero qué es lo que “no es” la santidad: la santidad no es algo que surja de la naturaleza humana o angélica; la santidad no le pertenece al hombre; la santidad no surge por acciones buenas que pueda hacer el hombre; ningún ser humano ni tampoco angélico, pueden ser santos por sí mismos, porque sus naturalezas -la naturaleza humana y la angélica- no son santas en sí mismas.

         Antes de responder directamente a la pregunta, veamos qué significa la santidad en términos de la Sagrada Escritura: en las Escrituras, la santidad engloba los conceptos de sagrado y puro, pero los desborda; está reservada a Dios, que es Inaccesible, aunque esta santidad se comunica a las creaturas, que así se convierten en santas”. Entonces, una primera noción es que la santidad es algo de Dios, algo sagrado y puro; no es de las creaturas, por eso las creaturas no son santas en sí mismas, sino luego de que Dios les participe su santidad. En la raíz semítica de la palabra “santo”, se significa algo que está “cortado, separado” y esto es porque las cosas profanas deben estar separadas de lo sagrado. Esto lo vemos en los templos católicos: no se pueden desarrollar actividades mundanas dentro de un templo sagrado, que está separado del mundo, dedicado al culto de Dios. La contemplación de la santidad divina provoca un estado de fascinación y de admiración, que hace que el hombre experimente la inmensa majestad de Dios. Además de ser algo sagrado, separado de lo profano, la santidad en la Biblia consiste en la auto-revelación de Dios, de quien proviene toda santidad. Para la Escritura, la santidad consiste en el misterio de Dios y su comunicación a los hombres. Esta santidad de Dios se comunica a los hombres por el Espíritu Santo, “el Amor que es Dios mismo” (Jn 4, 18) que, al ser comunicado a la creatura -el hombre- triunfa sobre el pecado, convirtiendo al hombre de pecador en santo.

         Según la definición teológica de santidad, es “la nobleza sin igual de la bondad divina”. Esto quiere decir que una persona o un ángel pueden ser buenos, pero no santos, porque no poseen por sí mismos la bondad divina; sólo cuando Dios les comunica de su bondad, entonces sí pueden ser santos. Dentro de la Trinidad, la santidad es la nota característica del Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad; es el Amor que el Padre comunica al Hijo y el Hijo al Padre y así el Padre y el Hijo están unidos en el Amor divino, el Espíritu Santo[2]. En Adán, la santidad era la santidad divina infundida por el Espíritu Santo, como corresponde a la dignidad de un hijo de Dios.

         Esto nos permite entender lo que dice el Manual respecto a la santificación personal: “La Legión de María se vale -como medio para sus fines- del servicio personal activado por el influjo del Espíritu Santo; es decir, teniendo por móvil a la gracia divina -que se comunica por los sacramentos- y por último fin la gloria de Dios y la salvación de los hombres”. La santidad, en la Legión de María, se corresponde con el concepto de la Escritura y con la definición teológica: es comunicación del Espíritu Santo a sus miembros por medio de la gracia, los cuales actúan así como medios, para lograr el fin, que es la gloria de Dios y la salvación de los hombres. En definitiva, un legionario no puede ser santo si se aparta de los sacramentos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía y su fin debe ser acercar a su prójimo a estos mismos sacramentos.



[1] Cfr. Manual del Legionario, XI, 1.

[2] Cfr. Mathias Joseph Scheeben, El misterio del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1956, 226.


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