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lunes, 30 de diciembre de 2019

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios


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(Ciclo C – 2019-2020)
          Guiada por su sabiduría sobrenatural y bi-milenaria, la Santa Madre Iglesia coloca la Solemnidad litúrgica de Santa María Madre de Dios en el preciso instante en el que, apenas finalizado el año civil, comienza un nuevo año civil y esto no es una casualidad, sino que está hecho así a propósito, es decir, a sabiendas. En otras palabras, no es una coincidencia de la casualidad que la Iglesia celebre la Solemnidad de Santa María Madre de Dios justo en el momento en el que el mundo, literalmente hablando, deja atrás un año y comienza otro. Un significado es que el tiempo litúrgico penetra y hace partícipe, al tiempo mundano, de la eternidad de Dios, por medio de la solemnidad litúrgica. Esto sucede porque la Iglesia no es indiferente ante la historia humana y por eso está presente incluso cuando los hombres ni siquiera piensan en lo sagrado, como lo es el festejar el paso del tiempo.
          La razón de la presencia de la solemnidad de Santa María Madre de Dios al inicio del año nuevo no es solo que los católicos no mundanicen el tiempo, impregnado de la eternidad de Dios desde la Encarnación del Verbo, sino que además de eso, consagren el tiempo nuevo que se inicia al Inmaculado Corazón de María.
          El evento sobrenatural más grande de la historia humana, la Encarnación del Verbo, hace que el tiempo humano, la historia humana –su pasado, presente y futuro-, que se mide en segundos, horas, días y años, haya quedado “impregnado”, por así decirlo, por la eternidad de Dios, puesto que el Verbo Encarnado es Dios Eterno ingresado en el tiempo, que a partir de la Encarnación hace que las coordenadas tiempo y espacio, en vez de dirigirse “linealmente”, es decir, en sentido horizontal, comiencen una nueva trayectoria, ascendente, hacia la eternidad de Dios.
          La Encarnación del Verbo determina que la historia humana adquiera un nuevo sentido y si antes podía graficarse a esta en sentido lineal y horizontal, a partir de la Encarnación de la Palabra de Dios, puede y debe graficarse en el nuevo sentido que adquiere, el sentido ascendente, porque el tiempo y el espacio quedan, como dijimos, “impregnados” por la eternidad de Dios.
Dios Trino es el Dueño total y absoluto no solo de la humanidad, sino de la historia humana y es por esta razón que se encarna, para dirigir a la historia y a la humanidad hacia sí.
Sólo por este motivo el tiempo –y por añadidura, el festejo de su paso, que es en lo que consiste la celebración del año nuevo-, debería bastar para ser considerado como “sagrado”, porque en absoluto es lo mismo que el Verbo se encarne o no se encarne. Al encarnarse en el seno purísimo de María Virgen, el Verbo de Dios ha hecho partícipe al tiempo y a la historia de su eternidad y su santidad. Con esto bastaría, por lo tanto, para que el hombre, al festejar el paso del tiempo, no lo haga mundana y terrenalmente, sino con un sentido de eternidad: cada segundo que pasa es un segundo menos que nos acerca a la eternidad plena de Dios Trinidad; cada “año nuevo” que el hombre festeja, es un año menos que nos separa del Gran Día, el Día del Juicio Final, el Día en el que el Juez glorioso y supremo, Cristo Jesús, habrá de juzgar a la humanidad para dar a cada uno lo que merece, según sus obras. Lo volvemos a decir: con esto debería bastar para que el hombre no celebre el paso del tiempo de modo pagano y mundano, sino con un sentido cristiano y trascendente, mirando a la eternidad que se aproxima cada vez más.
Ahora bien, la Iglesia le añade otro motivo más para que el festejo del fin de año y de inicio de año esté centrado en Cristo Jesús y el modo por el cual lo hace es colocando la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en el primer segundo del tiempo nuevo que se inicia.
En el mismo segundo en el que el hombre festeja el cambio de año, la Iglesia coloca esta solemnidad para que el hombre consagre, al Inmaculado Corazón de María, el tiempo nuevo que se inicia, para que cada segundo, cada hora, cada día, queden bajo el amparo y la protección de la Madre de Dios.
          Como  dice la Santísima Virgen al Padre Gobbi, muchos cristianos –muchos católicos-, a pesar de vivir en países prósperos y en libertad religiosa, como los países capitalistas –a diferencia de los cristianos perseguidos, aquellos que viven bajo la opresión de regímenes comunistas como Cuba, China, Venezuela, etc.-, a pesar de esta abundancia material, viven sin embargo una “indigencia espiritual, totalmente sumergidos en sus intereses terrenales”[1] y muestra de esta indigencia espiritual, consecuencia de haber dejado de lado al Hombre-Dios Jesucristo, es la forma de festejar, pagana y mundana, el paso del tiempo. De esta manera, estos cristianos –siempre según la Virgen- “cierran conscientemente sus almas a la gran misericordia”[2] del Hijo de la Virgen, el Hombre-Dios Jesucristo.
          La anti-cristiana cosmovisión marxista[3], según la cual el pobre material –el obrero, el asalariado- es el centro de la historia, ha transmitido sus errores a una parte importante de la Iglesia y es así como han surgido teorías y teologías que dejan de lado al Hombre-Dios para colocar en su lugar –impíamente- al hombre, constituyéndolo al hombre en objeto de auto-adoración o de adoración de sí mismo. Según estas teorías, el Reino de Dios sería una impostación mundana, terrena e intra-histórica, sin miras de trascendencia y por supuesto sin su realización en la eternidad. Siguiendo a estas cosmovisiones anti-cristianas, el hombre –más que el hombre, el pobre material- constituiría la salvación, el estado ideal de santidad intra-mundana que no necesita de un Salvador como Jesucristo, ni tampoco de su gracia santificante: la salvación está en salir del estado de pobreza.
          Pero ni el pobre es el centro de la historia, ni la pobreza el objetivo del hombre: la salvación consiste en quitar el pecado del alma por la gracia de Jesucristo y convertir el corazón a Jesús Eucaristía y es para ayudar a esta conversión eucarística que la Iglesia pone, al inicio del año civil, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, para que el hombre se consagre a su Inmaculado Corazón y deposite en sus manos maternales el tiempo nuevo que se inicia. Iniciemos entonces el nuevo año elevando los ojos del alma a la Madre de Dios y, unidos a Ella por la fe y el amor, encomendemos el año nuevo a su maternal protección, para que, adorando a su Hijo en el tiempo, lo continuemos adorando en la eternidad.




[1] Stefano Gobbi, A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Santísima Virgen, Mensaje del 31 de Diciembre de 1975, última noche del año, Editorial Nuestra Señora de Fátima, Argentina 1992, 179.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem, 180.

martes, 17 de diciembre de 2019

La liturgia de la Eucaristía en unión con María



         El Manual del Legionario nos enseña a no acudir a la Santa Misa si no es con María y a unirnos a Ella en este Santo Sacrificio. Afirma el Manual del Legionario[1] que la tarea de la Redención no la comenzó Nuestro Señor Jesucristo sin “el consentimiento de María”, el cual fue “solemnemente requerido y libremente otorgado”. Y así como no la comenzó sin María a la Redención, tampoco la finalizó sin Ella, ya que Ella estuvo al pie de la cruz en el Calvario. Continúa el Manual, afirmando la Corredención de María, al unirse mística y espiritualmente al sacrificio redentor de su Hijo: “De esta unión de sufrimientos entre María y Cristo, Ella se convirtió en la principal restauradora del mundo perdido y medianera de todas las gracias que Dios obtuvo por su muerte y con su sangre”. El Manual afirma que así como la Virgen permaneció al pie de la Cruz, así permanece en cada Santa Misa: “En cada Misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las mismas condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en que permaneció junto a la cruz. Está allí, aplastando la cabeza de la serpiente”.
         Junto a María, estuvieron los representantes de cierta legión –el centurión y su cohorte- y aunque ellos crucificaban al Señor de la gloria, también sobre ellos descendió la gracia a raudales. Y al contemplarlo sin vida, los legionarios romanos proclamaron al Único y Verdadero Hijo de Dios crucificado. Estos rudos legionarios, que crucificaban sin saberlo al Señor de la gloria, fueron sin embargo los primeros –luego de Juan- a quien la Virgen recibió como hijos adoptivos de Dios. Si esto sucedió con los legionarios romanos, lo mismo sucede con los legionarios de la Legión de María, cuando estos participan de la misa cada día, al unir sus intenciones y corazones a las intenciones y al Corazón Inmaculado de María, con lo cual se unirán a su vez, por medio de María, al sublime Sacrificio del Calvario.
         Los legionarios, al ver con los ojos de la fe levantado en alto al Señor de la gloria, se unirán a Él para formar una sola Víctima y luego comerán de la Carne de la Víctima inmolada, para participar de los frutos del divino Sacrificio en su plenitud.
         Los legionarios que participen de la Misa han de procurar “comprender la parte tan esencial que tuvo María, la nueva Eva, en estos sagrados misterios: cuando su Hijo estaba consumando la redención de la Humanidad en el ara de la cruz, Ella estaba a su lado sufriendo y redimiendo con Él, por eso con toda razón se puede llamar Corredentora”. Y, unidos a Ella y por medio de Ella a  Cristo, los legionarios se convierten en corredentores de la Humanidad, cada vez que asisten a la Santa Misa.



[1] Cfr. Cap. VIII, 3.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Nuestra Señora de Guadalupe



         Una de las características de la aparición –entre tantas- de Nuestra Señora de Guadalupe, es que Ella se aparece a quien humanamente es el más pequeño de todos, aunque también es el más devoto, el más ferviente –va a misa todos los días- y el que más fe tiene en los sacramentos –cuando se le aparece la Virgen, está en la tarea de buscar un sacerdote para que le dé la extremaunción a su tío-. Es decir, visto humanamente, Juan Diego carecía de riquezas materiales, de instrucción, de posición social. Sin embargo, tenía otros grandes dones, que superaban con mucho a los que no tenía: como dijimos, era ferviente, devoto y tenía mucha fe en la Iglesia y en los sacramentos. La prueba es que siempre se dirigió al obispo como lo que es, el jefe de la iglesia local, y con mucho respeto y atención; además, tenía una gran devoción por la misa, a la que acudía todos los días y tenía una gran fe en los sacramentos, sobre todo la Eucaristía. Insignificante en la escala social, pero grande espiritual y sobrenaturalmente. Y la Virgen lo elige a él para aparecerse, en una de las más grandes manifestaciones marianas de todos los tiempos: no elige ni al obispo –aunque es testigo de su milagro- ni a los sacerdotes, ni a los hombres de mayor posición social y de mayores riquezas terrenas: la Virgen lo elige a él, a Juan Diego, un indígena de escasos conocimientos humanos y muy pobre materialmente, aunque con grandes virtudes sobrenaturales, sobre todo sabiduría celestial y fe.
         Es a él –y en la persona de Juan Diego, a todos nosotros- a quien la Virgen elige para decirle estas hermosas y consoladoras palabras: “Sábelo, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, del Creador de las personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediatez, el Dueño del cielo, Dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, mi compasión, mi auxilio y mi salvación. Porque en verdad soy vuestra madre compasiva, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; quiero oír ahí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores”[1]. Y cuando Juan Diego, preocupado por la salud de su tío, decide ir por otro camino, para así no encontrarse con la Virgen y poder llegar al sacerdote para que le lleve la unción de los enfermos, la Virgen se le aparece y le dice: “Escucha, y ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que no es nada lo que te asusta y aflige. Que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad, ni ninguna otra enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra cosa te aflija, ni te perturbe. No te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya sanó”.
         Atesoremos las palabras de la Virgen dichas a Juan Diego; las guardemos en la memoria, pero sobre todo en el corazón, porque a través de él, son dichas para todos y cada uno de nosotros. Y le pidamos a la Virgen que, si carecemos de las cualidades de Juan Diego, que Ella, como Madre amorosísima, supla con su amor maternal nuestras carencias y nos lleve, como a Juan Diego, en lo más profundo de su Corazón Inmaculado.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

¿Quién es la Inmaculada?



         La Inmaculada es la Mujer del Génesis (3, 15), que con el poder de Dios participado aplasta la cabeza de la Serpiente Antigua; la Inmaculada es la Mujer al pie de la Cruz (Jn 19, 25-27) que por pedido divino nos recibe como hijos adoptivos de Dios y herederos del Reino; la Inmaculada es la Mujer revestida de sol de la que habla el Apocalipsis (12, 1), Emperatriz de cielos y tierra; es la Llena de gracia (Lc 1, 26-38) que da su asentimiento al plan divino de nuestra redención.
         La Inmaculada es la Mujer que Dios ha puesto como Madre nuestra del cielo, para que nosotros no tengamos miedo de llegar a Dios, porque nadie tiene miedo de una madre que tiene a su Hijo en brazos, como la Virgen.
         La Inmaculada es la Mediadora de todas las gracias, a la que Dios ha puesto para que acudamos a Él para pedirle cualquier gracia, porque nadie tiene temor en pedirle a su propia Madre aquello que necesita, y así al ser nuestra Madre, no tenemos temor en pedir las gracias que necesitamos para nuestra eterna salvación. Al darnos a la Virgen como Mediadora de todas las gracias, Dios se asegura por una doble vía que las hemos de conseguir: por un lado, porque siendo la Virgen nuestra Madre celestial amorosísima, no tenemos temor en acercarnos a Ella para pedirle esas gracias; por otro lado, porque Él no le niega nada a la Madre de Dios y de los hombres.
         Le pidamos a la Inmaculada, en este tiempo de Adviento, la gracia de preparar el corazón para recibir a Cristo Dios que Vino en Belén, Viene en cada Eucaristía y ha de Venir al fin de los tiempos a juzgar a vivos y muertos.

martes, 3 de diciembre de 2019

La Iglesia es misionera por esencia



          Antes de subir a los cielos, luego de resucitado, Jesús dejó encargado a la Iglesia Universal, a la Iglesia de todos los tiempos, el mandato misionero: “Id por todo el mundo y predicado el Evangelio; el que crea y se bautice se salvará, el que no crea y no se bautice no se salvará” (Mt 16, 15). Esto quiere decir que cuando la Iglesia hace misión, no hace otra cosa que seguir el mandato de su Señor, quien explícitamente dio a su Iglesia, la Iglesia Católica, el encargo de la misión.
          Ahora bien, ¿en qué consiste este mandato misionero y cómo se lo cumple? Ante todo, para saber cómo se lo cumple, no hay más que contemplar cómo, a lo largo de los siglos, desde que la Iglesia misma fue constituida al pie de la Cruz, en el Calvario, los santos de todos los tiempos han entregado sus vidas por la difusión del Evangelio. Evangelizar no quiere decir imponer, ni coaccionar, puesto que la aceptación del Evangelio debe ser libre y debe surgir de lo más profundo del ser de cada persona, pero tampoco significa ingresar en una cultura para quedarse cruzados de brazos o, peor aún, asimilar esa cultura de manera tal que la personalidad del bautizado y el rostro de la Iglesia Católica queden desfigurados, al punto de hacerse irreconocibles.
          ¿En qué consiste el mandato misionero? Consiste en bautizar a los paganos y en proclamar a nuestros prójimos, más que con discursos y sermones, con el ejemplo de vida, que somos cristianos y que venimos a traer una Buena Noticia, la Noticia de la Encarnación del Verbo, la Segunda Persona de la Trinidad, que se ha hecho carne en el seno purísimo de María Santísima, que padeció la Pasión por nuestra salvación, que murió en la Cruz para derrotar de una vez y para siempre a nuestros grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte y que resucitó al tercer día, según lo predijo; que subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre y que ha de venir, al fin de los tiempos, a juzgar a vivos y muertos, para dar a los buenos el Reino de los cielos y a los malos, el Infierno. En síntesis, en esto consiste la misión, en la proclamación del Credo que rezamos todos los Domingos en Misa, pero no con discursos y sermones, como dijimos, sino con ejemplo y santidad de vida, lo cual es sumamente difícil cuando lo intentamos con nuestras fuerzas y es sumamente fácil cuando entregamos nuestra labor misionera al Inmaculado Corazón de María.
          La Iglesia es esencialmente misionera y esa misión, si bien por lo general se realiza en lugares lejanos, se realiza también cada día, cuando finaliza la Santa Misa y el ámbito es aquel en el que nos movemos y aquellos quienes deben ser evangelizados son, para comenzar, nuestros seres queridos, para luego continuar con todo prójimo que se nos cruce en el camino. La Evangelización del mundo, la misión de la Iglesia, comienza en realidad cada vez que finaliza la Santa Misa; cada vez que finalizada la Misa abandonamos el templo para comenzar nuestras labores cotidianas. Confiemos nuestra misión al Inmaculado Corazón de María y será Ella quien haga la misión y evangelice por nosotros, dando a todos a su Hijo Jesús, Presente en la Eucaristía.

lunes, 2 de diciembre de 2019

Volver la mirada a Cristo Dios en la Eucaristía



          Nuestra vida puede compararse a la siguiente imagen: un hombre que va caminando por un sendero, atento a las indicaciones que le dicen por dónde debe seguir. Mientras el hombre está atento a las indicaciones, no se pierde y está seguro de llegar a su fin. Sin embargo, puede suceder que un enemigo suyo le ponga señales erróneas que lo hagan equivocar el camino, o puede suceder que él mismo, por su propia distracción, deje de prestar atención a las indicaciones, con lo cual inevitablemente perderá el camino. El enemigo en nuestras vidas es el demonio, que nos pone señales falsas en el camino al Reino, para que nos extraviemos y nunca lleguemos; las distracciones, son nuestras propias faltas a la Ley de Dios, cometidas a causa de la debilidad de nuestra naturaleza humana. Tanto en uno como en otro caso, el resultado es el mismo: nos desviamos de nuestro último fin, que es Dios y así no conseguimos llegar al Reino de los cielos.
          Es por lo tanto algo imperativo que no nos dejemos engañar por las falsas señales del enemigo, ni que nos desviemos por nuestra propia distracción, para poder llegar al Reino de los cielos. Ahora bien, nos hacemos una pregunta: ¿de qué manera estaremos seguros de poder llegar al Reino, sin desviarnos del camino y sin hacer caso de las señales falsas? Hay una sola forma y es fijando la vista del alma en el la Eucaristía y en el Inmaculado Corazón de María, Refugio de pecadores. Si miramos constantemente al Santísimo Sacramento del altar y al Corazón de la Virgen y aún más, si nos consagramos a Ella, estaremos seguros de que no sólo nunca nos desviaremos del camino, sino que llegaremos pronta y rápidamente al Reino de los cielos, nuestro destino final.

Edificar la vida sobre la Roca que es Cristo



          En el Evangelio, Jesús narra la parábola de los dos hombres que construyeron sus casas, uno sobre arena y el otro sobre la roca. El que construyó su casa sobre arena, vio cómo ésta se derrumbó cuando comenzaron a caer las intensas lluvias y a soplar los fuertes vientos; el que construyó sobre roca, vio en cambio cómo su casa, a pesar del ímpetu de los vientos y el agua torrencial, se mantuvo incólume y persistió de pie, hasta que la tormenta pasó. La parábola refleja a la perfección las vidas de distintos hombres: quienes construyen su vida espiritual sobre un fundamento que no es Cristo –puede ser el dinero, la fama, el poder, etc.-, verán derrumbarse su edificio espiritual apenas comiencen a soplar los vientos de las tribulaciones; en cambio, quien construya su vida espiritual sobre la Roca que es Cristo, ése verá cómo su alma sobrevive a las tormentas espirituales más duras de la vida.
          Como estos últimos hombres debemos hacer nosotros: construir nuestro edificio espiritual sobre Cristo, que es la Roca, para que nuestra alma esté asentada sobre sólidos cimientos espirituales y así, cuando sobrevengan las tempestades y las zozobras de la vida, que inexorablemente han de venir, entonces salgamos incólumes de su arremetida. Ahora bien, ¿qué quiere decir “construir sobre Cristo”? Construir sobre Cristo que es la Roca quiere decir vivir la vida de la gracia, esto es, confesarnos con frecuencia y comulgar asiduamente, en estado de gracia, sobre todo en las misas de precepto; quiere decir orar con frecuencia, principalmente el Santo Rosario; quiere decir tratar de estar permanentemente en presencia de Dios, sin olvidar ni por un instante que Dios nos observa, lee nuestros pensamientos y está atento a cada movimiento que hacemos, y que le agradan nuestras obras buenas, como también le desagradan las obras malas.
          Construyamos sobre la Roca que es Cristo y así tendremos, en la vida eterna, una morada en el Reino de los cielos.

Alimentar la unión con Dios nos hace crecer en gracia



          Cuando nos comparamos con Dios, constatamos una cosa: que no hay punto de comparación con Él: Dios es infinitamente grande, y nosotros somos, literalmente hablando, “nada más pecado”, como lo dicen los santos. Ahora bien, esta pequeñez nuestra, esta nada nuestra, puede seguir siendo pequeña y pecadora, o bien puede convertirse en algo grande y santo. Para darnos una idea, debemos recordar la parábola del grano de mostaza: al principio es pequeño, pero luego se convierte en un arbusto tan grande, que hasta los pájaros del cielo van a hacer sus nidos allí. Ese grano de mostaza, pequeño, insignificante, somos nosotros, en nuestro estado natural, sin la gracia santificante; el grano de mostaza convertido en gran arbusto somos también nosotros, pero aumentados en tamaño y fuerza por acción de la gracia santificante. Sin la gracia, sin la unión con Dios, somos nada; con la gracia, con la unión con Dios que nos da la gracia, crecemos hasta “la estatura de Cristo”.
          ¿De qué manera podemos crecer hasta la estatura de Cristo? ¿Cómo dejar de ser pequeños e insignificantes, como el grano de mostaza al inicio de la parábola, para luego ser grandes como un arbusto, como un grano de mostaza ya crecido? ¿De qué manera dejar de ser nosotros mismos, que somos nada más pecado, para ser “otros cristos”? Hay una sola manera y es acudiendo al Inmaculado Corazón de María, porque es allí en donde encontraremos las gracias que necesitamos para alimentarnos de la misma substancia de Dios –Cristo en la Eucaristía- y así crecer “hasta la estatura de Cristo”. Acudamos entonces con confianza a María Santísima para que Ella nos conceda las gracias que necesitamos para dejar de ser lo que somos, nada más pecado y convertirnos en imagen y semejanza de Cristo.

Agradezcamos a Dios por la vida y por la gracia a través de María Santísima



          En relación a Dios, los hombres tenemos múltiples motivos para agradecer: desde el haber sido creados a su imagen y semejanza, hasta el habernos dado el Bautismo, pasando por el don de la vida que continuamente nos da. Ahora bien, hay dos motivos en especial por los cuales debemos dar, especialmente, valga la redundancia, gracias a Dios: por el don de la vida y por el don de la gracia. Por el don de la vida, porque como dijimos, fuimos creados a imagen y semejanza de Dios; fuimos dotados de un alma espiritual, que nos asemeja a los ángeles y de un cuerpo terreno, que nos asemeja a los animales. Por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, es que somos el centro del universo, la creatura más amada y predilecta de Dios. Cuando miramos el resto de la Creación, nos podemos dar cuenta de cuán afortunados hemos sido al haber sido creados con vida humana, porque si bien no somos ángeles, tampoco somos seres irracionales, como los animales, ni mucho menos inanimados, como lo es, por ejemplo, el reino mineral. Hemos sido creados con vida y con una vida que nos coloca en el medio, entre los seres irracionales y los ángeles y también Dios. Por esta razón, debemos dar gracias a Dios de modo continuo, porque nos creó con vida y con vida racional, lo que nos asemeja a los ángeles y a Dios.
Ahora bien, hay otro motivo por el cual debemos dar gracias a Dios y es el habernos concedido la gracia, porque si por la vida humana estábamos en el medio entre los seres irracionales y los ángeles, por la gracia nos acercamos a Dios, ya que la gracia nos hace participar de la vida misma de Dios y nos hace Dios por participación. Es decir, si por la vida terrena ya tenemos motivos más que suficientes para dar gracias a Dios por habernos creado, por el hecho de recibir la gracia debemos vivir en constante acción de gracias, porque por la gracia dejamos de ser meras creaturas, para ser Dios por participación y eso es un don tan grande, que no podremos comprenderlo ni agradecerlo como es debido, ni en toda esta vida ni en toda la eternidad.
Por último, para que nuestra acción de gracias sea verdaderamente bien recibida por Dios, debemos hacer la acción de gracias no por nosotros mismos, sino que debemos acudir a la Virgen, para que sea Ella quien, con su Corazón Inmaculado, dé gracias a Dios en nuestro nombre. De esta manera nos aseguraremos que nuestra acción de gracias será bien recibida por Dios Uno y Trino y, como la Virgen es Mediadora de todas las gracias, recibiremos de Dios, a través de la Virgen, gracias todavía más grandes, si cabe; tantas, que no podemos ni siquiera imaginar.

martes, 26 de noviembre de 2019

Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa


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         Aparición del 27 de noviembre del 1830[1]

La tarde el 27 de Noviembre de 1830, sábado víspera del primer domingo de Adviento, en la capilla, estaba Sor Catalina haciendo su meditación, cuando se le apareció la Virgen Santísima, vestida de blanco con mangas largas y túnica cerrada hasta el cuello. Cubría su cabeza un velo blanco que sin ocultar su figura caía por ambos lados hasta los pies. Cuando quiso describir su rostro solo acertó a decir que era la Virgen María en su mayor belleza. Sus pies posaban sobre un globo blanco, del que únicamente se veía la parte superior, y aplastaban una serpiente verde con pintas amarillas. Sus manos elevadas a la altura del corazón sostenían otro globo pequeño de oro, coronado por una crucecita. La Santísima Virgen mantenía una actitud suplicante, como ofreciendo el globo. A veces miraba al cielo y a veces a la tierra. De pronto sus dedos se llenaron de anillos adornados con piedras preciosas que brillaban y derramaban su luz en todas direcciones. Tenía tres anillos en cada dedo; el más grueso junto a la mano; uno de tamaño mediano en el medio, y no más pequeño, en la extremidad. De las piedras preciosas de los anillos salían los rayos, que se alargaban hacia abajo y llenaban toda la parte baja.
Mientras Sor Catalina contemplaba a la Virgen, Ella la miró y dijo a su corazón: “Este globo que ves (a los pies de la Virgen) representa al mundo entero, especialmente Francia y a cada alma en particular. Estos rayos simbolizan las gracias que yo derramo sobre los que las piden. Las perlas que no emiten rayos son las gracias de las almas que no piden”. Con estas palabras La Virgen se da a conocer como la Mediadora de las gracias que nos vienen de Jesucristo. El globo de oro (la riqueza de gracias) se desvaneció de entre las manos de la Virgen. Sus brazos se extendieron abiertos, mientras los rayos de luz seguían cayendo sobre el globo blanco de sus pies.


En este momento se apareció una forma ovalada en torno a la Virgen y en el borde interior apareció escrita la siguiente invocación: “María sin pecado concebida, ruega por nosotros, que acudimos a ti”. Estas palabras formaban un semicírculo que comenzaba a la altura de la mano derecha, pasaba por encima de la cabeza de la Santísima Virgen, terminando a la altura de la mano izquierda. Oyó de nuevo la voz en su interior: “Haz que se acuñe una medalla según este modelo. Todos cuantos la lleven puesta recibirán grandes gracias. Las gracias serán más abundantes para los que la lleven con confianza”.
La aparición, entonces, dio media vuelta y quedó formado en el mismo lugar el reverso de la medalla. En él aparecía una Msobre la cual había una cruz descansando sobre una barra, la cual atravesaba la letra hasta un tercio de su altura, y debajo los corazones de Jesús y de María, de los cuales el primero estaba circundado de una corona de espinas y el segundo traspasado por una espada. En torno había doce estrellas.
La misma aparición se repitió, con las mismas circunstancias, hacia el fin de diciembre de 1830 y a principios de enero de 1831. La Virgen dijo a Catalina: “En adelante, ya no veras , hija mía; pero oirás mi voz en la oración”.

Símbolos de la Medalla y mensaje espiritual:

En el Anverso:

-María aplastando la cabeza de la serpiente que esta sobre el mundo. Ella, la Inmaculada, tiene todo poder en virtud de su gracia para triunfar sobre Satanás. Esta imagen demuestra que la Virgen participa del poder omnipotente de Dios y que le ha sido concedido a Ella el aplastar la cabeza de la Serpiente Antigua, Satanás.
-El color de su vestuario y las doce estrellas sobre su cabeza indican que Ella es la mujer del Apocalipsis, revestida del sol.
-Sus manos extendidas, transmitiendo rayos de gracia, señal de su misión de madre y mediadora de las gracias que derrama sobre el mundo y a quienes pidan. A la Virgen le ha sido encomendad la misión, por la Santísima Trinidad, de interceder por sus hijos y por el mundo entero, por lo que debemos confiar en todo y recurrir siempre a Nuestra Madre del Cielo.
-Jaculatoria: confirma el dogma de la Inmaculada Concepción, el cual es revelado aun antes de la definición dogmática de 1854. La Virgen no es solo la Llena de gracia y la inhabitada por el Espíritu Santo, sino que es concebida sin la mancha del pecado original.
-El globo bajo sus pies es el globo terráqueo y con esto se quiere significar que la Virgen es Reina de los cielos y tierra.
-El globo en sus manos: también es el globo terráqueo, aunque en este caso, es el mundo que es ofrecido a Jesús por manos de la Virgen, confirmando así su misión intercesora.

En el reverso:

-La cruz: es el precio que pagó Nuestro Señor Jesucristo por el misterio de nuestra redención. En correspondencia, nosotros como cristianos debemos a Jesús y María obediencia, sacrificio y entrega.
-La M: símbolo de María y de su maternidad espiritual.
-La barra: es una letra del alfabeto griego, “yota” o I, que es monograma del nombre, Jesús.
Agrupados ellos: La Madre de Jesucristo Crucificado, el Salvador.
-Las doce estrellas: signo de la Iglesia que Cristo funda sobre los apóstoles y que nace en el Calvario de su corazón traspasado.
-Los Dos Corazones: la co-rredención de la Virgen, en unión indisoluble con su Hijo Jesús, el Redentor. La Virgen no participó físicamente de la Pasión, pero sí moral, espiritual y místicamente. Significa también la devoción a los Dos Corazones y el reinado de ambos sobre hombres y ángeles.

Nombre:

La Medalla se llamaba originalmente: “de la Inmaculada Concepción”, pero al expandirse la devoción y haber tantos milagros concedidos a través de ella, se le llamó popularmente “La Medalla Milagrosa”.
Entonces, si necesitamos alguna gracia, recordemos que María es Mediadora de todas las gracias y que, si es la voluntad de Dios, nos concederá las gracias que necesitemos para nuestra eterna salvación. Usemos la Medalla Milagrosa todos los días y esperemos confiados en la intercesión y el amor maternales de María Santísima, Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa.


[1] https://www.corazones.org/maria/medalla_milagrosa.htm

lunes, 18 de noviembre de 2019

La Presentación de María Santísima


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          Según una antigua tradición, la Virgen María fue presentada al Templo a la edad de tres años[1]. La celebración concentra su mirada en la dedicación a Dios que hizo la Virgen de sí misma a lo largo de toda su vida. La razón por la cual la Virgen Santísima fue llevada al Templo a tan corta edad, para vivir allí una vida de total consagración a Dios, se encuentra en su condición de ser Ella la Inmaculada Concepción, la concebida sin la mancha del pecado original. Como consecuencia de haber sido creada no solo sin que el pecado la afectase mínimamente, sino al mismo tiempo como Llena de gracia e inhabitada por el Espíritu Santo, la Virgen no tuvo, desde su nacimiento, otro deseo y otro pensamiento en el corazón que el de servir a Dios, consagrando a Él su vida desde el inicio. Por esta razón, para poder cumplir con este anhelo de la Virgen de querer amar y servir a Dios de cuerpo y alma, con todo su ser, desde que nació, es que sus padres, los santos Joaquín y Ana, la llevaron al Templo a la edad de tres años, para que allí pudiera cumplir aquello que era un deseo que llevaba impreso en lo más íntimo y profundo de su Inmaculado Corazón. Había muchas vírgenes consagradas en el Templo, pero ninguna fue consagrada a tan temprana edad; además, las demás vírgenes, aun cuando tuvieran grandes deseos de amar y servir a Dios, debían luchar contra la concupiscencia del pecado, lo cual no ocurría con la Virgen, puesto que Ella había sido concebida sin el pecado original, además de ser la Llena de gracia e inhabitada por el Espíritu Santo. Desde los tres años, en que ingresó al Templo, la Virgen estuvo consagrada y dedicada al servicio y adoración de Dios, aunque este deseo lo llevaba ya impreso, como dijimos, en lo más profundo de su ser, desde su Inmaculada Concepción. Y este servicio y esta adoración de Dios la llevó a cabo la Virgen no solo en la niñez, sino durante toda su vida, dando su “Sí” ante el Anuncio del Ángel en la Encarnación del Verbo y luego ofrendando su vida entera al cuidado de su Hijo Jesús, hasta que Él tuvo la edad suficiente para salir a predicar públicamente. Sin embargo, ni siquiera entonces la Virgen dejó de servir y adorar a su Hijo, Dios Hijo encarnado, porque si bien no participó físicamente de su Pasión, sí participó moral, espiritual y místicamente de la misma, por lo que la Virgen es llamada Corredentora de los hombres, en asociación y participación a la corrredención de su Hijo Jesús.
          Puesto que somos hijos de la Virgen, estamos llamados a imitar a Nuestra Madre del cielo; por esta razón, independientemente de nuestro estado de vida, debemos también tener el deseo de consagrarnos a Dios a través del Inmaculado Corazón de María y para ello, debemos siempre procurar vivir en gracia –así la imitaremos en su condición de Llena de gracia-, tener una aversión al pecado –la imitaremos en su condición de libre del pecado original- y tener un gran deseo de amar, servir y adorar a Dios Uno y Trino, desde ahora hasta el fin de nuestros días terrenos, tal como lo hizo la Virgen Santísima. Y así obtendremos el premio que Dios reserva para los que lo adoran, aman y sirven, el Reino de los cielos, en compañía de María y Jesús.




[1] Cfr. Misal Romano, Fiesta de la Presentación de la Virgen.

jueves, 7 de noviembre de 2019

María, Mediadora de todas las gracias



Dios Uno y Trino es la Gracia Increada y el Creador de toda gracia participada. En la gracia y por la gracia se nos concede la participación en la vida de Dios Trinidad, por lo que no hay mayor don para el hombre en esta vida, que la gracia santificante. Si un hombre recibiera en herencia todos los reinos de la tierra con sus riquezas inmensas, todas ellas no valdrían lo que la más pequeña gracia, porque el valor de la gracia supera a los bienes de la tierra más que la distancia que hay entre cielos y tierra. Por eso, quien recibe una gracia, se puede considerar como el más afortunado de todos los hombres, incluso de los hombres más poderosos y ricos de la tierra. Un mendigo, que reciba una gracia, por ínfima que sea, es más afortunado que los hombres más ricos del planeta, porque la gracia nos hace participar de la vida de Dios Trinidad, en tanto que los bienes materiales no. Es en Dios Uno y Trino en donde se encuentra, por lo tanto, aquello que nos hace dichosos en esta vida, como anticipo de la dicha de la vida eterna: la gracia santificante.
Ahora bien, Dios es bondadoso y quiere darnos su gracia; sin embargo, si nosotros acudimos por nosotros mismos a pedir las gracias, con toda seguridad seremos rechazados, a causa de nuestra indignidad, tal como nos enseñan los santos. Sin embargo Dios, en su infinita bondad, arregló las cosas de tal manera que las gracias llegaran a nosotros, aun a pesar de nuestra indignidad. ¿Qué hizo Dios? Lo que hizo fue crear a la creatura más hermosa y bondadosa de todas, dejarla a salvo del pecado original, en mérito a la Pasión de Jesús, y nombrarla como Madre de todos los hombres: esa creatura, para la cual no hay alabanza suficientemente digna y grande, es la Virgen María, a la cual Dios Hijo nos la dio como Madre nuestra antes de morir en la Cruz, cuando le dijo al Evangelista Juan: “Hijo, he ahí a tu Madre”. Y como en Juan estábamos representados todos los hombres, no solo Juan la tuvo por Madre, sino todos nosotros, todos los hombres pecadores. Y puesto que la Virgen Santísima, Nuestra Madre del Cielo, estuvo unida a su Hijo Jesús durante toda su Pasión, convirtiéndose en Corredentora al unirse místicamente a su misterio pascual de muerte y resurrección, es también, por designio divino, la Mediadora de todas las gracias, necesarias para nuestra eterna salvación. Y esto de manera tal que no hay gracia, por pequeña o grande que sea, que no provenga de Dios Uno y Trino y no pase por María Santísima. En otras palabras: cualquier gracia, por pequeña o grande que sea, proviene de Dios como de su Fuente, pero pasa por el Inmaculado Corazón de María como su canal, para poder llegar hasta nosotros. Esto quiere decir que cualquier gracia que necesitemos, del orden que sea, pasa indefectiblemente por María, Mediadora de todas las gracias. A Ella, que es Nuestra Madre amantísima del Cielo, nos dirigimos entonces para pedirle todas las gracias que necesitamos para nuestra eterna salvación, para la salvación de nuestros seres queridos y para la salvación del mundo entero.

martes, 29 de octubre de 2019

La liturgia de la Palabra y el Legionario



        
         Para el Manual del Legionario[1], nuestra fe –la fe en Cristo Dios, el Mesías, el Redentor, el Victorioso Vencedor del Demonio, la Muerte y el Pecado con su Santo Sacrificio en Cruz- se alimenta, en la Misa, por medio de la Palabra de Dios. Dice así el Manual del Legionario: “La Misa es, ante todo, una celebración de fe, de esa fe que nace en nosotros –la que recibimos en el Bautismo sacramental- y nos alimenta a través de la Palabra de Dios”. Es decir, la Santa Misa, el Santo Sacrificio del altar, es un medio para alimentar nuestra fe en Dios Uno y Trino, en su Mesías, Cristo Dios y en María Santísima, Mediadora de todas las gracias, a través de la Palabra de Dios. Podemos decir que en la Misa nuestra alma se alimenta doblemente de la Palabra de Dios: de la Palabra de Dios pronunciada –liturgia de la Palabra- y de la Palabra de Dios encarnada, que prolonga su encarnación en la Eucaristía –liturgia de la Eucaristía-; de ambas formas se alimenta nuestra alma en la Misa con la Palabra de Dios.
         Continúa luego el Manual[2], recordando las palabras del Misal en su capítulo “Instrucción General” (Número 9): “Cuando las Escrituras se leen en la Iglesia, es el propio Dios el que habla a su Pueblo y Cristo, presente en la Palabra, está proclamando el Evangelio”. Es decir, en la liturgia de la Palabra, es Dios mismo quien habla a su Pueblo, así como le hablaba al Pueblo Elegido y en el momento del Evangelio, es Cristo en Persona quien lo proclama. Ésta es la razón de la importancia de la Palabra de Dios y la necesidad de escucharla con reverencia, de modo atento, no como se escucha cualquier otro diálogo, ya que es Dios quien nos habla desde las lecturas, y también Cristo nos proclama el Evangelio: “De aquí que las lecturas de la Palabra de Dios estén entre los elementos más importantes de la liturgia y todos cuantos las escuchan deberían hacerlo con “reverencia”.
Luego de las lecturas sigue la homilía, la cual –cuando es acorde al Evangelio, ya que no debe contener elementos ajenos al Evangelio- es parte importante de la liturgia de la Palabra, siendo necesaria ante todo en Domingos y días festivos: “La homilía es también una parte de la misma, de gran importancia. Es una parte necesaria de la Misa de los Domingos y festivos. En los demás días de la semana ha de intentarse que haya una homilía”. Por medio de la homilía, el sacerdote hace una explicación del Evangelio que ha leído, para así fortalecer la fe de los creyentes –la homilía debe referirse al Evangelio y no puede, de ninguna manera, poseer contenido político-: “A través de esta homilía, el sacerdote explica a los fieles el texto sagrado, como enseñanza de la Iglesia para el fortalecimiento de la fe en los allí presentes”.
         Por último, afirma el Manual que la Virgen es nuestro modelo y ejemplo de cómo participar en la liturgia de la Palabra[3]: “Al participar en la celebración de la Palabra, Nuestra Señora es nuestro modelo porque “es la Virgen atenta que recibe la Palabra de Dios con fe, que en su caso fue la puerta que le abrió el sendero hacia su maternidad divina”. Esto quiere decir que, de la misma manera a como la escucha de la Palabra fue para la Virgen el camino hacia la Encarnación del Verbo en su seno virginal, así la escucha de la Palabra, por parte nuestra, con un espíritu atento y participando de la escucha de la Virgen, hará que en nuestros corazones se engendre Cristo, Palabra del Padre eternamente pronunciada.


[1] Cfr. Manual del Legionario, VIII, 2.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

El Legionario y la Eucaristía 3



         Con relación a la Misa, que es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio del Calvario, afirma el Manual del Legionario[1] que los integrantes de la Legión deben acudir a Misa tanto cuanto les sea posible, para recibir cada vez más gracias de la Fuente de la gracia, la Santa Cruz del Redentor: “A la Misa, pues, ha de recurrir el legionario que desee para sí y para otros copiosa participación en los dones de la Redención. Si la Legión no impone a sus miembros ninguna obligación concreta en este particular, es porque las facilidades para cumplirla dependen de muy variadas condiciones y circunstancias. Sin embargo, preocupada de su santificación y de su apostolado, la Legión anima a los legionarios y les suplica encarecidamente que participen de la Eucaristía frecuentemente –todos los días, a ser posible- y que en ella comulguen” –por supuesto que en estado de gracia-.
         Continúa el Manual: “La Misa tal como la conocemos está compuesta de dos partes principales –la liturgia de la Palabra y la liturgia de la Eucaristía-. Es importante tener en cuenta que estas dos partes están tan estrechamente relacionadas la una con la otra, que constituyen un solo acto de adoración (SC, 5, 6). Por esta razón, los fieles deben participar en toda la Misa en cuyo altar se prepara la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo de Cristo, de las que los fieles pueden aprender y alimentarse (SC, 48, 51)”.
         Podemos decir que en la Misa la Palabra de Dios se nos entrega de dos formas: leída, para ser escuchada, en la liturgia de la Palabra; y encarnada, hecha Carne de Cristo, en la Eucaristía, para ser consumida, en la liturgia de la Eucaristía. La Misa está incompleta si faltan una de las partes.
         Dice así un autor[2], citado por el Manual: “En el sacrificio de la Misa no se nos recuerda meramente en forma simbólica el Sacrificio de la Cruz; al contrario, mediante la Misa, el Sacrificio del Calvario –aquella gran realidad ultraterrena- queda trasladado al presente inmediato. Y quedan abolidos el espacio y el tiempo. El mismo Jesús que murió en la Cruz está aquí. Todos los fieles congregados se unen a su Voluntad santa y sacrificante, y, por medio de Jesús presente, se consagran al Padre celestial como una oblación viviente. De este modo la Santa Misa es una realidad tremenda, la realidad del Gólgota. Una corriente de dolor y arrepentimiento, de amor y de piedad, de heroísmo y sacrificio mana del altar y fluye por entre todos los fieles que allí oran”.
         En definitiva, el legionario que acude a Misa debe hacerlo con esta convicción y con este espíritu: el tiempo y el espacio quedan abolidos, de manera que nos encontramos ante Cristo crucificado en el Gólgota; todos debemos unirnos a Él en su sacrificio redentor, puesto que somos corredentores, para salvar al mundo; la asistencia a Misa no puede ser posible si no está movida por el deseo de amor, de adoración y de unión con Cristo que por nosotros se ofrece en el Santo Sacrificio de la Cruz. Quien va a Misa con otros pensamientos o con otros ánimos, es como si no asistiera a Misa.


[1] Cfr. Manual del Legionario, Cap. VIII, 3.1; El legionario y la Eucaristía.
[2] Karl Adam, El espíritu del Catolicismo.