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viernes, 4 de diciembre de 2015

La Inmaculada Concepción


María Santísima fue concebida como Inmaculada Concepción, porque estaba destinada a ser la Virgen y la Madre de Dios, para así a ser Asunta a los cielos. Conocer los dogmas marianos –Inmaculada Concepción, Perpetua virginidad, Madre de Dios, Asunción a los cielos-, no deben ser solamente conocimientos meramente “informativos”, puesto que en todo lo que los dogmas implican estamos llamados, como hijos de la Virgen, a imitar a Nuestra Madre del cielo.
Estamos llamados a imitarla en su Inmaculada Concepción, no porque hayamos sido concebidos sin pecado como Ella, lo cual es evidente que no es así, sino que podemos imitarla en su condición de ausencia de pecado, por medio de la gracia santificante que nos concede el Sacramento de la Penitencia. Al ser Inmaculada Concepción, al no tener la mancha del pecado original, la Virgen fue Purísima en el Alma y en sus potencias, la inteligencia y la voluntad: su inteligencia, era una inteligencia fijada, guiada e iluminada por la Verdad y Sabiduría de Dios, que rechazaba el error, la falsedad, la mentira, la herejía, y así debemos imitarla con nuestras inteligencias, rechazando todo error, toda mentira, toda falsedad, toda media verdad, que es siempre una mentira completa, y esto sobre todo en relación a la Presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía; la voluntad de la Virgen, su capacidad de amar y su amor, era todo para Dios, porque todo lo amaba en Dios, por Dios y para Dios, y nada amaba que no fuera Dios; así nosotros debemos amar a su Hijo Jesús en la Eucaristía y a Él y sólo a Él, y lo que amemos lo debemos amar por Él, en Él y para Él.
Estamos llamados a imitarla en su virginidad, y no porque no debamos casarnos, sino porque estamos llamados a ser, como la Virgen con su cuerpo purísimo, “templo del Espíritu Santo y morada de la Trinidad”; estamos llamados a ser, con nuestros cuerpos, “templos del Espíritu Santo”, con nuestros corazones, altares de Jesús Eucaristía, con nuestras almas, morada de la Trinidad, y para todo esto, debemos vivir la castidad en todos los estados de vida y también la continencia, tanto interior o del corazón, que consiste en el rechazo absoluto de todo mal pensamiento y todo mal deseo, como así también la continencia exterior, para quienes estén unidos en el santo sacramento del matrimonio, mientras que para quienes viven en estado religioso, significa la total y absoluta abstinencia. Así, imitaremos a la Virgen, que recibió a su Hijo con un Corazón lleno del Amor de Dios y con un Cuerpo virginal y purísimo, y al imitarla a Ella en pureza de alma y cuerpo, estaremos en grado de recibir el Cuerpo de Jesús sacramentado, así como Ella recibió el Cuerpo de su Hijo en la Encarnación del Verbo.
Estamos llamados a imitarla en su condición de Madre de Dios, porque es madre quien concibe a una persona y la Virgen es Madre de Dios porque concibió a su Hijo en la mente, al recibir a la Palabra de Dios; en su Corazón, al amar la Palabra de Dios; en su Cuerpo, al alojar en su seno virginal la Palabra de Dios encarnada; de la misma manera, estamos llamados a imitarla en su maternidad divina, porque engendramos a Cristo cuando aceptamos la Verdad de la Eucaristía con la mente sin errores ni dudas en su Presencia real; engendramos a Cristo en el corazón, cuando lo amamos a Jesús Eucaristía con todas las fuerzas del corazón, sin dejar lugar a ningún amor profano o mundano; y así como la Virgen recibió a su Hijo en su Cuerpo virginal, en su útero, así nosotros recibimos su Cuerpo sacramentado en nuestro cuerpo, cuando comulgamos sacramentalmente.
Finalmente, la Virgen fue Asunta en cuerpo y alma a los cielos, porque la plenitud de gracia en la que vivía su alma durante toda su vida, se derramó sobre cuerpo, glorificándolo, en el momento de su muerte y así fue llevada al cielo en cuerpo y alma glorificados; de la misma manera, estamos llamados a vivir en estado de gracia permanente, para que al morir, también seamos asuntos al cielo en el alma, esperando la resurrección de los cuerpos y su glorificación en el Juicio Final.

Conocer los dogmas de la Virgen, entonces, no debe constituir para nosotros un mero conocimiento teórico, sin incidencias en nuestras vidas, sino que debe modificar profundamente nuestras vidas, porque estamos llamados a imitarla.

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