La humildad es una de las principales virtudes del cristiano
y, por lo tanto, del legionario y de la Legión de María[1]. Es
tan importante para la vida espiritual, que Jesús la recomendó personalmente a
sus discípulos que la adquirieran, mediante su imitación: “Aprended de Mí, que
soy manso y humilde de corazón” (Mt
11, 29). Jesús es modelo de infinitas virtudes y todas las virtudes se
encuentran en Él en un grado perfectísimo, pero recomienda sólo una: la
humildad, puesto que la mansedumbre se deriva de la humildad. Esta virtud se
origina en su Ser divino trinitario y esto quiere decir que el Ser de Dios,
perfectísimo, es en sí mismo humilde, en cuanto que se opone a la soberbia
diabólica y también humana. Si la humildad es la virtud por excelencia del Hombre-Dios,
la soberbia es el pecado capital del Demonio en los cielos, y lo que le vale el
ser expulsado de los cielos para siempre. La humildad es modestia que se opone
a la vanidad; el humilde resta importancia a sus logros, lo cual no quiere
decir que no obre para no obtener logros y así no pecar de soberbia al ser
reconocido, sino que el humilde trabaja en perfección y obra perfectamente,
pero no se vanagloria de ello, ni ante Dios, ni ante los hombres. El humilde es
el que reconoce que todo lo bueno que tiene –dones naturales y sobrenaturales-
lo tiene recibido de Dios y que todo lo malo que tiene –imperfecciones, vicios,
defectos, pecados- proviene de la malicia de su corazón, tal como lo dice Jesús:
“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas: “las malas
intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la
avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la
difamación, el orgullo, el desatino” (cfr. Mc
7, 1-8. 14-15. 21-23)”.
Jesús
es el Mesías humilde anunciado por Zacarías (Mt 21, 5 que, lejos de buscar su gloria (Jn 8, 50), se humilla hasta lavar los pies a sus discípulos (Jn 13, 14ss); él, igual a Dios –consubstancial
al Padre-, se anonada hasta morir en cruz por nuestra redención (Flp 2, 6ss); (Mc 10, 45); (Is 53). En
Jesús no sólo se revela el poder divino, sin el cual no existiríamos, sino
también la caridad divina, sin la cual estaríamos perdidos (Lc 19,10).
Esta
humildad (“signo de Cristo”, dice san Agustín), la del Hijo de Dios, es
imprescindible para practicar el mandamiento nuevo de la caridad (Éf 4, 2; 1 Pe 3, 8s), porque “donde está la humildad, allí está la caridad”,
dice también san Agustín. Los que “se revisten de humildad en sus relaciones
mutuas” (1 Pe 5, 5; Col 3, 12), buscan los intereses de los
otros y se ponen en el último lugar (Flp
2, 3s; 1 Cor 13, 4s). En la serie de
los frutos del Espíritu pone Pablo la humildad al lado de la fe (Gal 5, 22s): es decir, se reconoce la
presencia del Espíritu Santo en una persona cuando es humilde, pero la humildad
no se ve en los sermones y discursos, sino en los hechos.
La
humildad es también el sello distintivo de María: siendo Ella la Madre de Dios,
la Llena de gracia, la Inmaculada Concepción, la Inhabitada por el Espíritu
Santo, el Jardín cerrado del Padre, el Tabernáculo de Amor del Hijo, la Esposa Amada
del Espíritu Santo; teniendo el doble privilegio de ser Madre de Dios y Virgen
y de estar por encima de todos los ángeles y santos en cuanto a grado de
gracia, María Santísima, al escuchar la noticia del Ángel que le anuncia que
será la Madre de Dios, la Virgen se humilla a sí misma y dice: “He aquí la
Esclava del Señor, hágase en mí según tu voluntad” (Lc 1, 38).
El
legionario, por lo tanto, debe ser humilde –o, al menos, intentar vivir la
humildad-, la cual no se limita a un mero comportamiento externo y social “correcto”.
Dice el Manual del Legionario que en el hecho de que la Virgen aplasta la
cabeza de la Serpiente, que es el Ángel soberbio por antonomasia, está el
principio de la humildad para el legionario, porque al aplastar al ángel
soberbio, el hombre ve también aplastada a aquel que, al igual que una
serpiente que cuando muerde inocula su veneno, inocula en el corazón del hombre
el veneno de la soberbia y de la rebelión contra Dios. La soberbia demoníaca,
dice el Manual, tiene múltiples cabezas –como si fuera una hidra-; al aplastar
la cabeza del Demonio, la Virgen aplasta esas múltiples cabezas. La Virgen es
entonces modelo y fuente de humildad por dos vertientes: durante toda su vida,
pero especialmente en la Anunciación, y al aplastar la cabeza del Demonio. Con su
ejemplo, la Virgen nos ayuda a combatir, en nosotros, la presencia de ese mal
demoníaco que es la soberbia: la vana exaltación –el pretender recibir el
reconocimiento de todos, cuando la Virgen se humilla ante Dios-, el buscarse a
sí mismo –pensar y querer que todo esté centrado en mi propio yo, cuando la
Virgen busca a Dios y sólo a Dios-, la propia suficiencia –el legionario debe
desconfiar de sus propias fuerzas y confiar solo en las fuerzas de María, que
son las fuerzas de Jesús-, la presunción –creer que es posible vivir sin
Jesucristo-, el amor propio –María ama a Dios con el Amor de Dios, el Espíritu
Santo-, la propia satisfacción –pretender siempre estar cómodo, sin preocuparse
por los demás-, el buscar los propios intereses –María no busca sus propios
intereses, sino los de su Hijo Dios-, la propia voluntad –aquí es donde se
manifiesta la soberbia de modo particular, sobre todo en la desobediencia, que
lleva a cumplir mi voluntad en vez de la
voluntad de Dios, expresada en los superiores o en quienes hagan las veces de
ellos.
Por
lo tanto, para crecer en humildad, el legionario debe olvidarse de sí mismo y
pedirle a la Virgen que sea Ella quien le infunda la humildad, tanto la suya,
como la de su Hijo Jesús.
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