Nuestra
vida puede compararse a la siguiente imagen: un hombre que va caminando por un
sendero, atento a las indicaciones que le dicen por dónde debe seguir. Mientras
el hombre está atento a las indicaciones, no se pierde y está seguro de llegar
a su fin. Sin embargo, puede suceder que un enemigo suyo le ponga señales
erróneas que lo hagan equivocar el camino, o puede suceder que él mismo, por su
propia distracción, deje de prestar atención a las indicaciones, con lo cual
inevitablemente perderá el camino. El enemigo en nuestras vidas es el demonio,
que nos pone señales falsas en el camino al Reino, para que nos extraviemos y
nunca lleguemos; las distracciones, son nuestras propias faltas a la Ley de
Dios, cometidas a causa de la debilidad de nuestra naturaleza humana. Tanto en
uno como en otro caso, el resultado es el mismo: nos desviamos de nuestro
último fin, que es Dios y así no conseguimos llegar al Reino de los cielos.
Es por
lo tanto algo imperativo que no nos dejemos engañar por las falsas señales del
enemigo, ni que nos desviemos por nuestra propia distracción, para poder llegar
al Reino de los cielos. Ahora bien, nos hacemos una pregunta: ¿de qué manera
estaremos seguros de poder llegar al Reino, sin desviarnos del camino y sin
hacer caso de las señales falsas? Hay una sola forma y es fijando la vista del alma
en el la Eucaristía y en el Inmaculado Corazón de María, Refugio de pecadores. Si miramos
constantemente al Santísimo Sacramento del altar y al Corazón de la Virgen y aún más, si nos consagramos a Ella,
estaremos seguros de que no sólo nunca nos desviaremos del camino, sino que
llegaremos pronta y rápidamente al Reino de los cielos, nuestro destino final.
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