La Iglesia celebra, con júbilo celestial, uno de los
misterios más grandes y asombrosos de la historia de la humanidad, misterio
superado en majestad y gracia sólo por el misterio más grande por excelencia,
el de la encarnación del Verbo en el seno purísimo de María Santísima y es el
misterio de la Inmaculada Concepción de María.
Que María Santísima sea “Inmaculada Concepción” quiere decir
que, por designio de la Santísima Trinidad, la Virgen fue concebida sin la
mancha del pecado original, mancha que, desde el pecado primordial de Adán y
Eva, se transmite sin excepción a todo ser humano. La única excepción es,
precisamente, la de María Santísima y es por eso que se llama “Inmaculada
Concepción”, porque esta horrible mancha del pecado original no la afectó, como
sí lo hace a todo ser humano, desde el primer instante de su concepción. Que sea
Inmaculada Concepción significa que la Virgen no tuvo nunca, jamás, en ningún
momento, ni siquiera por un instante, no solo ni el más ligero pecado y tampoco
estuvo, ni siquiera mínimamente, inclinada a la concupiscencia, sino que su
Inmaculado Corazón estuvo siempre, en todo momento, rebosante de la gracia, la
bondad, la santidad, la paz y la humildad de Dios Uno y Trino.
Pero hay otro aspecto a considerar y es que la Trinidad la
eligió para que fuera concebida sin la mancha del pecado original, porque la
Virgen estaba destinada a ser Madre de Dios y como Madre de Dios, no podía
estar contaminada con la mancha del pecado original. Todavía más, al estar
destinada a ser la Madre de Dios, debía no solo no poseer el pecado original,
sino que debía estar inhabitada por el Espíritu Santo y es por eso que la
Virgen es concebida, además de exenta del pecado original, como Inmaculada
Concepción, como “Llena de gracia”, lo cual quiere decir, inhabitada por el
Espíritu Santo. La razón de este otro privilegio de la Virgen es que el Verbo
de Dios, quien habría de encarnarse en su seno virginal, al provenir desde el
Cielo, en donde era amado desde la eternidad por Dios Padre con el Divino Amor,
el Espíritu Santo, debía ser recibido y amado en la tierra, en su encarnación, con
el mismo Amor con el que el Padre lo amaba desde la eternidad, el Espíritu
Santo y la única forma en que esto fuera posible, era que la Virgen misma
estuviera inhabitada por el Espíritu Santo y es por eso que es concebida no
solo sin la mancha del pecado original, sino como “Llena de gracia”, es decir,
inhabitada por el Espíritu Santo. Así, el Verbo de Dios, al encarnarse en el
seno purísimo de María Santísima, no sentiría diferencias en el Amor con el que
era amado desde la eternidad por el Padre, porque iba a ser amado con ese mismo
Amor, el Espíritu Santo.
Por lo tanto, en el misterio de la Inmaculada Concepción, se
unen entre sí, de modo indisoluble, otros dos grandes misterios, el de la
Virgen como Madre de Dios y el de la Encarnación del Verbo de Dios.
Por último, si estos tres misterios son en sí mismos
insondables, majestuosos, celestiales y sobrenaturales, hay otro misterio que
debe agregarse y es el hecho de que la Santa Iglesia, en cada Santa Misa,
prolonga y actualiza, en su seno virginal, el altar eucarístico, el misterio de
la Encarnación del Verbo, porque por las palabras de la consagración, el Verbo
prolonga su Encarnación en la Eucaristía y es por este motivo que la Iglesia
Católica es, a imagen de su Madre, la Virgen, santa, pura, inmaculada y llena
del Espíritu Santo. No dejemos nunca de alabar, bendecir, glorificar y adorar a
la Santísima Trinidad por el misterio de la Inmaculada Concepción, misterio al
cual están unidos el misterio de María como Llena de gracia y el misterio de la
Encarnación del Verbo en su seno purísimo, que se prolonga a su vez y se
actualiza en cada Santa Misa.