Por haber sido
la Única entre las creaturas humanas en recibir en su seno virginal a la
Palabra de Dios Encarnada, por haber acogido en su interior y haber revestido
de su carne al Verbo de Dios, por haber abierto su corazón y su alma y haberlos
transformado en sede y tabernáculo para el Unigénito del Padre, para que este
tomase forma humana de su forma humana, María es el ideal más hermoso y elevado
y a la vez el fundamento de nuestra fe en la Encarnación y en Cristo Eucaristía,
prolongación y continuación de la Encarnación.
María es el
ideal más precioso y elevado tanto de la alianza de la naturaleza humana con la
gracia divina, como de la razón con la fe[1].
Por eso se puede hacer una comparación entre la recepción de la Palabra
Encarnada en el seno de María y la recepción de la divina Revelación y la fe en
la Eucaristía, en la razón humana.
María, esposada
con el Espíritu Santo, concibió por obra de este Espíritu Santo a la Persona
del Verbo Eterno y dio al Verbo de su misma substancia para formar el cuerpo y
la carne del Verbo para que fuera el “Verbo Encarnado” y fuese presentado al
mundo en manera visible; del mismo modo, la razón humana, esposada en la fe con
el Espíritu Santo, recibe en su seno a la sabiduría divina contenida en la
Palabra de Dios y comunicada por el Espíritu Santo, la reviste con sus palabras
humanas y la expresa con sus representaciones humanas[2].
Sin embargo, en
nuestra consideración de tomar a María como modelo de nuestra fe debido a que
nuestra razón recibe, como María, a la Sabiduría divina, y la expresa –como
María- con un revestimiento humano –las palabras-, podríamos ser tentados a pensar
que nuestra fe en Dios, pensada y expresada en términos humanos, agote la
realidad creída, es decir, exprese en su totalidad el ser divino en quien se
cree. No sucede así, debido a la grandeza y a la insondabilidad del ser divino.
Del mismo modo a como María dio a luz al Verbo Encarnado, es decir, al
Unigénito de Dios revestido con forma humana y por lo tanto no era un simple
hombre y todo aquel que lo contemplaba no contemplaba un simple hombre sino el
misterio del Hombre-Dios, un hombre que, aunque se expresaba en modo humano
tenía en sí una naturaleza distinta a la humana porque subsistía en una persona
no humana sino divina, la Persona del Verbo del Padre, así nuestros
pensamientos y nuestras palabras humanas, al pensar y expresar la sabiduría
divina con términos humanos, no agotan ni expresan toda la realidad del ser
divino al cual pretenden expresar.
Aún recibiendo
la razón humana esta Sabiduría divina y expresándola con su máxima capacidad de
expresión, aún iluminada por el Espíritu Santo, no puede la razón humana
reflejar el misterio de la Verdad divina con la misma grandeza y majestad que
le pertenecen a esta Verdad. Sólo en la luz de la gloria podrá la razón humana,
ya sin el obstáculo de las limitaciones terrenas, informada por la naturaleza
divina, podrá expresar toda la grandeza del misterio divino –en realidad, ni
siquiera allí podrá hacer esto la razón humana, porque el misterio del ser
divino permanece y permancerá oculto para siempre aún a las mentes angélicas,
pero al menos lo hará con más claridad que en la vida presente. Por eso, aún
expresado en términos humanos, iluminados y sugeridos por el Espíritu Santo, el
misterio de Dios permanecerá por siempre inaccesible a la razón humana y a la
inteligencia angélica.
María es
entonces nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra fe en Dios, al
servirnos como modelo para nuestra recepción del Verbo en nuestros corazones y
en nuestras mentes, en nuestro ser. Pero María es también nuestro ideal y
nuestro fundamento para nuestra realeza: imitando a María en la recepción de la
Palabra de Dios, nuestro ser y nuestra razón se ven, como María, elevados a una
dignidad infinitamente superior a la dignidad humana.
Así como a
María el hecho de ser la Madre de Dios le significó el pasar de humilde sierva
a Reina de todo el universo, visible e invisible, y poseer la dignidad más
excelsa, así para la razón humana, no hay una distinción más alta que el hecho
de ser llamada a aceptar la fe en el Hombre-Dios Jesús. La razón humana,
iluminada por la fe en Jesús, se ve elevada a una dignidad infinitamente
superior a la dignidad que pueda conceder cualquier otra cosa.
Como María, que
aún siendo elevada a la dignidad de Madre de Dios, conserva la humildad de la
esclava del Señor, así la razón humana, dignificada por el conocimiento de la
fe, debe conservar su humildad, reconociendo siempre la superioridad de la
Sabiduría divina sobre la humana.
Así como María
recibió en su seno virginal la Palabra de Dios Encarnada, así nosotros debemos
recibir a Cristo, Resucitado y Glorioso, que prolonga su encarnación en las especies del pan.
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