La Virgen, encinta de Jesús, visita a su prima, Santa
Isabel. Al hacerlo, la Virgen nos da un sublime ejemplo de dos condiciones
indispensables para alcanzar el cielo: el olvido de sí mismo (en el seguimiento
de Cristo), según las palabras de Jesús: “El que quiera seguirme, niéguese a sí
mismo” (Mt 8, 34) y la misericordia
para con los más necesitados, también según las palabras de Jesús: “Lo que
habéis hecho a uno de estos mis pequeños, a Mí me lo habéis hecho” (Mt 25, 40). En efecto, la Virgen misma
está encinta y por lo tanto, necesitada de ayuda, y sin embargo, olvidándose de
sí misma, acude en auxilio de su parienta Isabel, quien está doblemente
necesitada de ayuda: por estar encinta y por ser de edad avanzada. La Virgen,
en la Visitación, es por lo tanto, ejemplo sublime y perfectísimo de cómo,
movidos por el Amor de Dios, debemos obrar, si queremos entrar en el cielo.
Pero en la Visitación de María Santísima hay algo mucho más
grande que el mero ejemplo –sublime y perfecto- de cómo obrar para alcanzar el
cielo: María, Sagrario Viviente y Tabernáculo del Dios Altísimo, lleva en su
seno del Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth, por lo que su llegada
implica la llegada del Salvador de los hombres; su Visita implica la Visita del
Verbo de Dios Encarnado; su Arribo a un alma implica el Arribo al alma de Hijo
Eterno del Padre, porque su Hijo, el que Ella lleva en su seno purísimo, es el
Verbo Eterno del Padre, engendrado desde los siglos sin fin, “entre esplendores
de santidad” (cfr. Sal 110, 3). Y con
Jesucristo, el Dador del Espíritu junto al Padre, llega al alma visitada por la
Virgen el Espíritu Santo, y es esto lo que explica la sabiduría como la alegría
sobrenaturales, tanto de Isabel como del Bautista: Santa Isabel no saluda a
María como a se saluda a un pariente, sino que le aplica el nombre de “Madre de
mi Señor”, y se alegra por esto; Juan el Bautista, a su vez, desde el seno de
su madre, “salta de alegría” al escuchar el sonido de la voz de María: “Apenas
esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno” (Lc 1, 41), y salta en de alegría porque
reconoce, en María, a la Madre de Dios, y en Jesús, al Hijo de Dios, y todo
esto no se explica sino por la acción del Espíritu Santo, como lo señala el
mismo Evangelio: “(…) e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó (…)” (cfr. Lc 1, 41).
Es esto lo que sucede en un alma cuando la Visita la Madre
de Dios, la Virgen María. es por esto que, el ser visitado por la Virgen, es la
mayor dicha que alguien pueda recibir en esta vida, y la gracia que debemos
anhelar, para nosotros, para nuestros seres queridos, y para todo el mundo.
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