El
día Jueves 25 de marzo, la Virgen revela su nombre a Santa Bernardita: “Levantó
los ojos hacia el cielo, juntando en signo de oración las manos que tenía
abiertas y tendidas hacia el suelo, y me dijo: “Soy la Inmaculada Concepción”.
De
esta manera, el Cielo confirmaba, con esta grandiosa aparición de la Virgen, la
condición de María como Inmaculada Concepción, proclamada por el Magisterio de
la Iglesia cuatro años antes: en efecto, el 8 de diciembre de 1854 el Sumo
Pontífice Pío IX había proclamado el dogma y establecido la fiesta de la
Inmaculada Concepción para toda la Iglesia universal: “Declaramos que la
doctrina que dice que María fue concebida sin pecado original es doctrina
revelada por Dios y que a todos obliga a creerla como dogma de fe”. Esta
proclamación se efectuó luego de prolongados estudios teológicos y también
después de recibir numerosas peticiones de todos los obispos y fieles de todo
el mundo para que así lo estableciese[1].
Ahora
bien, si tanto el Cielo mismo, en la persona de la Virgen, como la Iglesia de
Jesucristo, por medio del Magisterio, nos revelan que María Santísima fue
concebida sin pecado original, esto significa que, por un lado, es un dogma de
fe católico que debe ser creído plenamente, so pena de caer en el error y la
apostasía, pero significa también que la condición de la Virgen de ser
Inmaculada Concepción constituye, para sus hijos –es decir, para nosotros, los
católicos-, todo un programa de vida, por el cual alcanzar la santidad.
Es
decir, que tanto la Virgen en persona, como el Magisterio de la Iglesia, nos
revelen la verdad de la Virgen de haber sido concebida sin mancha de pecado
original y Llena del Espíritu Santo, no constituyen solo fórmulas dogmáticas
que deben ser creídas, sino que deben ser aplicadas y vividas en la vida
cotidiana de todos y cada uno de los miembros de la Iglesia, desde el Papa
hasta el más pequeño de los bautizados, pasando por todo el Pueblo de Dios, sin
excepción.
¿De
qué manera se constituye la Virgen en nuestro modelo de vida cristiana? De dos
maneras: por el hecho de ser concebida sin pecado original y por el hecho de
estar la Virgen, desde el primer instante de su Purísima Concepción, inhabitada
por el Espíritu Santo. Es en estos dos aspectos en los que la Virgen constituye
nuestro modelo de vida cristiana, y veremos de qué manera: con respecto al
pecado, es obvio que no hemos sido concebidos sin pecado original, como la
Virgen, y que como consecuencia del pecado original, estamos atraídos por la
concupiscencia, hacia el mal: al no tener pecado original -lo cual quiere decir
que la Virgen jamás cometió no solo ni siquiera un pecado venial, sino ni
siquiera la más pequeñísima imperfección, pues Ella era perfectísima en su
naturaleza humana-, la Virgen es nuestro modelo de vida cristiana que nos
enseña a rechazar todo pecado, no solo el mortal, sino también el venial,
además de enseñarnos a tender a la perfección, evitando también toda
imperfección.
En
la otra condición de la Virgen, el de ser la Llena de gracia, la Inhabitada por
el Espíritu Santo, también es nuestro modelo, porque si bien nosotros no hemos
sido concebidos de esa manera, sí podemos imitar a la Virgen en el hecho de
vivir en gracia, y esto lo conseguimos por medio del Sacramento de la
Penitencia, limpiando nuestras almas del pecado y recibiendo la gracia, y por el
Sacramento de la Eucaristía, sacramento por el cual viene a nuestros almas
Aquel que es la Gracia Increada en sí misma, Cristo Jesús.
“Soy
la Inmaculada Concepción”, le dijo la Virgen a Bernardita, confirmando así lo
que la Iglesia nos enseña, que la Virgen es la Inmaculada Concepción, porque
estaba destinada a ser la Madre de Dios, es decir, el Sagrario Viviente en el
que debía alojarse el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo. Como hijos de la Virgen, estamos llamados a imitar a Nuestra
Madre del cielo en los dos aspectos más característicos de la Virgen: en el
rechazo de todo pecado –prefiriendo la muerte terrena antes que cometer un
pecado venial deliberada o un pecado mortal- y en vivir en gracia, no solo
conservándola, sino también acrecentándola, con actos de fe, de caridad y con
la Comunión Eucarística hecha con fe, con piedad y con amor.
Festejar a la Inmaculada Concepción, no significa solamente
homenajear a la Virgen con procesiones, cantos y oraciones, sino, ante todo,
hacer una profunda reforma de vida, imitándola a la Virgen, en la vida de todos
los días, en el rechazo del más pequeñísimo pecado y en el vivir en estado de
gracia permanente. Para que nuestra devoción a la Inmaculada Concepción no sea
vana, debe conducirnos a la conversión del corazón y en consecuencia a un
profundo cambio de vida, caracterizado por el rechazo del pecado y el deseo de
vivir en estado de gracia santificante.
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