“Mi
alma canta la grandeza del Señor” (Lc
1, 46-55).
Llena
del Espíritu Santo, inhabitada por su Presencia y colmada por su Amor y por su
Alegría Santa, la Virgen entona el Magnificat,
el canto de alabanzas y de glorificación a Dios.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor
Se
alegra mi espíritu en Dios mi Salvador
Porque
ha mirado la humillación de su esclava.
La
Virgen se alegra por haber sido concebida sin mancha de pecado original, por
haber sido concebida en gracia, inhabitada por el Espíritu Santo; la Virgen se
alegra por haber sido redimida y por eso llama a Dios “mi Salvador”, pero sobre
todo se alegra por la inmensidad de la majestuosidad del Ser Divino Trinitario
Divino, que la ha elegido al mirar su humillación, cuando ante el anuncio del Ángel
de haber sido la Elegida para ser la Madre de Dios, movida por la humildad y por
el amor a Dios, se llamó a sí misma “esclava del Señor”;
Desde
ahora me felicitarán todas las generaciones.
La
Virgen ve, en la luz de Dios, que toda la humanidad, de todos los tiempos, la
llamará “bienaventurada”, porque lo que Dios ha obrado en Ella, es como la
Bienaventuranza eterna, ya anticipada en la tierra: es la Hija Predilecta del
Padre, es la Esposa del Espíritu Santo, es la Madre de Dios Hijo, y por eso no hay, no
hubo ni habrá creatura como Ella, y todas las generaciones la felicitarán y se alegrarán con su alegría.
Porque
el poderoso ha hecho obras grandes en mí.
La Virgen canta y exulta de alegría porque Dios ha obrado en Ella obras grandiosas: ha
obrado en Ella la obra grandiosa de la gracia santificante de su Hijo
Jesucristo, que le ha sido concedida en anticipo, en mérito al sacrificio en
cruz de su Hijo y por eso Ella ha sido concebida Inmaculada, sin mancha de la
malicia original; ha sido concebida inhabitada por el Amor Divino desde el
primerísimo instante de su concepción; ha sido concebida como la más hermosa y
excelsa creatura, como la Mujer revestida de sol del Apocalipsis (12, 1),
porque está inhabitada por el Espíritu de Dios; como la Mujer que aplasta la
cabeza de la Serpiente Antigua, (Gn
3, 15) porque le ha sido participado el poder de la omnipotencia divina; como
la Mujer de los Dolores, que al pie de la cruz pare virginalmente a la
humanidad, al adoptar, por encargo de su Hijo (cfr. Jn 19, 25-30), a todos los hombres de todos los tiempos, para
salvarlos. La Virgen es la Mujer que “con alas de águila” lleva al mismo Dios
Hijo en sus brazos al desierto, poniéndolo a salvo del río de impurezas,
blasfemias, violencias de todo tipo, con el que el Dragón quiere asesinar la
pureza de su Niño (Ap 11, 7). Las obras
que Dios ha hecho en la Virgen son “grandes”, inconmensurables, y por eso las
canta la Virgen, con alegría y con amor, en el Magnificat.
Su
Nombre es Santo.
“Santo”,
es el nombre propio de Dios, porque Él es la santidad en sí misma; Él es la
santidad personificada; nada es santo, puro, bueno y bello, si Dios no lo
santifica con su Presencia y su gracia, y la Virgen ha sido santificada, desde
el inicio mismo de su existencia, por haber sido concebida sin mancha de pecado
original, y por haber sido concebida inhabitada por el Espíritu Santo. La
Virgen es santa, porque está llena de la santidad de Dios y por eso es
connatural a la Trinidad Santísima y es lo que la lleva a proclamar el Nombre
de Dios, que es Tres veces Santo: “Su nombre es Santo”.
y
su misericordia llega a sus fieles
de
generación en generación.
La
Virgen se alegra porque la Misericordia Divina llega a los hombres “de
generación en generación”, es decir, a toda la humanidad, y Ella es,
precisamente, el Medio, el Puente, el Portal, a través del cual llega la
Misericordia Divina, porque Ella es la Madre de la Divina Misericordia, Ella es
la Madre de Jesús, Dios Misericordioso, y a través de Ella, se encarna, nace en
Belén, “Casa de Pan”, y se dona al mundo, en la cruz, y luego en la Santa Misa,
como Pan de Vida Eterna, Jesús, Dios Misericordioso, para que las almas puedan
beber de la fuente inagotable de la Divina Misericordia, su Sagrado Corazón traspasado.
Él
hace proezas con su brazo:
dispersa
a los soberbios de corazón,
derriba
del trono a los poderosos
y
enaltece a los humildes,
a
los hambrientos los colma de bienes
y
a los ricos los despide vacíos.
La
Virgen describe las proezas de Dios, delante de quien, no pueden subsistir los
soberbios de corazón, a quienes “dispersa”, como al demonio, a quien arrojó,
por medio de San Miguel Arcángel, de los cielos, para siempre, a causa de su
soberbia; Dios también “derriba del trono a los poderosos” de la tierra, porque
también son soberbios, mientras que “enaltece a los humildes”, a los que,
sabiéndose nada delante de Dios, se humillan ante su Presencia y lo aman y
adoran con todas sus fuerzas; “colma de bienes a los hambrientos”, es decir,
derrama las riquezas inagotables de su Amor sobre los corazones de quienes lo
aman, mientras que “a los ricos los despide vacíos”, es decir, a los engreídos,
a los que se piensan que no necesitan de Dios ni de su gracia, los despide de
su Presencia y los deja con lo que quieren, es decir, con las manos vacías.
Auxilia
a Israel, su siervo,
acordándose
de la misericordia
-como
lo había prometido a nuestros padres-
en
favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
Dios
auxilia a Israel, el Pueblo Elegido, enviando el Mesías, tal como lo había prometido
ya en el Génesis, apenas producida la caída de los primeros padres, Adán y Eva.
Ella es la Nueva Eva y su Hijo Jesús es el Nuevo Adán; por ellos, la humanidad
es regenerada, es re-creada por la gracia; del costado traspasado del Nuevo
Adán, Jesucristo, brota la gracia santificante, de donde surgirán los nuevos
hijos de Dios, la descendencia de Abraham re-generada por la gracia bautismal, los cristianos, los que pertenecen al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica.
“Mi
alma canta la grandeza del Señor” (Lc
1, 46-55).
Llena
del Espíritu Santo, inhabitada por su Presencia y colmada por su Amor y por su
Alegría Santa, la Virgen entona el Magnificat,
el canto de alabanzas y de glorificación a Dios, canto por el que contempla el misterio de
la Encarnación y por el que alaba a Dios por haberla elegido a Ella para ser
depositaria del Amor del Padre, su Hijo Jesús.
Sin
embargo, el Magnificat, como canto propio
de alabanzas y de glorificación a Dios, si es el canto de la Madre, debe ser
también el canto propio de los hijos de esta Madre del cielo; el Magnificat debe ser el canto del alma
que contempla el misterio de la Encarnación, el misterio de la Navidad, y que
se asombra y se alegra por ello, pero que contempla también y se asombra y se
alegra por el misterio de cómo ese Dios la ha elegido a ella para, por la
gracia santificante y por la comunión eucarística, continuar y prolongar su
Encarnación y Nacimiento en su alma, renovando el milagro sucedido en el seno
virginal de María Santísima. Así como María Santísima recibió en su seno
virginal, inhabitado por la Gracia Increada, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la
Divinidad de su Hijo Jesucristo, convirtiéndose en Sagrario Viviente de su Hijo
Jesús, Pan de Vida Eterna, así el cristiano, al comulgar en gracia, convierte
su corazón en Tabernáculo viviente en donde se aloja y es adorado el Cuerpo, la
Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, el
Pan de Vida eterna, a imitación de María Santísima. Y esta es la razón por la
cual, cada comunión eucarística, debe ser una oportunidad para cada alma, para
entonar, junto a la Virgen, el Magnificat,
porque Dios, por la gracia, ha hecho maravillas en su alma, la ha elegido para encarnarse
en ella, para obrar maravillas así como lo hizo con la Virgen, para colmarla de
sus gracias, para derramar la inmensidad de sus dones y, sobre todo y
fundamentalmente, para derramar en el alma que la recibe por la comunión, la plenitud
inagotable del Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico.
Cada
comunión eucarística es, por lo tanto, una oportunidad, para el alma, para entonar el “Magnificat”,
junto a la Virgen, su Madre.
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