Si alguien deseara, en algún momento, amar a Cristo Dios
como Él se lo merece, lo único que debería hacer es contemplar al Inmaculado
Corazón de María y, con la ayuda de la gracia, introducirse en este Corazón
Sacratísimo de María e imitarlo. Así lo sugiere en uno de sus sermones San
Lorenzo Justiniano[1],
obispo.
El santo obispo dice así: “María iba reflexionando sobre
todas las cosas que había conocido leyendo, escuchando, mirando, y de este modo
su fe iba en aumento constante, sus méritos crecían, su sabiduría se hacía más
clara y su caridad era cada vez más ardiente”. San Justiniano nos dice que la
Virgen meditaba con su mente sapientísima y guardaba con amor en su Inmaculado
Corazón aquello que había “leído, escuchado, mirado” y esto no era otra cosa
que los misterios de la vida de su Hijo Jesús. La Virgen, además de amar a su
Hijo con amor purísimo maternal, como hace toda madre con su hijo, sabía que su
Hijo era Dios Hijo encarnado y es este misterio el que la admiraba, la
asombraba, la colmaba de amor y de adoración hacia su Hijo quien, como lo
dijimos, además de ser su Hijo, era al mismo tiempo su Dios. Pero la Virgen no
se quedaba en la contemplación de los misterios de la vida de su Hijo: dicha
contemplación la hacía crecer en “sabiduría y caridad”, de manera tal que cuanto
más los contemplaba, tanto más su mente brillantísima se colmaba de la Divina
Sabiduría y tanto más su Inmaculado Corazón se encendía en el Fuego del Divino
Amor, el Espíritu Santo.
Continúa así San Lorenzo Justiniano: “Su conocimiento y
penetración, siempre renovados, de los misterios celestiales la llenaban de
alegría, la hacían gozar de la fecundidad del Espíritu, la atraían hacia Dios y
la hacían perseverar en su propia humildad”. El conocimiento de los misterios
de la Santísima Trinidad, revelados por el mismo Dios Trino hacia Ella, hacía
que en la Virgen brillara la Sabiduría Divina en su mente y que ardiera su
Corazón Inmaculado en el Amor de Dios y esto la colmaba de alegría, una alegría
celestial, sobrenatural, divina, que al mismo tiempo que la atraían cada vez
más a la Trinidad, la hacían crecer en su humildad, en su adoración, en su amor
y en su anonadamiento hacia Dios Uno y Trino.
Afirma San Lorenzo Justiniano que todos estos prodigios que se
verificaban en la Santísima Virgen, eran todos productos de la gracia
santificante, que es la que eleva a la naturaleza humana –junto con sus
potencias, la inteligencia y la voluntad- a la participación en la vida
trinitaria, lo cual tiene como efecto transformar la naturaleza humana, “de
resplandor en resplandor”, en la naturaleza divina, con lo que, con toda
verdad, se puede decir que la naturaleza humana, cuanto más gracia posee, más
se diviniza: “Porque en esto consisten los progresos de la gracia divina, en
elevar desde lo más humilde hasta lo más excelso y en ir transformando de
resplandor en resplandor. Bienaventurada el alma de la Virgen que, guiada por
el magisterio del Espíritu que habitaba en ella, se sometía siempre y en todo a
las exigencias de la Palabra de Dios”. Y puesto que la Virgen Santísima no solo
había sido concebida sin la mancha del pecado original, sino que además había
sido concebida como Llena de gracia, como inhabitada por el Espíritu Santo, los
progresos en el conocimiento de la Divina Sabiduría, en el Amor del Espíritu
Santo y en la práctica de toda clase de virtudes, eran en Ella en grado
inefable y de tal manera, que ni todos los ángeles del Cielo ni todos los
santos bienaventurados podían siquiera asemejárseles.
Continúa San Lorenzo: “Ella no se dejaba llevar por su
propio instinto o juicio, sino que su actuación exterior correspondía siempre a
las insinuaciones internas de la sabiduría que nace de la fe. Convenía, en
efecto, que la sabiduría divina, que se iba edificando la casa de la Iglesia
para habitar en ella, se valiera de María santísima para lograr la observancia
de la ley, la purificación de la mente, la justa medida de la humildad y el
sacrificio espiritual”. Con estas palabras nos quiere significar el santo que
la Virgen no tenía ni la más ínfima sombra de juicio propio sino que, llevada
por el esplendor de la Sabiduría y por el Fuego del Divino Amor, aumentaba en
Ella cada vez más aquella virtud que Nuestro Señor Jesucristo nos pide explícitamente
en el Evangelio que la practiquemos, imitándolo a Él y es la humildad: “Aprended
de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. La Virgen poseía en tal grado y
perfección esta virtud de la humildad, que sólo era superada por su Hijo
Jesucristo, que es en Sí mismo la Humildad Increada y por esto era la Virgen
más agradable a la Trinidad que todos los ángeles y santos del Cielo.
Por último, San Lorenzo Justiniano nos invita a imitar a la
Virgen si es que de veras deseamos alcanzar y vivir en la perfección
espiritual: “Imítala tú, alma fiel. Entra en el templo de tu corazón, si
quieres alcanzar la purificación espiritual y la limpieza de todo contagio de
pecado. Allí Dios atiende más a la intención que a la exterioridad de nuestras
obras. Por esto, ya sea que por la contemplación salgamos de nosotros mismos
para reposar en Dios, ya sea que nos ejercitemos en la práctica de las virtudes
o que nos esforcemos en ser útiles a nuestro prójimo con nuestras buenas obras,
hagámoslo de manera que la caridad de Cristo sea lo único que nos apremie. Éste
es el sacrificio de la purificación espiritual, agradable a Dios, que se ofrece
no en un templo hecho por mano de hombres, sino en el templo del corazón, en el
que Cristo el Señor entra de buen grado”. Es decir, así como Cristo entró en
ese templo sacratísimo que es el Inmaculado Corazón de María, desde el primer
instante de su Concepción, por estar este Corazón de María colmado de gracia,
así Cristo ingresa en todo corazón que, a imitación de María Santísima, posea
en él la gracia santificante. Si esto hacemos, es decir, si nuestro corazón
está en gracia, a imitación de María Santísima, nuestro corazón se convertirá
en templo en el que ingresará el Cordero de Dios, Jesús Eucaristía, para ser
adorado en el altar de nuestra alma, el corazón, por el tiempo que nos queda de
vida terrena y luego en el Cielo, por toda la eternidad.
[1] Cfr. Sermón 8, En la fiesta de
la Purificación de la Santísima Virgen María: Opera 2, Venecia 1751, 38-39.
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