Una de las objeciones que con frecuencia se plantean las almas
buenas que se consagran a María por la Verdadera Devoción, es que, al final de
sus días, cuando deban comparecer ante el Justo Juez, en el día de sus muertes,
tendrán sus manos vacías de obras de misericordia y de toda clase de obras
buenas porque, como sabemos, una de las condiciones esenciales de la
consagración es entregar a María absolutamente todas nuestras obras buenas y de
misericordia, sin pretender en absoluto que nos sean atribuidos a nosotros los
méritos que de ellas se derivan. En pocas palabras, la objeción es que, si le
entrego a María todo lo que tengo en obras de misericordia, en el día de mi Juicio
Particular, me presentaré ante Cristo, Justo y Supremo Juez, como alguien que
no ha hecho nada para ganar el Reino de los cielos.
El Manual del Legionario[1]
viene en nuestra ayuda, para superar esta duda que, en el fondo, no tiene bien
asidero, cuando se considera bien en qué consiste la consagración a María.
Ante todo, dice el Manual, no debemos ni siquiera
plantearnos esta posibilidad, es decir, “querer probar que en esta consagración
no hay pérdida alguna”, o sea, hacer cálculos acerca de qué es lo que “pierdo”
cuando le ofrezco a la Virgen todo lo que tengo y lo que soy. Esta actitud,
dice el Manual, “secaría de raíz el ofrecimiento y le robaría su carácter de
sacrificio, en que su funda su principal valor”[2]. Es
decir, si ofrecemos a la Virgen cuanto somos y tenemos, lo hacemos con espíritu
de sacrificio y el sacrificio implica darlo todo sin esperar nada a cambio; si
ofrecemos a la Virgen cuanto somos y tenemos, y al mismo tiempo estamos
haciendo cálculos acerca de cuánto es lo que perdemos y ganamos, entonces eso
no es un sacrificio verdadero.
Para que nos demos una idea acerca del valor de la
consagración y cómo, a pesar de darle todo a la Virgen, nunca nos quedamos con
las manos vacías, el Manual del Legionario trae a la memoria el episodio de la
multiplicación milagrosa de panes y peces, aunque sin detenerse en la
consideración del milagro en sí, sino en las cavilaciones que podría hacer el
muchachito que aportó los panes y los peces. Dice así el Manual[3]: “Supongamos
que aquel joven, que se desprendió de sus provisiones, hubiese contestado: “¿Qué
valen mis cinco panes y dos pececillos, para hartar a tan gran gentío? Además,
los necesito para los míos, que también están aquí hambrientos. Así que no los
puedo ceder”. Es decir, si el muchacho hubiera pensado como el consagrado que
da con reticencias a la Virgen, jamás hubiera dado sus panes y peces y nunca se
habría producido el milagro con el que comieron no solo los suyos, sino más de
diez mil personas. Continúa el Manual: “Mas no se portó así: dio lo poco que
tenía, y resultó que tanto él como todos los de su familia –y sus amigos,
conocidos, vecinos y también gente que no conocía- allí presentes recibieron,
en el milagroso banquete, más –muchísimo más- de lo que él había dado. Y, si
hubiese querido reclamar los doce cestos llenos que sobraron –a los que, en
cierto modo, tenía derecho-, seguro que se los hubieran dado”.
Continúa el Manual: “Así se conducen siempre Jesús y María
con el alma generosa que da cuanto tiene sin regatear ni escatimar nada. Multiplican
y reparten la más pequeña dádiva hasta enriquecer con ella multitudes enteras;
y las mismas intenciones y necesidades propias que parecía que iban a quedar
descuidadas, quedan satisfechas colmadamente y con creces; y por todas partes
dejan señales de la generosidad divina”. En definitiva, como dice la Escritura,
“Dios no se deja ganar en generosidad” y si nosotros somos generosos con la
Virgen, dándole todo lo que somos y tenemos en la consagración, jamás nos
dejará la Virgen presentarnos ante el Sumo Juez con las manos vacías, pues nos
dará inimaginablemente más de lo escaso que seamos capaces de darle.
Finaliza el Manual, animándonos a consagrarnos y a darle a
la Virgen todo lo que somos y tenemos, sin temor a quedarnos con nada; por el
contrario, sabiendo que recibiremos infinitamente más de lo que demos: “Vayamos,
pues, a María con nuestros pobres panes y pececillos; pongámoslos en sus manos,
para que Jesús y Ella los multipliquen, y alimenten con ellos a tantos millones
de almas como pasan hambre –espiritual- en el desierto de este mundo”.
En cuanto tal, “la consagración no exige ningún cambio en
cuanto a la forma externa de nuestras oraciones y acciones diarias. Se puede
seguir empleando el tiempo como antes, rogando por las mismas intenciones y por
cualquier otra intención que sobrevenga. Sólo, en adelante, sométase todo a la
voluntad de María”. Entreguemos en manos de la Virgen nuestros panes y
pececillos, es decir, nuestras obras buenas de misericordia y Ella se
encargará, con su Hijo Jesús, de alimentar espiritualmente a cientos de miles
de almas y, cuando llegue el momento de presentarnos ante el Supremo Juez, nos
concederá la gracia de atribuirnos esa obra de misericordia.
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