lunes, 1 de febrero de 2010

La Virgen Presenta a su Hijo, la Iglesia ofrenda la Eucaristía


La Virgen María, cumpliendo con los preceptos legales, lleva a su Primogénito al templo, para presentarlo ante el altar de Dios (cfr. Lc 2, 22-40). En esta escena, hay algo más que una mujer hebrea piadosa que cumple con las disposiciones mosaicas, según la cual todo primogénito era propiedad de Dios, y por lo mismo, estaba consagrado a Él[1].
La Virgen María es modelo de la Iglesia, y tipo perfecto de la Iglesia, lo cual quiere decir que todo lo que sucede en María, se da luego en la Iglesia: así como María, Virgen y Madre, presenta el cuerpo de su Hijo Unigénito, que es Dios Hijo encarnado, ante el altar de Dios, así la Iglesia, Madre y Virgen, presenta a Dios Uno y Trino el cuerpo resucitado de Dios Hijo encarnado, Cristo en la Eucaristía, ya que la ofrenda de la Iglesia a Dios no son el pan y el vino, materias inertes, sino el cuerpo y la sangre de Jesús resucitado en el sacramento del altar.
La Presentación que la Virgen hace de su Hijo Jesús, es el anticipo y la prefiguración de la ofrenda que la Iglesia hace a Dios: la Iglesia ofrenda a Dios el cuerpo resucitado de Jesús, como única ofrenda digna de la majestad divina de Dios Trino.
La Presentación del Señor, realizada por la Virgen María, se renueva en cada Santa Misa, porque la Iglesia Madre presenta a Dios Padre, al igual que la Virgen, a Jesús, aunque hay algo en la Santa Misa que no estaba todavía en la Presentación de la Virgen, y es la obra del Espíritu Santo sobre aquello que era presentado.
Cuando la Virgen presentó a su Hijo Jesús en el Templo, éste todavía no había cumplido su misterio pascual de muerte y resurrección; estaba inhabitado en su humanidad santísima por el Espíritu Santo, porque era Dios Hijo encarnado, y su humanidad había sido ungida con el Espíritu en el momento de la Encarnación, pero el Espíritu Santo no había todavía obrado la transmutación de la carne del Cordero.
Cuando la Iglesia presenta al Hijo de Dios, en la ofrenda eucarística, la humanidad santísima del Hijo de Dios, ha sido ya transmutada por el fuego del Espíritu Santo; en la Eucaristía, ha actuado ya, sobre la humanidad de Jesús, el fuego sublimador del Espíritu Santo, que ha convertido su cuerpo de Niño presentado por la Virgen, en el Cuerpo del Cordero de Dios, ofrendado por la Iglesia a la majestad de Dios Trinidad.
Esta es la diferencia entre la Presentación de la Virgen y la Presentación de la Iglesia, la acción sublimadora y transformadora, del Espíritu Santo, fuego del amor divino, sobre el cuerpo santo de Jesús, de manera que al ofrendarlo la Iglesia, ofrenda la carne del Cordero de Dios.
Al llegar al templo, el anciano Simeón, hombre justo y piadoso, en quien habita el Espíritu Santo, lo toma en brazos y alaba al Niño, reconociendo en Él al Mesías, salvación de los paganos y gloria de Israel.
Así como la Virgen es modelo de la Iglesia, así Simeón es modelo del cristiano en gracia, en quien inhabita el Espíritu, y a quien el Espíritu ilumina para poder reconocer al Mesías. Simeón reconoció, entre sus brazos, al Hijo de Dios, “gloria de Israel”; el cristiano reconoce, entre las manos del sacerdote ministerial, que ostenta la Eucaristía, al Hijo de Dios, Jesucristo, el Mesías, el Salvador del mundo, “resplandor de la gloria del Padre” (cfr. Heb 1, 3) y, como Simeón, alaba a Dios y lo adora por el don de su Amor misericordioso.
[1] Cfr. Orchard, B., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 581.

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