"María, Madre de Dios",
de Vladimir.
(Ciclo C – 2019)
No es
casualidad que la Iglesia, en su sabiduría sobrenatural y bi-milenaria, coloque
una fiesta litúrgica tan importante y solemne como Santa María Madre de Dios,
justo al final de un año civil y en el mismo segundo en que inicia un nuevo año
civil. Es decir, no es coincidencia casual que la Iglesia coloque a la solemnidad
de Santa María Madre de Dios cuando el mundo, en el sentido literal de la
palabra, finaliza un año en su historia y comienza otro: hay una razón por esta
fiesta litúrgica en este momento del año y es que los hijos de Dios y de la
Iglesia, los bautizados, no solo no mundanicen ni paganicen el festejo de Año
Nuevo, sino que además consagren a Dios, por medio de las manos y el Corazón
Inmaculado de la Virgen, al Año Nuevo que se inicia. En efecto, ya el solo
hecho de que el Verbo de Dios se haya encarnado, eso significa que el tiempo,
que se mide en la sucesión de segundos, horas, días, meses y años, quede “impregnado”,
por así decirlo, de la eternidad divina, desde el momento en que el Verbo es
Dios y Dios es la eternidad en sí misma y al encarnarse, esto es, al ingresar
en nuestro tiempo, “impregna” el tiempo de su eternidad y hace que la historia
humana adquiera un nuevo sentido, una nueva dirección, que es el sentido y la
eternidad, puesto que Él, que es el Dueño de la historia humana, ahora la
conduce hacia sí, por medio de la Encarnación. Ya sólo por este motivo, el
tiempo –y el paso del tiempo, y el festejo de un nuevo año- debería bastar para
ser considerado como “sagrado”, en el sentido de que el Verbo de Dios lo ha
hecho partícipe de su propia santidad. Ya con esto bastaría para que el hombre,
al festejar el Año Nuevo, no lo festeje en modo y estilo pagano, como lo
acostumbra hacer. Cada año que transcurre, es un año menos que nos separa del
Último Día, del Día del Juicio Final, del Día del Juez Supremo y Glorioso, el
Día en que habrá de desaparecer la figura de este mundo, con su tiempo y su
historia, para que dé comienzo a la eternidad. Ya con esto debería bastar,
decimos, para que el festejo del Año Nuevo no sea un festejo mundano y pagano. Pero
la Iglesia le agrega otro motivo para que el festejo del fin de año viejo y de
inicio del Año Nuevo sea un festejo centrado en Cristo y es el colocar, como
decíamos al inicio, la solemnidad de Santa María Madre de Dios. La Iglesia
coloca esta solemnidad en el segundo mismo que inicia un nuevo año, para que
los hijos de Dios encomienden el año –el tiempo personal y la historia de la
humanidad- a las manos y al Corazón Inmaculado de María Santísima y una forma
de hacerlo es acudiendo al Sacramento de la Penitencia, comulgando en estado de
gracia y consagrándose a sí mismos y a las familias al Inmaculado Corazón de
María.
Muchos cristianos,
aunque no padezcan persecuciones ni tribulaciones de ninguna clase –a diferencia
de los cristianos en China comunista, por ejemplo, o en Corea del Norte, o en
Cuba y Venezuela, donde son perseguidos por el gobierno ateo y materialista-, y
aunque vivan en la abundancia económica –son los cristianos de los países del
así llamado “Primer Mundo”-, viven sin embargo en la “indigencia espiritual,
totalmente sumergidos en sus intereses terrenales”[1]. Muchos
cristianos “cierran conscientemente sus almas a la gran misericordia”[2]
del Hijo de la Virgen, el Hombre-Dios Jesucristo.
La errónea
cosmovisión marxista[3],
de que el pobre material es el centro de la historia, ha impregnado a muchos
cristianos y sectores de la Iglesia, incluidos muchos sacerdotes, error que
lleva a desplazar a Jesucristo del centro, a colocar al pobre en su lugar y a
establecer que el Reino de Dios es un reino intra-mundano, terreno e
intra-histórico y que la salvación no está en la gracia santificante, sino en
salir de la pobreza material. Sin embargo, no consiste en eso la salvación,
sino en la eliminación del pecado del alma por medio de la Sangre del Cordero y
la conversión del corazón a Dios Uno y Trino, por acción de esta misma gracia,
que la Iglesia dispensa por medio de los sacramentos. Los últimos instantes del
Año Viejo y los primeros segundos del Año Nuevo deben ser pasados en unión con
la Madre de Dios, no para una unión meramente formal a una festividad
litúrgica, sino en unión de fe y amor con María Santísima, Madre de Dios, para
depositar en sus manos y en su Corazón Inmaculado el Año Nuevo que se inicia. Comencemos
el Año Nuevo elevando los ojos del alma a la Madre de Dios y uniéndonos, por la
fe y por el amor, a la adoración que el Inmaculado Corazón realiza
continuamente al Hijo de Dios Encarnado, Jesucristo, el Salvador de los
hombres.
[1] Stefano Gobbi, A los Sacerdotes, hijos
predilectos de la Santísima Virgen, Mensaje del 31 de Diciembre de 1975,
última noche del año, Editorial Nuestra Señora de Fátima, Argentina 1992, 179.