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jueves, 24 de septiembre de 2015

Nuestra Señora de la Merced, Redentora de cautivos


         Nuestra Señora de la Merced, Redentora de cautivos
         San Pedro Nolasco fundó la Orden de la Merced luego de que la Virgen se le apareciera en sueños la noche del 1 al 2 de agosto del año 1218[1]; de manera simultánea a San Pedro Nolasco, la Virgen se les apareció también a san Raimundo de Peñafort y al rey Jacobo de Aragón; a los tres, les dijo que “sería de sumo agrado suyo y de su Hijo la institución de una Orden religiosa en su honor con el fin de liberar a los caídos en poder de los infieles”[2]. Fue entonces la misma Virgen María en persona quien le dijo a San Pedro Nolasco que debía fundar la orden de la Merced, para así poder continuar el trabajo que él y sus compañeros ya venían haciendo desde hacía 15 años, y que era la liberación de prisioneros en manos de los musulmanes -los cuales se habían apoderado de la Tierra Santa-, a cambio de un rescate. Pedro Nolasco, que fundó la Orden de la Merced el 10 de agosto de 1218 en presencia del rey Jaime I de Aragón y del obispo Berenguer de Palou, reconoció siempre a María Santísima como la auténtica fundadora de la orden mercedaria, cuya patrona es la Virgen de la Merced (“Merced” significa “misericordia”)[3]
             En esta Orden Mercedaria[4], fundada por pedido de explícito de María Santísima y de Nuestro Señor Jesucristo, los frailes hacían un cuarto voto, además de los tres votos propios de la vida religiosa, pobreza, castidad y obediencia: dedicar su vida a liberar esclavos. La condición para entrar en la Orden, además de vivir los tres votos propios de toda orden religiosa, era comprometerse a ofrecerse a quedarse en lugar de algún cautivo que estuviese en peligro de perder la fe, en caso que el dinero no alcanzara a pagar su redención[5]. La liberación de los cautivos en manos de los musulmanes, cuando no alcanzaba el dinero para rescatarlo, consistía en un canje: se entregaba un misionero de la Merced, a cambio de un cristiano cautivo. De ahí el nombre de Nuestra Señora de la Merced como “Redentora de cautivos”, porque el religioso que se entregaba a cambio del prisionero cristiano, lo hacía en nombre de Nuestra Señora de la Merced.
         En nuestros días, no existe tal situación; sin embargo, muchos cristianos permanecen cautivos, no corporalmente, sino espiritualmente y quienes son sus carceleros, no son los musulmanes de antaño, sino las pasiones desordenadas que conducen al pecado. Los cautivos de nuestros días son los hombres que, apartados de Dios y de su gracia, se encuentran prisioneros de sus propias pasiones, las cuales, sin la razón y sin la gracia, llevan al pecado. Las pasiones sin control en el hombre apartado de la gracia, son como las cadenas, mientras que los pecados capitales cometidos a causa de estas pasiones –soberbia, ira, lujuria, pereza, gula, avaricia, envidia- son las prisiones espirituales en las que estos cristianos quedan encerrados. En nuestros días, muchos cristianos se encuentran cautivos de los pecados y esta cautividad es mucho peor que la cautividad corporal, porque el que está preso porque su cuerpo está en una cárcel, es libre en su interior; en cambio, el que está prisionero de sus pasiones y de los pecados, aun cuando circule libremente por las calles, está cautivo y aprisionado por el mal, con cadenas más pesadas que las de hierro. Si a un cautivo corporal se lo puede liberar rompiendo el cerrojo de la puerta de la cárcel y luego rompiendo sus cadenas de hierro, a un cautivo espiritual, la única manera de liberarlo, es por medio de la gracia, que ilumine su mente y su corazón para que vea al Amor de Dios encarnado en Jesucristo y desee amarlo. Ahora bien, como la Virgen, Redentora de cautivos, es también Medianera de todas las gracias, a esas gracias necesarias para la liberación espiritual, que se nos otorgan por el sacrificio en cruz e Jesús, se las obtiene sólo por María.
         Es por eso que la esperanza para los prisioneros espirituales del pecado, radica en la Virgen, que es Redentora de cautivos. Entonces, si la Virgen rescató de la esclavitud corporal a muchos en el pasado, hoy también la Virgen rescata de la esclavitud espiritual, la del pecado, a una inmensa cantidad de sus hijos adoptivos que están prisioneros espiritualmente por el pecado. La Virgen, que es Medianera de todas las gracias, se comporta como Redentora de cautivos, cuando nos concede la gracia que nos permite no solo no caer en la tentación, sino además crecer en la imitación de Cristo. Gracias a la Virgen, Redentora de cautivos, logramos escapar de la esclavitud del pecado y ser libres en Cristo Jesús. Así como un esclavo, cuando es liberado, comienza a vivir una vida nueva, la vida de libertad, así también nosotros, esclavos del pecado, cuando somos liberados por la Virgen, Redentora de cautivos, de la esclavitud del pecado, comenzamos a vivir una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. El que ha sido liberado por la Virgen de la Merced no solo se aparta de todo lo malo –ira, odio, enojos, rencores, envidias, disputas, pereza-, sino que, al tener la gracia de Dios en su alma, entroniza en su corazón a Jesús Eucaristía, Rey de los corazones, y vive sólo de su Amor y en su Amor.
         En su día, le rezamos así a Nuestra Señora de la Merced: “Virgen de la Merced, Redentora de cautivos, te suplicamos por nosotros, por nuestros seres queridos y por todo el mundo, que nos liberes de la tiranía y esclavitud de las pasiones sin control y del pecado, para que entronicemos a Nuestro Señor Jesucristo en nuestros corazones, proclamándolo Nuestro Rey, Nuestro Único Dueño y Señor de nuestras vidas y así vivamos en la verdadera libertad,  la libertad que nos concede la gracia, la libertad de los hijos de Dios”.


[1] http://www.corazones.org/santos/pedro_nolasco.htm
[2] Cfr. http://www.liturgiadelashoras.com.ar/, Común de la Santísima Virgen María, Salterio I.
[3] Cfr. ibidem.
[4] El hábito de la Orden de la Merced lleva un escudo con cuatro barras rojas sobre un fondo amarillo, que representa a la corona de Aragón, y una cruz blanca sobre fondo rojo, titular de la catedral de Barcelona.
[5] Cfr. ibidem.

martes, 15 de septiembre de 2015

Nuestra Señora de los Dolores


         El Viernes Santo, la Virgen, al pie de la Cruz, siente su Inmaculado Corazón oprimido por un dolor inabarcable, un dolor inmenso, como inmenso es el Amor de la Madre. Al pie de la Cruz, la Virgen siente que su Corazón Purísimo navega en un océano inacabable de dolores interminables. Al pie de la Cruz, la Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, llora amargamente por los dolores que la oprimen, llora y derrama, como un suave y dulce manantial, amargas lágrimas de sal. Su Corazón, creado por Dios Trino como morada del Divino Amor, creado tan grande, capaz de alojar al Amor de Dios, el Espíritu Santo, para amar al Hijo de Dios que en Ella se habría de encarnar, ahora alberga a tanto dolor, como tanto fue el amor por la Virgen prodigado.
¿Por qué llora la Virgen, al pie de la Cruz? ¿Cuáles son los dolores que atenazan al Inmaculado Corazón de María?
Hay tres tipos de dolores que se unen en el Inmaculado Corazón de María, haciendo de Ella Nuestra Señora de los Dolores:
         -Los dolores de su Hijo, porque los siente como propios: todos y cada uno de ellos, los físicos, los morales y los espirituales. Todos los dolores de Jesús, experimentados y sentidos por Él desde la Encarnación, incluidos los de la dolorosísima Pasión –la flagelación, la coronación de espinas, la crucifixión-, todos, absolutamente todos, son experimentados mística y espiritualmente por la Virgen y hacen de Ella la Mártir del Amor. Y porque los experimenta a todos místicamente, la Virgen, al pie de la Cruz, siente morirse a causa de la inmensidad del dolor que le significa ver al Hijo de su Amor. Al morir Jesús, cuyo Sagrado Corazón estaba unido al de la Virgen por el Amor de Dios, la Virgen siente que con la muerte de su Hijo se le va la vida, porque se le va el Amor de Dios Encarnado, Cristo Jesús y, como el Amor de Dios es Vida, la Virgen siente que con Jesús se le va también la vida y por eso, aunque no muere, porque sigue viva, al pie de la cruz, la Virgen siente que muere en vida, con su Corazón Inmaculado traspasado por una agudísima y filosísima “espada de dolor”. Es San Bernardo Abad[1] quien habla de la muerte mística de María al pie de la cruz: como dice San Bernardo, si la muerte de Jesús “fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra (la muerte mística de María) tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante”.
         -Los dolores suyos, propios del Inmaculado Corazón, porque la Virgen es una madre, la Madre de Dios, que ve agonizar a su Hijo, el Hijo de su Amor, con la agonía más dolorosa y cruenta que jamás haya podido sufrir, no solo un hombre de modo individual, sino toda la humanidad de todos los tiempos. Afirma el mismo San Bernardo[2] que la Virgen sufre en su Inmaculado Corazón en cumplimiento de la profecía de San Simeón quien, iluminado por el Espíritu Santo, le anunció que “una espada de dolor atravesaría su Corazón” (cfr. Lc 2, 35) y para la Virgen, estar al pie de la cruz, significa el cumplimiento con creces de esta profecía. Precisamente, tal vez el dolor más lacerante de todos los dolores lacerantes que padece la Virgen, es el causado por el contemplar cómo la lanza del soldado romano, sin piedad, atraviesa el costado de Jesús: en ese momento, el hierro afilado de la lanza, mientras perfora el costado de Jesús, para que de él brote Sangre y Agua, atraviesa al mismo tiempo, espiritual y místicamente, el Inmaculado Corazón de María, que sufre inmersa en un océano de dolores, al ver cómo su Hijo, ni siquiera después de muerto, es respetado.
         -Los dolores de todos los hombres, porque al haberlos adoptado Ella como hijos suyos al pie de la cruz, sufre por todos y cada uno de ellos, sobre todo los más pecadores, los más alejados de Dios, porque si una madre sufre cuando ve que su hijo se acerca, temerario, al filo del abismo, para precipitarse en él, mucho más sufre la Virgen, cuando ve a los hijos adoptivos de su Corazón Purísimo, correr enceguecidos hacia el Abismo del cual no se retorna, separándose de su regazo materno y desgarrando así cruelmente su corazón de madre. La Virgen al pie de la Cruz llora por nuestros pecados, los pecados de sus hijos adoptivos, los pecados que nos apartan de Dios y nos acercan al Abismo y porque ve que muchos de sus hijos, concebidos por el Amor en su Inmaculado Corazón, se apartan voluntariamente del Amor y de la Divina Misericordia encarnados en Cristo Jesús, la Virgen llora amargamente y es Ella quien se duele en el Libro de las Lamentaciones[3]: “Vosotros, que pasáis por el camino (…) mirad si hay dolor como mi dolor”. Es el Viernes Santo y Nuestra Señora de los Dolores, al pie de la cruz, ofrece al Padre, con el Amor de su Inmaculado Corazón, la muerte de su Hijo, por nuestra salvación y se ofrece Ella misma como víctima, pidiendo por nosotros, misericordia y perdón; llora amargamente la Virgen al pie de la cruz por la muerte del Hijo de su Amor y, aunque tiene el consuelo de saber que su Hijo habrá de resucitar “al tercer día”, como lo profetizó[4], al igual que Raquel, “no quiere ser consolada”[5].
Llora la Virgen al pie de la Cruz, llora Nuestra Señora de los Dolores y su llanto, suave y dulce como un río de aguas cristalinas cae, junto a la Sangre de su Hijo Jesús, sobre nuestras almas, lavando nuestros pecados.



[1] Cfr. Sermón en el domingo infraoctava de la Asunción, 14-15: Opera omnia, edición cisterciense, 5 [1968], 273-274.
[2] Cfr. idem, ibídem.
[3] 1, 12.
[4] Mc 8, 27-35.
[5] Jer 31, 15.

martes, 8 de septiembre de 2015

Fiesta de la Natividad de la Virgen María


       ¿Por qué celebra la Iglesia el nacimiento de una Niña, nacida hace más de veinte siglos, en Palestina? Las razones son muchas. 
       La Iglesia celebra el Nacimiento de la Niña Santa María, porque esta Niña fue una Niña Santa, pero la Iglesia no celebra porque el nacimiento de esta Niña fue el nacimiento de una niña santa entre tantas; tampoco lo celebra por ser la Niña más santa entre las santas; la Iglesia celebra su nacimiento por otras razones, más misteriosas, profundas y sobrenaturales: la Iglesia celebra la Natividad de la Virgen María, porque su nacimiento indica el inicio de una Nueva Era para la humanidad; su Nacimiento señala el comienzo de las profecías mesiánicas contenidas ya en el Génesis, cuando Dios había prometido a la humanidad el envío de un Mesías, Redentor y Salvador del mundo, porque la Virgen es la que habría de dar a luz a este Redentor, que era Dios y Hombre, que por ser Dios, no necesitaba nacer, porque era Dios desde la eternidad, pero en cuanto Hombre, debía nacer en el tiempo, y para que el Hombre-Dios pudiera nacer en el tiempo, es que la Santísima Trinidad creó a esta Niña, Santa María Virgen, dotándola de tanta gracia y santidad, que sólo habría de aventajarla su Hijo, el mismo Dios.
         La Iglesia celebra, se alegra y festeja el Nacimiento de la Virgen, porque el nacimiento de María Virgen es el hecho más importante para la humanidad, después de la Encarnación y Nacimiento del Verbo de Dios humanado: la Iglesia celebra el Nacimiento de la Niña Santa María, porque esta Niña habría de ser la Madre de Dios, al darlo a luz virginalmente en el Portal de Belén, y habría de ser también la Madre de todos los hombres, en la cima del Monte Calvario, engendrándolos en su Inmaculado Corazón, por el Amor del Espíritu Santo. El nacimiento de esta Niña señala entonces el inicio de una Nueva Humanidad, la humanidad de los hijos adoptivos de Dios, la humanidad de los hombres regenerados por la gracia santificante, nacidos a la vida nueva de la gracia, al pie de la cruz, por la Sangre derramada del Costado traspasado de Jesús y adoptados como hijos por la Virgen, de pie al lado de la cruz y por eso la Iglesia celebra y festeja su Nacimiento.
         La Iglesia celebra el Nacimiento de la Niña Santa María, porque esta Niña, Virgen y Madre de Dios, es también su Madre, porque esta Niña que nace hoy, Santa María Virgen, es Madre de la Iglesia, porque dio a luz virginalmente a la Cabeza de la Iglesia, Jesucristo, y a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, los bautizados.
La Iglesia celebra el Nacimiento de la Virgen, porque la Niña que nacía hoy, hace más de XX siglos, era la Niña Virgen que habría de llevar en su seno al Hijo de Dios, a Dios Hijo encarnado, y lo habría de dar a luz en Belén, Casa de Pan, para que los hombres se alimentaran con el Pan de Vida eterna, Jesús en la Eucaristía. El nacimiento de esta Niña, representaba para la humanidad el fin del hambre de Dios, porque esta Niña sería la que alimentaría a la humanidad con un Nuevo Pan, un Pan super-substancial, el Pan bajado del cielo, el Pan Vivo que da la Vida eterna, el Verdadero Maná del cielo, la Eucaristía.
         Finalmente, la Iglesia celebra el Nacimiento de la Virgen, porque esta Niña que nacía hoy era la Mujer de la que habla el Génesis, la que aplasta con su pie la cabeza de la Serpiente (cfr. Gn 3, 15); era la Mujer del Calvario, a la que el Hombre-Dios Jesucristo le habría de encomendar a todos los hombres, para que los adoptara como hijos suyos y como hijos de Dios, al pie de la cruz (cfr. Jn 19, 26ss); esta Niña que nacía hoy era la Mujer del Apocalipsis, “toda revestida de sol, con la luna bajos sus pies y una corona de estrellas” (Ap 12, 1), que era Asunta al cielo en cuerpo y alma glorificados, como anticipo de la glorificación de los hijos de Dios, y como la Virgen es Madre de los bautizados, la Iglesia celebra el nacimiento de quien habría de conducir a los hijos de la Iglesia a los cielos, al Reino de Dios, el encuentro con el Rey de reyes, Jesucristo.

         

sábado, 5 de septiembre de 2015

La participación del Legionario en la Santa Misa


         El legionario debe participar de la Santa Misa en unión con María[1], y con la misma disposición que María, uniéndose en espíritu y en corazón al ofrecimiento que María hace de sí misma y al ofrecimiento que Ella hace de su Hijo Jesús al Padre, por la salvación del mundo. Así, el legionario debe participar de la Santa Misa como un lugar privilegiado para su condición de verdadero hijo de María, pues la Misa es el renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, y fue en la Cruz en donde María, por pedido de Jesús, nos adoptó como hijos de su Inmaculado Corazón. Fue al pie de la Cruz que nos convertimos, de hijos de las tinieblas, a hijos de la luz, hijos de Dios adoptivos, y fue allí en donde María nos adoptó como hijos suyos muy amados, por eso la Misa, renovación del Sacrificio de la Cruz, es el lugar de privilegio para el legionario, para experimentar la maternidad amorosa de la Madre de Dios.
         Dice así el Manual del Legionario: “Juntamente con María, estuvieron sobre el Calvario los representantes de cierta legión –el centurión y su cohorte- desempeñando un papel lamentable en el ofrecimiento de la Víctima, aunque ciertamente no sabían que estaban crucificando al Señor de la Gloria (1 Cor 2, 8).
Aquí nos vemos representados nosotros, legionarios, antes de pertenecer a María, como hijos de la luz; éramos hijos de las tinieblas y por eso crucificamos, con nuestros pecados, al Hijo de Dios (y lo continuamos haciendo, misteriosamente, cada vez que pecamos).
Sin embargo, al pie de la cruz, se da la conversión de los legionarios y su adopción por parte de María, como hijos de su Inmaculado Corazón: “Pero, aun así, sobre ellos descendió la gracia a raudales. Dice San Bernardo: “¡Contemplad y ved qué penetrante es la mirada de la fe! ¡Qué ojos de lince tiene! Reparadlo bien: con la fe supo el centurión ver la Vida en la muerte y, en su último aliento al Espíritu soberano!”. Contemplando a su Víctima sin vida ni figura, le proclamaron los legionarios romanos verdadero Hijo de Dios (Mt 27, 54).
Entonces, San Bernardo y el Manual del Legionario, nos animan a que, con los ojos de la fe, veamos a Jesús, Víctima Inocente por nuestros pecados, en la Santa Misa, y  consideremos la inmensidad del Amor que Jesús tuvo por nosotros, porque mientras que al soldado que le traspasó el Corazón, cayó sobre su rostro la Sangre y el Agua del Sagrado Corazón, convirtiendo su corazón y despertándolo a la fe, porque lo proclamó Hijo de Dios, en cambio nosotros recibimos muchísimo más, porque no nos caen su Sangre y Agua sobre el rostro, como al soldado romano, sino que comulgamos su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y su Sangre así se derrama en nuestras almas, colmándonos de su gracia y de su Espíritu Santo. Por eso, en la Santa Misa,  si el soldado romano que le traspasó el Corazón lo reconoció como Hijo de Dios, también nosotros, al contemplar la Hostia consagrada cuando el sacerdote ministerial la eleve, debemos decir, desde lo más profundo del corazón: “Jesús en la Eucaristía es el Hijo de Dios” y recibirlo en la comunión con un profundo acto de amor, de acción de gracias y de adoración.



[1] Cfr. Manual del Legionario, 3.