Cuando Dios nos comunica la gracia santificante, no sólo nos da la
capacidad para recibir su Amor, que es divino y eterno, sino que nos da el
poder y la capacidad de amarlo a Él. Aún más, Él se une tan íntimamente a sí al
alma, que no sólo está y permanece substancialmente en el interior del alma,
sino que forma, por así decirlo, como un solo espíritu con el alma[1].
Para el alma en gracia,
no hay entonces un acto más sublime y natural que un acto de amor sobrenatural
a Dios. No hay nada más natural para el alma que se siente amada por Dios de
una manera tan particular y con tanta intensidad, que se siente animada y
atraída por Él, arder en amor ferviente por Él.
Es natural para el fuego
dar luz y calor y comunicar a lo que toca con sus llamas, su luz y su calor y
transformarlo en fuego; el ser divino, que es fuego espiritual purísimo, nos
comunica su gracia, que es su luz y su calor, que proviene de la naturaleza
divina, para transformarnos en una imagen suya.
La gracia entonces ilumina
y calienta: ilumina, proporcionando un conocimiento, y calienta, o enciende, en
un amor divino.
Así como en el cielo el
principal y más natural acto de los elegidos es la visión beatífica, en la
tierra el amor a Dios es el acto más importante y natural de los justos[2].
Y si la gracia hace arder
de amor a Dios, con un amor espiritual y puro, nadie entre las creaturas ama a
Dios con más intensidad, que María, la
Llena de gracia.
Si el amor sobrenatural a
Dios depende de la gracia poseída en el alma, María es la Antorcha ardiente que
flamea en los cielos con llamas eternas de amor divino a Dios Uno y Trino, y
sus llamas iluminan, junto con la luz del Cordero, a la Jerusalén celestial.
Si nuestro corazón es
como piedra, incapaz de ser quemado por el fuego, y si además es oscuro como
las tinieblas, tanto una como otra condición pueden ser cambiadas por María: María
tiene el poder de cambiar la piedra en carbón, y el carbón sí puede arder, al
contacto con el fuego y, ardiendo, puede iluminar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario